miércoles, abril 30, 2025
cero

“A mi no me iba a pasar” o las otras formas de violencia

0

“A mí no me iba a pasar” es el nuevo libro de la escritora Laura Freixas, mujer siempre inquieta, relacionada de vieja data con la cultura, activista por los derechos de género, escritora de novela y ensayo, columnista e investigadora.


 

 

Preocupada por la literatura femenina, ha sido compiladora y propulsora de las obras de otras mujeres, que, como ella, se sienten en posición de inferioridad cuando deben enfrentarse al mundo cultural e intelectual que repite las estructuras sociales, incluso acentuadas por una arrogante supremacía patriarcal.

No es fácil ser mujer en este mundo fuertemente jerarquizado, en el cual cada uno debe ocupar su lugar. Enfrentar la inseguridad que deriva, además, de intentar construir un camino profesional ligado al arte, a la reflexión, apartado de los números, de los bussines plan, como ella misma lo menciona en su libro, requiere de una fortaleza que se construye a lo largo de una ruda batalla interior.

Además, si, como Laura, se es la hija de una familia en la que esos roles están bien establecidos, en donde padre y madre han representado su papel de manera indiscutible, la tentación a dejarse llevar por las falsas seguridades de la vida doméstica se vuelve un torrente, por momentos inevitable, al que muchas mujeres enfrentan con la fuerza de sus años mozos, aunque su vitalidad vaya cediendo a medida que las voces de afuera suben de volumen y opacan la vocación más íntima.

Es un coro bien conocido, que repite de manera incesante que no es sensato aventurar, que la incertidumbre de un mañana abierto a la creación, al constante reto, está bien mientras se es universitario, pero empieza a parecer algo tardío cuando se inicia el período laboral, y que, particularmente en el caso de las mujeres, deviene en una especie de locura poco tolerable, un desafío inaceptable a medida que avanza la edad y el tiempo de procrear se acorta biológicamente.

Además, es importante señalar que esas voces se vuelven sentencias cuando provienen del círculo cercano, ese del cual has derivado tu seguridad y tus certezas; es decir, cuando eres atacada desde adentro y escuchas a tu madre preguntar: ¿cuándo te vas a casar? ¿cuándo a sentar cabeza?

El tumulto de sentimientos crea fuertes contradicciones, y, sobre todo, lleva permanentemente a dudar.

Para una mujer joven que empieza a despuntar en el mundo profesional, la cascada de incertezas puede llevarla a traicionar sus proyectos, aunque ellos estén representados por una imagen de sí misma bien constituida.

Finalmente, por eventos de cualquier naturaleza, una frustración en el trabajo, una soledad pasajera, la muerte de un familiar o un amigo, o el anhelo de la maternidad, la mujer termina tomando decisiones que, aunque disfrazadas de pasajeras o inofensivas, van demoliendo poco a poco el sueño de independencia, el camino de la autonomía personal.

 

 

Como de la nada, un día despiertas y echas una mirada a tu alrededor. Los muebles de piel dispuestos en el salón de “la casa de tus sueños” en vez de tranquilizarte te lanzan a la cara una pregunta: ¿quién es esa que hoy soy? No te reconoces, porque sientes que poco a poco te fuiste convirtiendo en otra persona, tal vez en un mal remedo de tu propia madre.

Si además, como en el caso de Laura, tal y como ella misma lo cuenta en este escrito autobiográfico, corres con la suerte de que tu pareja sea un ser indiferente, egocéntrico y encerrado en su mundo, al cual tú, al mudarte, no pudiste llevar más que un débil reflejo de ti misma; es decir, para el cual tu vienes a ser una especie de adorno conveniente, entonces ya tienes el escenario perfecto para una existencia amargada pero sin la fuerza requerida para tomar una decisión tan radical como necesaria.

No tienes razones suficientes, o por lo menos eso es lo que deja entrever la autora en su escrito, para dejar esa vida en la cual has quedado atrapada.

La violencia que ejerce tu esposo sobre ti no es física, ni siquiera es abiertamente agresiva, es sutil pero aniquiladora. Es lo que parece haberle pasado a Laura, quien, por diversas razones, se vio tentada a comprar la seguridad que le faltaba a un precio demasiado alto: dejar de ser ella misma.

La historia, que es extensa, unas doscientas cuarenta páginas (en la versión digital, ya que es una novedad editada en España en junio de este año que todavía no se consigue físicamente en Colombia), trae muchos pormenores que van dando cuenta de esa opresión mental de la cual fue siendo objeto su autora.

Y digo fue siendo, porque se trata de un tracto sucesivo, pequeños gestos que un día se resumen en una frase. Las letras, las palabras que componen ese enunciado, de repente son escupidas a Laura, y ella empieza a comprender su situación.

Por fin ha recibido un verdadero golpe, ahora tiene un objetivo claro, ante el cual puede optar por el sometimiento resignado o por la lucha.

La expresión en cuestión vino dada a Laura por su marido, con ocasión de una decisión trascendental en relación con la hija de los dos.

 

 

A mi no me iba a pasar
Laura Freixas
Ediciones B
Páginas: 240 (versión digital)
2019

 

 

 

Él, fuertemente competitivo y con una carrera sólida asentada en el sector financiero, desea cambiar a la niña de colegio. Le esgrime a Laura razones de preparación que le brindarán mayores oportunidades laborales en el futuro. Ella piensa en la posible conmoción de su hija, en el desgarramiento que habrá de sufrir si la cambian del lugar donde ha hecho sus amistades, donde ha construido un mundo propio. Derrotada en sus argumentos, pues parece que los sentimientos no son suficientemente válidos para su esposo, decide apelar a una estrategia práctica, y le menciona los costos del nuevo establecimiento, que seguramente les implicarán mayores gastos.

Laura cree haber encontrado un razonamiento demoledor, y procede a plantear un cuestionamiento: ¿con qué dinero vamos a pagar?

No sé si pudo considerar el efecto de sus palabras o no, porque finalmente la persona con la que se convive también es, y allí radica la contradicción, un aliado. Se supone que, en las dificultades de la cotidianidad, tu compañero es un soporte con el cual enfrentar las vicisitudes de la vida.

La respuesta es la contraparte del título del libro. Su cónyuge le contesta de una manera simple: “No será con lo que te ganas”. 

En ese momento, aún enceguecida por el brillo del impacto emocional, Laura recuerda una reunión sucedida muchos años atrás. Las imágenes que vienen a poblar su mente son las de las amigas de su madre, reunidas con ésta en ocasión de consolar, y a la vez repudiar, a una del grupo que tiene fuertes problemas familiares y está considerando el divorcio.

Tal vez Laura estuvo siempre esperando una herida tan profunda como sutil, y el título de su libro “A mí no me iba a pasar” empezó a cobrar sentido a partir de aquel porrazo.

Porque así es, los peores impactos no necesitan ser físicos para dejarte completamente derrumbada.  La violencia de género, en muchos casos, es primero sicológica: consiste fundamentalmente en hacerte creer frágil, en volverte dependiente. Y un buen día, cuando ya has perdido totalmente tu valor, sacarte a relucir tu incapacidad, tu inutilidad, tu aparente debilidad.

 

Contenido relacionado #recomendado (hacer clic en cada título para ir al contenido)

Especial: día de la no violencia contra la mujer

Puede adquirir el libro digital haciendo clic aquí

Algunos datos sobre Laura Freixas

 

Trabajo con altura

0

Hoy unas botas en De ver pasar llevan a Rigoberto a reflexionar sobre la situación económica y social de Colombia, un país donde los salarios suben poco; contrario a los trabajadores, que sí suelen subir y subir y no de estatus propiamente.


 

Cuando uno se estrella con estas botas pantaneras a la altura de un sexto piso le invade una sensación de abismal estupor. ¿Algo estará pasando allá abajo, a ras de esa tierra en la que hordas humanas salen a las calles a expresar su malestar frente a las políticas económicas o en contra de presidentes vitalicios y millonarios? ¿Fue inundada la ciudad de lodo y ceniza a propósito de la cercanía con el volcán Nevado del Ruiz y estos dos pares de botas huyen hacia arriba, con la esperanza de la salvación eterna? ¿Las botas industriales han trepado hasta aquí huyendo de la cacería de grupos ecologistas, liderados por Greta Thunberg, que ven en la goma y los materiales sintéticos enemigos contaminantes?

 

 

Son múltiples las preguntas que ocupan la mente del espectador absorto en el abismo, inquieto en el vértigo de sus fobias.

Son preguntas existenciales, por supuesto, que oscilan entre la fuerza de la gravedad y la paradoja de los oficios; y hay razones de peso para hacerlas, sobre todo cuando al mirar hacia el horizonte comprobamos que estamos en un territorio de cordilleras y no en el condado de Manhattan.

De manera que hagamos cuentas: el nuestro es un país donde los salarios suben poco; contrario a los trabajadores, que sí suelen subir y subir y no de estatus propiamente.

Hasta hace poco pensaba que un trabajador de altura era el alto ejecutivo de una multinacional, políglota, viajero frecuente y entrenado para hablar de felicidad y éxito ante sus depresivos subalternos. La realidad es poco seria. Un trabajador de altura en esta época de economías naranjas y allanamientos a colectivos de artistas –sospechosos de sembrar la anarquía durante los paros de trabajadores y estudiantes– es aquel capaz de permanecer en lo alto de los edificios, ligero de cuerpo, colgado de un arnés y con una habilidad sobrenatural para mezclar cemento, instalar ventanas, perforar ladrillos, lavar fachadas con líquidos químicos y cantar.

Porque los dueños de estas cuatro botas que ven ahí, lo juro por el espíritu de Maria Perego, la mamá del Topo Gigio, están cantando, felices, la letra de una canción pegajosa:

“no me llores que nadie es eterno/ nadie vuelve del sueño profundo”.

Lo eterno para estos trabajadores es la discusión inoficiosa alrededor de la cifra del salario mínimo para el próximo año. Lo eterno es la decisión del gobierno de fijar por decreto esa cifra.

Mientras los economistas y los fantasmagóricos líderes de las centrales obreras discuten sobre los índices de inflación, sobre el producto interno bruto y las exigencias neoliberales del Fondo Monetario Internacional a los gobiernos del gota a gota, esta pareja de trabajadores de altura, heredera de la fibra proteica del Hombre Araña, prefiere cantar, pues saben que nadie vuelve del sueño profundo y por eso al cantar permanecen despiertos, como aves pensativas, exhibiendo sus botas al aire, desafiando las leyes de la gravedad.

Como van las cosas no solo en nuestro país sino en el mundo laborioso de Occidente, los trabajadores desde lo alto, como poetas ultradinámicos, volverán a gritar, clavando sus ojos hacia la tierra, esa sabia consigna soviética de “¡Proletarios de todos los países, uníos! Después de las cinco bajamos, parceros”.

Las marchas del 21: Pereira fue una fiesta

0

A modo de respuesta, Colombia les ofrece a sus hijos millones de razones para estar deprimidos. A pesar de todo, bailan. En las marchas del jueves 21 de noviembre, de principio a fin, Pereira fue una fiesta.


I

A la hora señalada

A las tres de la tarde del jueves 21 de noviembre, la Plaza de Bolívar de Pereira lucía como en unas fiestas de agosto, o durante un partido de la Selección Colombia: banderas rojas, azules y amarillas, camisetas, banderas rojo y oro del equipo local y hasta banderas de Panamá, Bolivia y de los movimientos indígenas.

En el fondo musical, nada de las quenas y los charangos llorones de varias décadas atrás. El aire era pura batucada tronando con sus tambores desde el corazón de una multitud que no paraba de llegar de todas partes: de Dosquebradas, de Cuba, de San Luis, de Belmonte y de varios municipios de Risaralda, incluso desde lugares tan distantes como el corregimiento de Irra, en la zona minera de occidente.

Ignorando las admoniciones a menudo terroríficas de los voceros del establecimiento, a la marcha se dieron cita los más diversos sectores sociales: obreros, estudiantes, maestros, funcionarios públicos, trabajadores de la salud, mujeres, campesinos corteros de caña, rebuscadores callejeros y hasta músicos de la banda sinfónica.

A un costado de la plaza, las puertas de la Catedral de la Pobreza estaban cerradas, consecuentes con las invocaciones lanzadas desde el púlpito a lo largo de la semana, para que los feligreses se cuidaran “de los peligros encarnados en los bandidos que pretenden dañar Colombia”.

Supongo que los bandidos éramos todos los asistentes a la marcha.

Fue así como los curas se atrincheraron en los altares.

Coherentes con sus sermones, al fin y al cabo.

Un denso olor a marihuana con aroma jamaiquino surgía de algunos corrillos y salpicaba el aire con un toque retro.

Disuelto en medio de la colorida multitud vi y palpé de todo y para todos.

Vi un par de antiguos comunistas, ya instalados cómodamente en el sistema, que lucían anacrónicos con sus mochilas arhuacas, mientras rumiaban- a lo mejor- nostalgias de antiguas convicciones enterradas.

Vi banderas multicolores y vi también gente de todos los colores: negros, cobrizos, mulatos, trigueños y hasta rubios mochileros europeos ávidos de color local, tostándose bajo el sol de la tarde.

Vi una pobre vieja de unos ochenta años, arrastrando un carro de paletas para ganarse la vida.

En un mundo menos atroz, la anciana debería estar en casa acariciando a sus nietos. Pero bueno… por eso marchábamos.

Había muchas otras cosas.

En medio del barullo, me topé con un desconocido que sin mediar motivo me espetó su peculiar declaración de principios:

“Me gustan las marchas porque se ven muchas viejas chimbas”.

Y si: esa también es una buena razón para marchar.

II

En el corazón de la fiesta

A las cuatro de la tarde la plaza rebosaba de vida.

Desde los edificios vecinos, ancianas temerosas de Dios y de los hombres oteaban la escena a través de los visillos, igual que si estuvieran frente a la pantalla del televisor.

Foto Rodrigo Grajales

También descubrí carteles que rezumaban lucidez, poesía y humor.

Va una breve muestra:

“Con esas pensiones ya no podré ser un Sugar Daddy”

“Un pueblo sin piernas, pero que camina”.

Otro portado por un sicólogo, trabajador en el sector de la salud:

“Violento es tener atención sicológica una vez al mes, con diagnóstico de depresión”

Y un reclamo:

“¿Dónde están los 11.645.000 votos contra la corrupción?”

A modo de respuesta, Colombia les ofrece a sus hijos millones de razones para estar deprimidos.

A pesar de todo, bailan.

Porque esta multitud integrada por varias generaciones celebraba a su manera la fiesta de la vida.

Así que la música de fondo iba de Violeta Parra al reguetonero Maluma, pasando por los muy ochenteros Quiet Riot.

Contra todo pronóstico, encontré varios compañeros de generación a los que suponía derrotados del todo.

Después de saludar a varios, me encontré con un cartel cuya pregunta lapidaria me dejó estaqueado en la mitad de la plaza:

“¿Qué cosecha un país que siembra muertos?”

Abrumado, me dirigí a la estatua del Bolívar desnudo en busca de alguna repuesta, pero el fulano, bañado en mierda de palomas, prefirió mirar para otro lado.

Por fortuna, por allí andaba un grupo de poetas diciendo sus palabras como heridas sin cicatrizar.

Los poetas, al contrario de lo pregonado por el gran Holderlin, se hacen doblemente necesarios en tiempos de penuria.

De súbito, como atendiendo a un llamado secreto, cientos de palomas revolotearon en el aire.

Un detalle significativo: se coreaban más consignas contra Uribe que contra Duque. Eso confirmaba dos cosas: el talante ambiguo y difuso del presidente y la certeza de que padecemos el tercer periodo de la Seguridad Democrática, con todo lo que eso significa.

Sentados en la terraza del Centro Comercial Bolívar Plaza, grupos de contertulios bebían café, al tiempo que tomaban fotografías a distancia: tan lejos se sienten de las duras realidades de su país.

Fotografía cortesía de Yennifer Giraldo

Habíamos partido al promediar el día desde el barrio San Luis bajo uno de esos soles mordientes de invierno. A la altura del Terminal de Transportes nos recibió uno de esos sorpresivos aguaceros que son el santo y seña de Pereira. En cuestión de minutos volvió a salir el sol y de nuevo asomaron los nubarrones.

Pero la gente no se movió de su sitio. Todo lo contrario: seguían llegando de todas partes hasta abarrotar la plaza.

Tenían suficientes razones para cruzar la noche entera bailando, cantando y haciendo sonar sus vuvuzelas.

Dichoso, un vendedor callejero que acababa de agotar el surtido de golosinas de sal se lanzó a gritar a todo tren:

“¡Que vivan las marchas!”

Y   ni un asomo de violencia cuando ya despuntaba la noche.

Sospecho que a todas esas, los profetas del desastre debían estar comiéndose sus uñas virtuales en Twitter.

III

Fin de fiesta

Ah… y lo último pero no menos importante: vi detectives apostados en las cuatro esquinas de la plaza, registrándolo todo en sus modernas cámaras.

A esta hora deben estar evaluando cada rostro, cada gesto, cada movimiento de los asistentes.

Pero ignoro de donde van a sacar razones para justificar sus delirios, si en las marchas del jueves 21 de noviembre, de principio a fin, Pereira fue una fiesta.

Agradecemos a @mandarinadulce por la siguiente galería de fotografías que compartió con nosotros:

Bogotá y Sumapaz: tan lejos y tan cerca

0
eltiempo.com

De regreso del Sumapaz hacia Bogotá, Martha Alzate describe el cambio que se va dando en el  paisaje a medida que el bus va dejando el campo y se adentra a la ciudad


I

Frailejones como ejércitos

Venimos del páramo de Sumapaz, deshaciendo el camino de regreso al centro de Bogotá. Por las ventanas del bus que nos transporta, al momento de abandonar definitivamente la zona paramuna, apenas si se le empieza a ver, levantando al aire brazos de árboles desnutridos como diciendo ¡quítense de encima, que me ahogan!

 

 

Comienza lo que podría llamarse un barrio, si ese nombre se le puede dar a las primeras casas que pueblan lo que se ha denominado la localidad de Usme, en donde la supervivencia de la naturaleza aún se siente, aunque comprimida, asfixiada.

 

Tomada de Eltiempo.com

 

Ahí está Ella, la que hace poco era plenitud de frailejones como ejércitos.

Es la misma de los tiempos en que la fueron volviendo pastos, aunque le quedaban las flores de páramo y los ríos de vidrio. Todavía se sentía recorrida por animales que le hacían cosquillas al cavar sus agujeros, y desplegaba aún sus cabelleras al aire, suavemente arrullada por vientos transparentes de sol y cielo azulado.

Ahora no. Ha dejado de ser Ella y lo que antes fue apenas si puede recordarlo. Al levantar la mirada, no se percata de nada que se parezca a sus recuerdos, sus ojos ya no se llenan del horizonte infinito de la pradera despejada, más bien se inundan de grandes montones de objetos abandonados, cuando no de enormes basurales.

Ya no siente el cosquilleo amigo, sino feroces mordidas de perros que, harto flacos, son hambrientas bestias que la hurgan sin respeto ni piedad.

 

 

Se siente colmada de aguas malsanas en las que se reproducen temibles vectores; o de viejos despojos de la modernización como esos neumáticos, abandonados aquí y allá, a un destino incierto, porque ni siquiera cuentan con el beneficio natural de irse pudriendo.

Sus aires, otrora ligeros y frescos, hoy vienen cargados de limadura, que no es otra cosa que puro hollín de escape.

Allí donde antes se elevaba la vegetación imponente, hoy tiemblan construcciones pobres, aferradas a sus inestables y precarias estructuras.

 

eltiempo.com

 

Pero ella sigue, continúa. Apaleada y desnutrida intenta colarse por entre las rendijas en forma de esporádicos brotes. Desgastada, lucha ferozmente por hacerse a un leve impacto de luz.

Más allá de las casuchas que bordean el páramo de Sumapaz, la ciudad se va insinuando, y aparece el tendido largo del asfalto, con sus manchas de aceite desperdigadas por sectores, brillos acuosos de consistencia insalubre.

Esas calles que avanzan grises, apenas si contienen las fachadas de viviendas que constituyen una zona de transición entre el campo y la urbanización, o lo que conocemos como tal. Entre costales de papas, se dan cita los campesinos urbanos, hombres que beben sus polas apurados por el ruido incesante de los buses del transporte público.

 

 

El recorrido continúa, procede de las aguas limpias y el aire despejado del páramo, y se cruza por entre ese borde que no es campo pero tampoco es urbe; y va dando paso a la ciudad que va siendo, que se va conformando, un poco más recta y firme, cuya solidez se oculta detrás de los infinitos rayones que manos pretenciosas y vandálicas han hecho a cada una de los portales que se proyectan sobre las avenidas principales.

 

II

Ciudad de humo

Es así, no existió, aquel lunes festivo hace ya dos años largos, una sola pared, una sola vitrina que sobre ese recorrido no hubiera sido enmugrecida por la mano de quién se cree un singular artista, cuando no alcanza su impronta a ser más que una mancha continua y agresiva.

La capital se proyecta ya en toda su consistencia, es vital, lo que quiere decir que en la Bogotá del sur, tanto como en nuestro país, luces y ruido parecen ser sinónimos de vida, y las gentes se apegan a ellos para enmudecer las sombras de su pobre existencia, vacía de sentido.

A las estridencias empiezan a contribuir de manera significativa vehículos y más vehículos, automotores y motocicletas.

 

eltiempo.com

 

Al cansancio que va acusando la vista, se agregan los avisos comerciales, los arrumes de mercancías aplastadas bajo espesas capas de polvo, y las gentes que se agrupan en las tiendas de esquina, aferradas a su botella de cerveza como quien abraza un salvavidas.

No supe entender si no ven, si no son conscientes, o simplemente ignoran la suciedad en la que habitan. El mugrero es una mezcla de ruido, estridencia, emisiones, basuras, partículas que saturan el aire, rayones en las paredes, excrementos de animales, charcos y residuos generalmente asociados al transporte: llantas, envases de aceite usados, hasta rines metálicos y otras piezas, todos abandonados por ahí, a la distancia que alcanzó el arrojo de la mano.

 

 

civico.com

 

Pero el bus que nos transporta va avanzando, la informalidad cede en algo, y aparece otro panorama. Hay andenes y canchas, y los niños juegan en parques, que los arropan y los salvan de las calles rotas y descuidadas del entorno.

Ya no hay naturaleza, ha sido finalmente vencida. Ya no se asoma por las rendijas, ni levanta al aire sus brazos de árboles desnutridos. Anulada por las moles de concreto y asfalto, por la ciudad como existe cuando está formalizada, apenas si aparece confinada a pequeños intentos de permanencia y contacto, delimitada en parques esporádicos y antejardines intermitentes.

 

elespectador.com

 

Avanzamos y el cambio prosigue.

La naturaleza ya no se sale por las ventanas ni por los frentes de las casas, ya no amenaza con devorar las construcciones incipientes, casuchas que apenas se sostienen en pie. Ya no respira entre las grandes avenidas, y los rescoldos en los que perdura a manera de decorado la hacen parecer artificial, como de plástico.

Ella es si mucho una eventualidad, figura decorativa interrumpida, ya sea que esté oculta por el burdo espectáculo de un vetusto sofá desahuciado y dejado para morir en cualquier esquina, o hundida bajo el peso de un arrume de canastas vacías.

 

Revista Semana

 

Así, lo que persiste ya no es la naturaleza sino la basura, pues parece que su tenacidad es a toda prueba.

Ahora, muy cerca ya del centro de la ciudad, lo que puebla el paisaje son una cantidad incomprensible de almacenes de muebles: trastos feos, nuevos pero mal hechos, que acusan una estética ajena a la que tratan de imitar sin ningún éxito.

 

eltiempo.com

 

Hay tantos que con ellos se podrían llenar todas las casas del mundo, y a lo mejor sobrarían para seguir las quimeras de los hombres hasta otros planetas.

Empezamos a encontrar una ciudad que nos gusta más, con andenes bien conformados, antejardines, pasos peatonales, construcciones que revelan una reflexión arquitectónica.

Navegamos por aguas más conocidas, y encontramos que su presencia nos tranquiliza. El espacio se vuelve predecible, es posible desandar el camino siguiendo antiguas referencias, y a pesar de la violencia que puede asaltarnos en cualquier esquina, la distribución de calles y comercios nos remite a lugares conocidos o a una lógica que dominamos y que hemos habitado de antemano. Es la ciudad que nos agrada, la que podemos reconocer como tal.

 

civico.com

 

Lo que no podemos olvidar es que ella, la nuestra, la urbe que nos es familiar, está sustentada, económica y funcionalmente en aquella otra, la que dejamos atrás, la que viene del páramo y que va siendo en la medida en que va sofocando a la naturaleza. Es cierto que es apenas un remedo de ciudad, pero la una depende de la otra, de esa urbanización marcada por el basural como condición omnipresente, de ese conjunto que en vez de acogernos nos expulsa, que en vez de complacernos nos produce asco.

25 años del Concurso de Cuento Infantil Ilustrado de Comfamiliar Risaralda

0

Comfamiliar Risaralda celebra los 25 años de su Concurso de Cuento Infantil Ilustrado con la participación de 800 niños en dos categorías: de 5 a 8 años y de 9 a 12 años. Los premios se entregaron el 17 de noviembre en el parque Consotá de Pereira.


 

El pasado domingo se llevó a cabo la entrega de premios a los ganadores del XXV Concurso de Cuento Infantil Ilustrado de Comfamiliar Risaralda. Nos complace compartir estas noticias y ver que cada vez más niños participan de éste proyecto que se debe seguir cultivando.

Dentro del jurado se contó con la participación de una persona muy especial para la memoria del evento, Diana Ilene Rojas, quien actualmente es profesora de la Universidad Tecnológica de Pereira y fue una de las primera ganadoras del concurso hace un cuarto de siglo.

 

Diana Ilene Rojas. Foto, cortesía de Comfamiliar Risaralda

 

Les compartimos la lista de ganadores de este año por categoría, además de algunas fotografías del día de la premiación e imágenes de algunos de los cuentos que vienen en la cartilla que Comfamiliar Risaralda repartió a los asistentes de la premiación.

Toda las las imágenes son cortesía de Comfamiliar Risaralda.

 

Ganadores en la categoría de 5 a 8 años:

– Sofía, la Niña del Campo – Luciana Hernández Útima *6 años – 1er Puesto
– El Medio Ambiente – Johan Sebastián Anaya Arenas *8 años – 2do Puesto
– Los Monstruos Dentales – Juan Jacobo Moncada Henao *5 años – 3er Puesto
– El Demonio del Baile – Paul Montoya Narváez *7 años – Mención de Honor

Ganadores en la categoría de 9 a 12:

– Escalando la Montaña – Celene Orozco Monsalve *9 años – 1er Puesto
– Cuento Invento – Estrella Naranjo Osorio *12 años – 2do Puesto
– Así Ocurrió mi Muerte – Luna Roa Restrepo*12 años – 3er Puesto
– Cajita sin Sorpresa – Juan José Ramírez López*10 años – Mención de Honor

 

Día de premiación en el parque Consotá de Pereira

 

Imágenes que vienen en la cartilla de cuentos

 

Contenido relacionado #RECOMENDADO

Programa de Ecos 1360 radio: Juntos pero no revueltos, con Diana Ilene Rojas (clic en el título para ir al programa)

Diana Ilene Rojas o la aventura de la imaginación 

Los muertos actuales. Una postal de Tadó

0

Al otro lado del río Mungarrá está el cementerio y las tumbas parecen el rezago de un bombardeo. Me impresionan los pedazos de mármol roto y de ladrillo picado convirtiendo el lugar en un montón de escombros.


 

Al otro lado del río Mungarrá está el cementerio y ahora se cruza por un puente delgado de cemento. Pero hace años los muertos tenían que hacer su última travesía en barcas, igual que en ese mito de la Grecia antigua, aunque esto no sea Grecia sino el Chocó y en la portada no haya ningún perro rabioso con varias cabezas sino un arco derruido que tiene escrito el salmo 71:

 

“se tú mi roca y de refugio, el alcázar donde me salve. Porque mi pena y mi alcázar eres tú”.

 

 

El río ancho y amarillo de lo fangoso y lo estancado, el puente estrecho con las barandas cubiertas de ropa secándose al sol, el cementerio al frente, el salmo arriba, el pueblo atrás con la algarabía y la parranda de alguna esquina, la selva alrededor cubriendo el mundo. He ahí el resumen de la última travesía.

Al otro lado del río Mungarrá está el cementerio. Aunque mi viaje para llegar empezó muy lejos, siguiendo una carretera destrozada que salta una cordillera y curvea a un lado del San Juan pasando mucha selva y muchos pueblos. Pueblos de tantos nombres. Unos son mentirosos: La Virginia, Pueblo Rico. Otros, como Santa Cecilia y El Tabor, son nombres bellos, repletos de sonoridad. Pero los hay con toda la plenitud de lo verdadero: Playa de Oro, Los Mandarinos, La Unión. Y otros, los que más me gustan, son nombres provistos de misterio: Apía, Taibá, Itaurí, Guarato, Gingarabá, Mumbú. Doscientos kilómetros después estoy en Tadó cruzando un puente sobre el último de los vocablos misteriosos: Mungarrá, el río donde dicen los historiadores que se rebeló el esclavo Barule por allá en los mil setecientos para fundar un Palenque de negros libres y cimarrones.

Al otro lado está el cementerio y las tumbas parecen el rezago de un bombardeo. La mitad de las bóvedas se ofrecen abiertas y demolidas con las losas desmoronándose a pedazos. Brotan helechos y plantas y musgos por cada una de las grietas, como en esas ciudades mayas de las películas, brota humedad y hormigas y bichos que merodean entre los agujeros.

 

 

Y yo, que vengo de otro pueblo con nombre raro y con edificios de veinte pisos, donde hay un cementerio tan abandonado como este (que además lleva mi nombre) siento que algo no termina de encajar. Me impresiona el brutal estado de abandono, los mausoleos pudriéndose en el terreno cenagoso, las paredes en un franco derrumbe, desplomadas y vencidas por la lluvia.

 

 

Me impresiona la maleza más alta que un hombre alto, el moho, el color sucio y descascarado de las lápidas con esos apellidos tan predecibles por aquí: Copete, Perea, Mosquera, Palacios, Córdoba, me impresionan las fotos de los difuntos impresas en cerámicas a todo color. Me impresionan los pedazos de mármol roto y de ladrillo picado convirtiendo el lugar en un montón de escombros. Me impresiona y se lo cuento a Rosaura por teléfono: esta sensación de ruina, de olvido deliberado, este aparente desprecio por los muertos que contrasta con la feroz exuberancia que quiere romper las bóvedas y florecer hasta en la última grieta. “¿Y los muertos actuales?” pregunta ella. “Están tan muertos como los que ya no son actuales” le contesto. Ella se ríe, yo también, pero no es un chiste, es la razón de todo.

Imágenes de opinión: La protesta

0

Ángel Balanta es un artista visual, magister en Estética por la Universidad Tecnológica de Pereira y colaborador de La cebra que habla:

“Mi dibujo como hacer cotidiano evidencia el accionar de un alter ego, mientras soy espectador de un entorno y una mirada prosaica que sugiere materializar lo vivido. Asumo concretizaciones de situaciones cotidianas y tradicionales de mi raza y ancestros, introduciendo el mito y la ficción a la obra.”

Qué raro que me llame Rigo

0

¿Qué reflexiones te suscitaría si un animal se llama igual a ti? Rigoberto Gil tuvo un encuentro con un tocayo felino, De ver pasar


 

Estoy molesto, a pesar de mi condición de gato domesticado. Suelen pensar que los de mi especie, harto cautelosos, somos solo ternura y mimos, hasta el punto de que frente a las visitas estamos casi que obligados a ser amables y a observar a los demás con interesada deferencia.

Entre las visitas no falta el erudito capaz de recitar poemas, cuentos y desideratas en los que solemos ser dulces protagonistas, o en el oscuro universo de Poe, terribles bestias que anuncian el insondable abismo de los bípedos perversos. Detesto la ficción por mentirosa y a los novelistas por antianimalistas. Me inclino por los testimonios. A ver, ¿alguno de ustedes ha leído La gran matanza de gatos del humano Robert Darnton? Hubo tiempos de venganzas y penurias. Mis antepasados han sufrido en abundancia, créanme.

El nuestro no ha sido precisamente un mundo de porcelana.

Nuestro orbe gatuno tiende a ser más complejo de lo que consideran nuestros dueños. Por ahí empieza mi molestia: que alguien se crea que nosotros somos de su propiedad. Nos rebajan a la condición material de un objeto. Conozco muchos de los míos que terminan por convertirse en esa pieza decorativa a la que bautizan con un nombre y a quienes a menudo les consultan estupideces, como si eso de responder con palabras y pensamiento complejo fuese cosa nuestra.

En estos días, durante un paseo solitario por una encrucijada leí en un poste este mensaje: “Busco a mi dueño. Favor llamar a este número. Se ofrece recompensa”.

Perderse es fácil, en especial por esa propensión nuestra a escaparnos en las noches a vivir aventuras felinas. De eso no hablaré acá, no es el tema. De lo que quiero hablar es de un fastidio que me aqueja por estos días. Tiene que ver con el nombre con que me bautizaron en casa de los Alzate. Observen mi distintivo, deletreen mi nombre. Así es, me llamo Rigo. Qué horror. Debe ser un nombre sacado de telenovela del medio día. Se me hace que fue tomado de La rosa de Guadalupe, ese drama en que, sin poder evitarlo, uno termina llorando y lamentando ser pereirano, dosquebradense o gato.

 

 

¿Y dónde queda mi pedigree, esa alcurnia que me enlaza con la historia de los felis silvestris de Oriente Medio? ¿Dónde los nombres con que la reina Isabel solía identificar a sus mascotas?

“Qué raro que te llames Rigo”, me ronroneó Sofía Button, una bella singapura del barrio Los Alpes. “¿Rigo, hipocorístico de Rigoberto?”, preguntó sabia, no sin extrañeza. “En efecto”, solo se me ocurrió esta respuesta. La Button volteó cola, impetuosa y se fue para siempre por un antejardín de astromelias. Su extrañeza llevaba implícito un reclamo, un “Perteneces a otro estrato”.

Y es que llamarse Rigo es tan indebido y popular como llamarse Rigoberto. Supe en las noticias del mediodía que uno de los sujetos más peligrosos de Bogotá era conocido en los recovecos del hampa con el alias de Rigo. Que los cuadernos de don Rigoberto, que el ciclista chabacano Rigo Urán, que el peor asesino de la cárcel de Lecumberri en tiempos del preso Álvaro Mutis.

En fin: no es sencillo cargar con ese peso nominal. Lástima que aún no existan notarías para gatos. Lo primero que haría sería cambiarme de nombre. Un nombre secreto, fino, borgiano.

Pero de ese nombre hablaré otra tarde, en otro aleph.

Por dignidad

0

Varios vecinos y compañeros de trabajo se refieren al anunciado movimiento del 21 de noviembre con sentimiento de aversión. Me miran como a un apestado cuando les digo que no sólo estoy de acuerdo: también participaré en los actos de ese día. Por dignidad.


 

No sorprende pero si abruma la intensidad con que el presidente Iván Duque en particular y los áulicos de su gobierno en general se refieren al anunciado paro del 21 de noviembre como una amenaza para el destino de Colombia.

Una suerte de parteaguas que puede arrojarnos al abismo de una vez por todas.

Como si no lleváramos siglos cayendo por un desfiladero que parece no tener fondo.

 

fuente: cnn.com

 

Editorialistas, columnistas, dirigentes gremiales, parlamentarios, voceros de una abstracción conocida con el nombre de “Sociedad civil” y hasta comentaristas deportivos duchos en incendiar estadios y avivar fanatismos aventuran una cartografía del desastre en la que siempre el rol de malos lo juegan los disidentes  y “ los agitadores profesionales”, según la jerga utilizada por muchos de los llamados “líderes de opinión”.

De ahí a poner a los líderes de la protesta en la mira de los francotiradores media un solo paso.

Y dije que no sorprende porque al fin y al cabo padecemos el tercer capítulo del gobierno de Álvaro Uribe, un hombre que, valiéndose de un lenguaje apocalíptico y multiplicado por una prensa comprada y arrodillada, logró crear el clima mental necesario para erigirse en salvador y por ese camino criminalizar toda forma de protesta social.

La misma que ahora quieren regular, para que los inconformes marchen en formación marcial el día y la hora autorizados por el régimen.

 

fuente: El País Cali

 

Por lo visto, el 21 de noviembre no hace parte de ese calendario.

El resultado salta a la vista: los consumidores diarios de información, entre ellos varios vecinos y compañeros de trabajo, se refieren al anunciado movimiento del 21 de noviembre con mal disimulado sentimiento de aversión.

Es más: me miran como a un apestado cuando les digo que no sólo estoy de acuerdo: también participaré en los actos de ese día. No importa si insisto en que, bajo cualquier circunstancia, mi participación será pacífica y respetuosa.

Les da igual. Para ellos ya cambié de estatus sociopolítico: en cuestión de segundos pasé de mamerto de facto a criminal en ciernes.

Mamerto: esa es la chapa que les ponen en este país paranoico a los disidentes. Poco importa si, como en mi caso, nunca he militado en nada.

Ni siquiera en las barras bravas del Atlético Nacional.

Y eso ya es mucho decir.

De modo que cuando me preguntan las razones, les respondo con dos palabras:

Por dignidad.

 

fuente: colombianos.com

 

Crecí oyendo a mis abuelos maternos contar historias de horror todas las noches a la lumbre de una vela de parafina: los relatos de pesadilla que los verdugos les tatuaron en el alma y la piel durante la interminable noche de la violencia liberal – conservadora.

La misma noche a la que pretenden devolvernos de un solo golpe los nuevos despojadores.

Antes de cumplir diez años aprendí que política y mentira son dos vocablos sinónimos. Fue el 19 de abril de 1970. El día en que el primer Pastrana le birló las elecciones a Gustavo Rojas Pinilla.

Que tampoco era gran cosa, aclaro: sus nietos presidiarios pueden dar fe de ello.

Apenas cuatro años más tarde supe que el presidente López Michelsen, hijo de aquel de “La revolución en marcha”, había ordenado que el trazado de una importante carretera nacional pasara por una finca de propiedad de su familia en los Llanos orientales.

El nombre de la propiedad es una joya de ese humor británico que tanto le gustaba presumir a López: “La libertad”.

Van dos. Y yo todavía no cumplía los quince años.

Luego cruzamos un tenebroso pasadizo: el mandato de Julio César Turbay Ayala. Un astuto político de voz gangosa y panza de Pantagruel, que con su Estatuto de Seguridad se aseguró el dudoso honor de ser el pionero de la Seguridad Democrática.

El horror volvía a tocarme de cerca: apenas contaba veinte años. Otras formas de locura acababan de matar a Lennon en el vecindario del Central Park y yo perdía, secuestrada, torturada y desaparecida, a Ana Lucía Oquendo, acaso mi primer gran amor, para utilizar una expresión cara a una época en la que esas cosas le daban sentido a la vida.

¿Su delito? Haber puesto su conciencia crítica y sus conocimientos de derecho al servicio de los excluidos.

Igual que hoy.

Pero la horrible noche no cesa allí. El turno fue para Belisario Betancur. Un mandatario gramático arrastrado por el torbellino de su pusilanimidad.

Ya nunca lo sabremos, pero durante los días de la retoma sangrienta del Palacio de Justicia a lo mejor protagonizaba una de sus frecuentes escapadas a Pereira, donde se ahogaba en aguardiente y entonaba bambucos destemplados en compañía de su amigo Luis Carlos González.

A Betancur lo sucedió Virgilio Barco, un hombre que, como el país entero, perdió la memoria.

Cuando la recobramos era tarde: con César Gaviria en el papel de ventrílocuo, estábamos en las garras del catecismo neoliberal, el manual diseñado para promover la religión del mercado.

La misma que nos redujo a la miserable condición de autistas dedicados al acto reflejo de producir, consumir y desechar: la triste impronta del homo economicus.

Como ven, nos vamos acercando al día de la marcha y sus muchas justificaciones.

Continúo entonces: la estulticia de Andrés Pastrana, un presentador de televisión devenido presidente. Con esto queda dicho todo.

Y el reinado de Álvaro Uribe y su joya de la corona: ese inaceptable eufemismo de los falsos positivos para referirse a crímenes de Estado.

Ah bueno, antes de llegar al tercer capítulo de Uribe estuvo Santos con su hábil juego de la egopolítica, Nobel incluido.

Hasta que llegamos a este noviembre lleno de lluvias y presagios.

Aquí tenemos al presidente copando todas las pantallas, todos los micrófonos, todas las portadas… y los portales.

Como un profeta monomaníaco- perdón por la necesaria redundancia- no cesa de advertirnos sobre los peligros de la protesta social.

Lo comprendo: igual que sus áulicos debe haber visto demasiadas imágenes de televisión sobre las movilizaciones en Chile, Ecuador, Gran Bretaña, Hong-Kong y otras turbulencias del mapamundi.

Puros movimientos instigados por los mamertos, los castrochavistas y hasta por un fantasma que se suponía muerto y enterrado: El comunismo internacional.

Ni siquiera se han tomado la molestia de advertir lo obvio: que esta gente está lejos de querer cambiar el mundo. Sólo aspiran a una participación moderada en el pastel.

No están movidos por ideologías o por doctrinas políticas. No por casualidad en Chile adoptaron a modo de himno una cancioncilla ligera de los ochentas: El baile de los que sobran.

Pero ni siquiera eso puede permitirse el modelo económico en sus versiones más tardías. Como un perro que entierra los huesos y de repente pierde el sentido del olfato, está dispuesto a extinguirse en su propia ley: consume y cállate.

Y yo, que no soy consumidor, tampoco quiero callar.

Es cuestión de dignidad ¿Saben?

Y esas cosas no se negocian.

 

fuente: Revista Semana

15 años de Corto Circuito, escenarios para el arte

0

Nos unimos a la celebración de los 15 años de Corto Circuito, escenarios para el arte. Un trabajo cultural entre La Alianza francesa de Pereira, Comfamiliar Risaralda, El Colombo Americano Pereira – Cartago, La Fundación Universitaria del Área Andina, El Banco de la República – Agencia Cultural Pereira, y La Secretaría de Cultura de Pereira.