Si Malick contemplase esto en vivo, se quedaría petrificado
Mi rutilante cosecha otoñal: trilogía dorada para un buen trago o una pulcra limonada
Dado los tiempos que corren -lo cual es un decir, porque precisamente hallándonos en medio del confinamiento pareciera que el tiempo transcurriera lentamente-, la cuarentena, nos ha obligado a ver las cosas que nos rodean de otra manera, aunque sea en el reducido cubículo de un departamento. Justo en este momento me viene a la mente un lúcido cuentito de un polaco y quisiera, por un instante, revolucionar este rincón que habito, poner las cosas patas arriba o reacomodar los objetos una y otra vez, hasta el agotamiento.
Pero no soy de quedarme, como dice la canción, “sentado aquí en el aburrido cuarto…/desperdiciando mi tiempo… / y no sucede nada / y me pregunto” prisionero de cuatro paredes buscando cómo matar el tiempo de cualquier manera. Es preciso huir, más que del encierro físico, del aletargamiento mental que suele producirnos un prolongado encierro. Por tanto, salgamos al jardín (uno de los más preciados bienes en esta inesperada coyuntura) u otro sitio verde mientras podamos. ¡Qué regio había sido sentir por fin la suave textura del pasto, cuando antes sólo nos interesaba pisotearlo!
Debajo de un limonero se puede decidir el destino del mundo, ¿a que sí?
Ya tener un puñado de árboles alrededor debiera ser sinónimo de buena fortuna, y si alguno está a punto de brindarnos su cosecha sería el colmo de la dicha. Hallándonos en el cono sur en pleno otoño y a puertas del invierno, los cítricos son los frutos llamados a alegrar la fría estación. Como cada jornada, he salido con los primeros rayos de sol a contemplar los árboles de la casa. Digo bien, contemplar, desde el respeto silencioso, desde la quietud que concede la pausa, desde la efímera y profana apreciación de mis ojos; desde luego, no con la mirada de un Tarkovsky y su críptica poesía de imágenes, ni la de Terrence Malick eterno enamorado del paisaje y cosillas afines.
Si Malick contemplase esto en vivo, se quedaría petrificado
Deslumbra el limonero, mejor dicho los tres limoneros, tan verdeantes y apacibles, amos de la mansedumbre. Toda su luminosidad expresada en jugosos frutos, fragantes obsequios de la naturaleza, pródiga hoy de repente cuando el peligro acecha en las sombras, en la invisibilidad. Cuando la incertidumbre aumenta la sensación de zozobra, miro compulsivamente el limonero, el de pasmosa calma, el que deja caer sus circulares y amarillos dones a un palmo de mi rostro. Se hace menester frotar su rugosa piel, y luego su espíritu fresco y corrosivo que empapa los dedos surte el efecto de un bálsamo primitivo.
Chsssst, no son una enormidad de naranjas o toronjas, aunque lo parezcan
Donde haya espacio para cultivar un impensado huerto, acaso un remanente del paraíso perdido, ahí no habrá espacio para pandemias y otros oscuros avatares. Así que, ¡a vivir el día!, aunque sea de limonadas y otras ácidas emociones.
**Pueden ver más contenidos de este autor en: Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas, y otros amores
Con la cuarentena entró en suspensión ese coro de voces, ese palpitar de anhelos y temores que son las calles de las ciudades. Por eso publicamos esta crónica, que rinde tributo a los protagonistas de historias hoy ausentes.
Un haz de chispas enciende la esquina de la calle veinte del Parque Olaya Herrera de Pereira en esta tarde de sábado.
Foto del 21 de febrero de 2018, tomada del Twitter de Juan Carlos Morales.
Como atraídas por un imán, medio centenar de personas se reúnen a contemplar un rito que viene de siglos.
El centro de todo es el cuerpo de Zulma Obando, una mujer negra de treinta años que se mueve al ritmo de la marimba de chonta, instrumento del pacífico colombiano en el que se juntan el viento, el agua y la madera para hacerse música, alabanza, canción.
Cada movimiento de Zulma es palabra, cada surco de su piel una historia, como la cicatriz rosa que le cruza la mejilla izquierda: recuerdo del navajazo propinado por un miliciano, la primera vez que intentó escapar de las filas paramilitares en las montañas del pueblo vallecaucano de Puerto Merizalde, el lugar donde se refugiaron sus padres, Roselio y Etelvina.
Allí donde empezó todo.
Roselio y Etelvina bajaron por el río y la selva desde Bebedó y luego por la costa chocoana, huyendo de los explotadores de madera y oro que un día llegaron con sus motosierras y desplazaron a cuanto vecino constituía un obstáculo para sus intereses. Quienes se opusieron encontraron muy pronto un cementerio en el bosque o una tumba de agua en el río.
Todos los parientes de Zulma acabaron así. Menos sus padres, que una madrugada empacaron sus cosas en costales de fibra y siguieron el curso del río hasta alcanzar la costa alta del Pacífico, a unas diez horas de Buenaventura, adonde se dirigieron en una embarcación repleta de fugitivos y contrabandistas.
“Detalle de la portada de ‘Revivir ancestral’.” Imagen tomada de revistaarcadia.com
En ese puerto cantado por el maestro Petronio Álvarez engendraron a su única hija y de allí partieron otra vez costa abajo, en un ardiente verano de 1989. Vivieron en al menos una docena de pueblos de la costa Pacífica, hasta que un día de 1995 llegaron a Puerto Merizalde, convencidos de que habían encontrado al fin un lugar donde echar raíces.
Zulma vende en las calles jugos de chontaduro y borojó, dos frutos con legendarios poderes afrodisiacos. Tanto, que a una combinación de ambos con otros productos le dicen revientacatres. Usted se toma una dosis de esto y lo pone a caminar en tres patas, exclama un hombrón de casi dos metros, que hace fila frente a la olla donde Zulma reparte su bebida mágica.
Mama, que será lo que quiere el negro. La tonada sale de una vieja grabadora Sanyo comprada en una tienda de artículos usados. Zulma no para de mecerse mientras con una mano entrega los vasos rebosantes de la bebida espesa y con la otra recibe billetes y monedas de mil pesos. Es un día caluroso y las ventas se multiplican.
De Buenaventura también tuvieron que salir a las volandas, cuando las primeras bandas de extorsionistas empezaron a cobrarles a sus padres cuotas semanales por permitirles mantener su negocio de venta de bebidas y comestibles preparados con frutos traídos del Chocó. Zulma lo cuenta así:
De nuestra casa en Buenaventura escapamos a medianoche, porque las ventas ya solo daban para pagarles a los tipos esos. Una pandilla conocida con el nombre de Los afrecheros. Salimos con lo que llevábamos puesto y nos embutimos en una lancha, propiedad de los Arrieta, unos amigos de mi papá que transportaban combustibles por toda la costa, desde Buenaventura hasta Tumaco. Yo tenía apenas dos o tres años de nacida y ya sabía lo que era el miedo. De modo que, para espantarlo, me ponía bailar con la música de la grabadora de algún viajero, y si no había música me movía al ritmo de las olas del mar. Todo el mundo se entretenía mirándome. Por eso decían que yo venía a ser la recreadora de los pasajeros.
Después de un recorrido de varias semanas, acabamos en un lugar llamado Puerto Merizalde, donde mis padres se ganaban la vida con lo que tuvieran a mano: la venta de comestibles, la pesca, la madera, la caza. Cualquier cosa con tal de no morir de hambre. Y yo baile que baile. Todas esas cosas me las contaron, porque la verdad todavía estaba muy chiquita y me acuerdo de muy pocos detalles.
En Puerto Merizalde se hizo adolescente y descubrió que, aparte de los placeres del baile, el cuerpo prodiga otro tipo de goces. En 2003 se enamoró de Luis Bastidas, un ecuatoriano corpulento que recorría la costa a bordo de una pequeña embarcación repleta de linternas, botas de caucho, analgésicos y antibióticos para los grupos armados que transitaban por la zona.
Fue por esos días cuando tuvieron noticia de la presencia de guerrilleros y paramilitares en esos territorios.
Bello puerto del mar mi Buenaventura/ donde se aspira siempre la brisa pura. Los movimientos de Zulma avivan el deseo en la decena de hombres que la miran bailar en esa esquina. Durante la semana, mientras les vende la bebida afrodisiaca, les habla del lugar donde tendrá lugar su siguiente presentación: en un parque de Cartago; en una escuela de La Virginia; en la caseta comunal del barrio San Nicolás de Pereira, o aquí, en esta esquina del parque Olaya Herrera, donde oficia el ritual con el que sus antepasados conjuraban a los demonios o celebraban los milagros de la vida en remotas aldeas de África.
A mi querido Luis me lo mataron a tiros una tarde de domingo mientras tomaba cerveza en una tienda del pueblo. Nunca supimos quién lo hizo, pero eso vino a ser como un anuncio, porque a las pocas semanas unos tipos armados visitaron a mis padres en su negocio. Primero les compraron algunas cosas y luego fueron al grano: necesitamos llevarnos a su hija, porque tenemos pocas mujeres en el campamento, les dijeron. Ustedes escogen: ella se va con nosotros y les garantizamos una plata cada mes, o aquí mismo los quebramos a todos.
Por supuesto, mis papás se negaron. Los tipos les dieron una semana para pensarlo y yo, para salvar su vida, me escapé una noche por la ventana y me reuní con los hombres en un caminito a la salida del pueblo. Al final resultaron ser unos paramilitares que me convirtieron en la prostituta de los comandantes. Cada fin de semana tenía que pasarlo con uno distinto, hasta que uno de ellos quiso obligarme a hacer cosas que me daban asco. A pesar de que ponía en peligro la vida de mis padres, no soporté más y escapé en la semana santa de 2005 con la ayuda de unos muchachos que, por más plata y mejores condiciones, habían decido pasarse a la guerrilla.
Jugos de amor para enderezar la guasamayeta, se lee en la etiqueta del frasco que Zulma vende a dos mil pesos la unidad. Es enero de 2017. El sol cae a plomo sobre las calles de La Virginia, un puerto sobre el río Cauca que hace unas cinco décadas vivió sus días de gloria. A la mujer la llama el golpe de los remos en el agua y por eso se acerca por aquí por lo menos cuatro veces al año.
Mama qué será lo que quiere el negro.
Fue así como llegamos a Tumaco, un punto de tráfico de armas y drogas controlado en parte por la gente de las Farc. Allí empecé a trabajar como correo, llevando paquetes y mensajes a lugares cercanos. Como me enseñaron a manejar moto las cosas se hacían con mayor facilidad. Fue todo un cambio de vida, hasta que me quedé embarazada de Rubén, uno de mis compañeros de fuga. Y ahí fue cuando los jefes de la guerrilla empezaron a acosarme para que abortara. Por esos días ya sabía que los paras habían matado a mis padres y sentía que el bebé era lo único bueno que tenía en la vida. En la misma moto en la que llevaba mensajes escapé una madrugada, pasando toda clase de retenes, hasta que un señor de un camión me ayudó a llegar a Pasto, donde trabajé un mes haciendo limpieza en restaurantes para conseguirme los pasajes en bus hasta Cali.
En el sector de Aguablanca, una barriada de marginados que palpita en las entrañas de Cali, Zulma logró contactar a unas paisanas llegadas del Chocó profundo, desplazadas a su vez por mineros y madereros provenientes de Antioquia. Con ellas estuvo seis meses hasta que nació Wanda, la pequeña hija que desde entonces se convirtió en el motivo de todos sus desvelos.
Y aquí estoy, vendiendo jugos para que los hombres calienten la verga y las mujeres mojen la entrepierna. En los días de descanso, bailo ante mis hermanos de raza y ante todo aquél que quiera verme ¿No le parece que eso si es prestarle un gran servicio a la humanidad?
elpereirano.com
Y se queda allí, girando entre las incandescencias de esta tarde de sábado, mientras los asistentes, abismados ante esos movimientos que parecen surgir del centro de la tierra y vencen por momentos la ley de la gravedad, pagamos con monedas devaluadas esta inesperada forma del milagro.
Soy profesor universitario (de una entidad pública) que ama la presencialidad. Llevo seis semanas acompañando a mis estudiantes a través de la red. En realidad no sé si he llevado a cabo un proceso de educación virtual o un acompañamiento psicoafectivo usando medios virtuales. Tengo claro que no he gestionado un curso de autoformación, como los ofertados por las universidades abiertas y a distancia.
Igual sé que no he cumplido con la pretensión administrativa de desplazar las actividades y compromisos académicos de la presencialidad al espacio virtual. He utilizado cuatro plataformas para comunicarme (meet, zoom, Facebook y Wathsapp). En todas ellas he tratado de llevar información, agenciar encuentros, solicitar productos, enviar materiales, recrear la vida de mis estudiantes y acompañar en lo posible sus situaciones personales. El día de ayer les propuse hacer un baile virtual, preparé una lista de quince videos donde quise cerrar el acercamiento a dos autores importantes en la reflexión del conflicto (la categoría central de mi asignatura). Durante la organización del material ensoñé que mis estudiantes estarían dispuestos a compartir conmigo la “rumba” temática, dado que la mayoría de las canciones estaban relacionadas con ritmos que invitan el cuerpo al baile.
!Sorpresa¡ Solo una estudiante bailó conmigo dos minutos. Ella y los demás participaron desde el diálogo, el pensamiento, la reflexión conjunta y la anécdota. Algunos estudiantes hicieron aportes maravillosos con respecto al origen de las canciones, la vida de los autores y el contexto sociohistórico de algunas de ellos. Puedo afirmar que fue un espacio enriquecedor y bello. Sin embargo !No bailaron¡
Una de las canciones es la que hizo famoso al grupo chileno “Los prisioneros”, hablo de “ El Baile de los que Sobran”.
A pesar del ejercicio académico, el interés por generar espacios de acompañamiento cercanos y amables y la búsqueda de materiales próximos al contexto, era evidente una especie de halo caracterizado por destellos de tristeza y desolación.
!Claro¡ Estábamos participando del baile de los que sobran. De un grupo de 23 estudiantes solo once de ellos se encontraban conectados. Los demás por diferentes razones, principalmente económicas, no estaban con nosotros. En esas dos horas y media no contaban con las facilidades necesarias para participar del encuentro académico.
En este baile de los que sobran hay varias frases lapidarias que cuestionan profundamente lo que estamos haciendo bajo el supuesto de aprovechar los recursos virtuales para continuar con los procesos de formación académica. “Ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación, ¿y para qué?, para terminar bailando y pateando piedras (…) Únanse al baile, de los que sobran. Nadie nos va a echar de más, nadie nos quiso ayudar de verdad.”
Los dos autores que estamos reflexionando proponen una diferencia sustancial entre solucionar y transformar un conflicto. A lo que estamos asistiendo es a una solución que no puede ser efectiva en un conflicto que sobrepasa el confinamiento a causa del COVID 19 para llegar a ámbitos mas amplios de la sociedad colombiana. El conflicto de la exclusión y la desigualdad en Colombia, las grandes brechas sociales, culturales y económica y el menosprecio a las mayorías por parte de las élites, no puede ser solucionado con acciones funcionales que suponen la “normalidad” de los procesos académicos, con plataformas y herramientas que fueron desarrolladas para otras formas de mentalidad.
Estamos en una profunda anormalidad que desvela la extensión del conflicto social en Colombia.” Nadie nos va a echar de más. Nadie nos quiso ayudar de verdad”. Las soluciones no ayudan de verdad, suelen aplazar y acrecentar los conflictos.
Para no avanzar en el componente macro del conflicto enunciado, asumo continuar con la narración de mi encuentro con los estudiantes.
Bailé durante gran parte del encuentro, acompañé reflexiones y sugerí ejercicios adicionales que no comprometieran la presión emocional en los asistentes.
En general los once estudiantes han avanzado en productos que dan cuenta de su esfuerzo descriptivo, explicativo y comprensivo. En términos cualitativos han apropiado elementos de los autores, asumido posturas, contextualizado conceptos, recreado situaciones donde pueden ser aplicados los conceptos y las relaciones entre ellos. Han sido diversos los materiales que he producido para que el acompañamiento pueda ser potenciador de su práctica académica.
Sin embargo, surge la pregunta : ¿qué va a pasar con los otros once estudiantes? Los que asisten al baile de los que sobran. MI respuesta es simple, debe pasar lo que se supone pasará con todos los que estamos confinados. Regresaremos a la vida pública después de haber gestionado el menor nivel de pérdida en las distintas dimensiones de la vida social. Y es claro que para esos once, o la mayoría de ellos, las gestiones sobre las pérdidas se están haciendo en otras esferas (alimentación, supervivencia, salud mental, seguridad, trabajo).
Como docente no me veo en la posición de declarar que los contenidos y desarrollos de habilidades promovidas por mi asignatura son esenciales y definitivos para el ejercicio profesional de mis estudiantes. Por ende, la sola idea sobre la gestión de la vida es suficiente para entender que ya somos victoriosos de forma individual y colectiva. Esos seres humanos merecen ser echados de menos, pensados, recreados y valorados.
Algo valioso de este último encuentro es que algunos estudiantes propusieron un baile futuro, un encuentro donde bailar signifique compartir, estar juntos, disfrutar de la cercanía. No podemos convertir en tendencia esta educación virtualizada, debe ser simplemente un viento pasajero. La esencia de la vida universitaria es la cercanía, el encuentro, la dramática y la proxemia.
Lo otro son espejitos para mitigar en parte lo que para muchos es inmitigable.
Narcisa y rotunda, la enfermedad anida en la literatura: su eterna mirada en el espejo le impide reconocer vida temática en otra parte de la hoja. Ella lo presume: los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres. Ella lo dispone al refractarse: de entre ese número finito de seres bípedos, escoge uno, al azar y se pronuncia por boca del amanuense, complacida. Se lee a sí misma: Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. ¿Morir? Sí. Pero eso es moneda corriente;/morir es una costumbre/que sabe tener la gente.
No contenta con su discurrir y proclive a hacer de la muerte una milonga, la enfermedad agrega a su ironía una emoción cromática: Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura.
En el espejo de la vida, en esa breve ilusión que puede sucumbir a la cálida saliva, solo cabe ella, impetuosa, en su infinita deformidad. Porque no es dable enaltecer su belleza, darle armonía cosmética, así no más, como al descuido; salvo que sea el espíritu melancólico el que la insufle y la torne sensual. Pero eso es invención y el relato de unos cuantos nombres propios: Edward Hyde, Victor Frankestein, Dorian Gray, el señor Valdemar. Lo deforme transformado en monstruosidad y agonía, he ahí la suma real de un mero soplo, como la rúbrica infantil, desleida en una partida de nacimiento; como el estornudo.
Inquieto y por efecto reflejo, el lector bovarista abandona la lectura y busca turbado un espejo. Esto es más grave que Continuidad de los parques, se oye decir, con leve ansiedad. Tres son los espejos de su casa: uno en cada baño y uno grande en la pared lateral de la sala. Se decide por el más pequeño, instalado en el baño social. Ese espejo tiene historia, lo adquirió en un viejo barrio judío. Le gusta como objeto decorativo. Le gusta pensar que si es judío, guarda un secreto, un golem.
Vayamos al destello: el lector se mira al espejo y no encuentra su imagen por ningún lado. Horas de lectura invaden su cabeza como en un aleph y percibe en sus articulaciones el mal de Parkinson o advierte el avance bélico de las células cancerígenas y se pone nervioso. Pero ya nada puede hacer, porque una voz que no es la suya, dictamina: usted tendrá que aceptar la realidad de su muerte, la imposibilidad de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de una memoria en singular.
Lo cierto es que la enfermedad diluye, detiene, derrota, deforma, destruye, decolora. Es lo que un lingüista tanatólogo define, con el quinto fonema del abecedario de Abaddón el exterminador, como el síndrome D, comprimido de Death, Deathbed: lecho de muerte.
Narcisa y rotunda, la enfermedad anida por costumbre en el cuerpo: lo penetra, lo persigue, altera sus ritmos y lo hace añicos. Es cuestión de tiempo; y el tiempo corroe. Suele ser imaginativa en el momento de alojarse: en el ojo, en los pulmones, en la garganta, en el cerebro, debajo de una uña floja. Sutil, casi educada, se encubre y vela. Lo suyo es la paciencia franciscana.
Un día jueves, a eso de las once y cuando uno menos se lo espera, todo su accionar silencioso se abrevia en un diagnóstico. Acto seguido, ella, ufana, se traslada a otro cuerpo. Nunca repite sus procedimientos. En eso es creacionista, estridentista, realvisceralista. Gusta de la sorpresa expositiva, aunque le repele toda manisfestación melodramática de los dolientes. Se sugiere leer en clave cronopia Conducta en los velorios. Se recomienda, para evitar el calor del absurdo, no asistir a ellos.
En fin: ella es exquisita, tanto, que hasta define el color de la piel de sus víctimas. Maquilla, estimula la puesta en escena del dolor y recuerda, con Borges, que en ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. Luego huye como un caballo al galope.
Ya lo he dicho: se traslada de un cuerpo a otro. Por estos meses de horror vacui, la enfermedad acumula millas en su viaje frecuente por ciudades y aldeas. Estuvo en Bérgamo, en la calle concurrida del Moulin Rouge, en el palacete del primer ministro en Londres. Cruzó, oronda, la Puerta de Alcalá y atacó, al descuido, un vagabundo del Bovery en Manhattan. Dejó para lo último la línea del Ecuador y ahora habita entre nosotros.
Los cuerpos tienen nombres, así a la enfermedad ese detalle le parezca fútil. Se llamaba Liliana Giménez, “Lilipad”, bonaerense. Tenía 44 años y enseñaba literatura en una prisión para mujeres en Córdoba. Con esposo y dos hijos, la enfermedad tocó a su cuerpo. Era temprano aún para saber qué rol desempeñaría el sistema de salud que la cubría. Si los cuerpos tienen nombre, es lógico pensar que la enfermedad también lo tiene. Coronavirus. Sabemos más de su nombre sonoro que de su naturaleza invisible y esquiva.
“Lilipad” eligió el tweet para abreviar el dolor que se acrecentaba. Primero fue el juego literario, como la rayuela, como el ajedrez: “‘Murió de unas fiebres misteriosas’. No fui escritora, pero tuve un final ad hoc”. Hablaba de ella como si fuera otra: un fino mecanismo borgiano para ahuyentar la enfermedad. Después fueron los síntomas: “Hace tanto que estoy en la cama que cuando hago dos pasos se me acalambra el gemelo”. Luego fue la impotencia, el aferrarse a un milagro químico: “¿Ocho días me llevó que un médico se acercara? Por el tema coronavirus, si tenés fiebre ‘esperá por otros síntomas’ y estamos empezando. Fleming cómo te amo”. Después el minirrelato de un acto heroico: “Logro del día: Subí a la terraza”. Pero la heroína, exangüe, aún desconoce su destino: “Después de 9 días de agonía por el sistema de salud, finalmente me llevan a internar. Besos a todos”. Entre el 5 y el 7 de abril “Lilipad” se entregó al silencio. De nuevo se impuso la emoción cromática: Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura.
Roberto Bolaño, el que tantos hombres fue, el que tantas veces fuera Arturo Belano, dejó escrito, en 36 caracteres con espacios, su testamento de enfermo creador, su ecuación sin incógnita. Al perseguir una forma, al imponer un estilo de muerte de autor, se inclinó por un epitafio baudelariano:
Literatura + enfermedad = enfermedad
***
Coda: Escultura de Luis Fernando Granada, basada en La muerte de un instalador (1996) del mexicano Álvaro Enrigue.
Educlips, es un trabajo de producción del grupo y semillero de investigación Edumedia-3, enfocado a reforzar las principales ideas en relación con la Alfabetización Mediática e Informacional.
Esta iniciativa surge como aporte a la serie de actividades que los educadores mediáticos desplegamos por el planeta, a través de medios, TIC y redes sociales y es parte de una campaña propiciada por GAPMIL-UNESCO, alianza de la que Edumedia-3 hace parte.
Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.
Nota de la autora
Esta novela está construida sobre un hecho real,
pero todos los personajes y sus situaciones son
de mi absoluta ficción.
Uno
El cuarto es una nube de vapor. El espejo se empaña y en las baldosas blancas se dibujan tenues líneas húmedas como resultado del único lujo que se concede Joaquina todas las mañanas: ponerse debajo de la ducha y dejar que el agua tibia cubra su cuerpo durante un buen rato, mientras su mente vaga por recovecos que traen a sus oídos voces de otros tiempos o sus ojos se encuentran con paisajes antiguos, cada vez más recurrentes. Ha notado que en los últimos años tiende a verse niña, como lo fue alguna vez. Imágenes fugaces la acompañan: el color de una pared, la sombra proyectada por una puerta, una esquina, el techo de paja de la escuela y los ojos negros del profesor, un muchacho al que le estaba saliendo el bozo.
Cuando siente el remezón en su conciencia por el agua que está gastando, abre los ojos y cierra la llave al mismo tiempo en que la asaltan las preguntas reiteradas que aparecen en su mente a diario, en ese preciso momento. ¿Cuándo será el último día en que repita este gesto que inaugura su vida después del sueño? ¿Estará marcado en algún calendario? ¿Lo sabrá con anticipación o será una sorpresa?
Un día que empieza pero no termina, como lo fue uno de Joel, ese que ella desconoce y que busca desde hace tantos años. ¿Cuál sería y en qué momento? ¿En plena noche o al amanecer, o quizá a medio día, cuando el sol está en lo alto y todo lo que se hace se ve? Pero no, no pudo ser a esa hora, ese tipo de gente prefiere la oscuridad, las sombras para que no los vean, para que no los reconozcan o para borrar con más facilidad su rastro.
Alcanza la toalla, colgada a la salida de la ducha, sacude la cabeza, elige una punta de la tela y empieza a secarse, iniciando por los pies, aunque ahora le es más difícil agacharse, algunas veces hasta ha perdido el equilibrio y solo sus reflejos, que siguen siendo buenos, le permiten extender con rapidez el brazo y sostenerse en la pared.
Observa sus piernas hinchadas, hoy menos –parece que hace efecto la medicación que le recetaron para que no retenga tantos líquidos–, su abdomen grueso, los pliegues que se le forman entre la cintura y la entrepierna, sus senos caídos, que le sirvieron para amamantar tres hijos, Joel uno de ellos, y su pelo blanco, que no ha querido teñir, y que era negro cuando Joel no volvió a la casa.
Las primeras hebras plateadas, que le aparecieron en las sienes, las descubrió una mañana al peinarse. Fue durante los primeros días de la desaparición, cuando la angustia se imponía en su búsqueda desesperada. Luego, con el paso de los meses, como si su pelo acompañara lo que le pasaba dentro, fue convirtiéndose en un gris cenizo que se volvió blanco con los años. Un blanco al que ahora le da un champú especial para que no se ponga amarillento.
Joel no volverá, pero si al menos supiera cómo fue que murió y dónde lo dejaron. Pero no lo van a decir, continuarán negándolo, siempre negándolo.