viernes, junio 13, 2025
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Español, lengua mía

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Hoy 23 de abril, Día del Idioma Español y Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor, recordamos el discurso de posesión del colombiano Pablo Montoya, escritor y profesor de literatura, como miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua el 21 de noviembre de 2016 en Bogotá.

El discurso viene en el libro: Español, lengua mía y otros discursos, publicado por Sílaba Editores:

“Estos cinco discursos han sido escritos y pronunciados […] en eventos en los que Pablo Montoya ha recibido reconocimientos por su escritura. Sílaba Editores, al presentarlos en su conjunto, invita a los lectores a asistir a estas ceremonias en las que la palabra testifica y deslumbra con profundas reflexiones.”

 

 

 

Español, amantísima lengua que hablo

desde niño y que hablaré cuando esté muriendo.

Morada que he utilizado para formarme

y deformarme. Para protegerme y

arriesgarme. Para comprender la orfandad y

la insignificancia. Consolación y loa de mi

cuerpo. Garita de mi rebeldía. Recinto de mi

honra y rampa de todas mis indignaciones.

Español, lengua en la que creo que soy y sueño

lo que soy y anhelo lo que tal vez nunca

sea. Estoy aquí para celebrar tu elongación

de tantos siglos. Ese camino, a la vez

magnífico y tortuoso, prestigioso y sórdido, que

va desde una noticia de kesos de un monje

anónimo en León hasta las elucubraciones

complejas sobre libros de un poeta de Buenos

Aires. Estoy aquí para festejar tu existencia

que me da cobijo, me arrulla y también me

sobrecoge. Estoy en esta sala académica, que

ha decidido recibirme en su seno, para decirte

el amor que te tengo y agradecerte el valor

que me das para enfrentar la degradación y

la muerte. Esa dosis de esperanza que significa

saberme parte de un todo. Grano de arena

de una inmensa playa que recorro y que,

apoyado en ti, intento descifrar.

Español, lengua mía, cuántas cosas

esenciales has nombrado. El barro, el aire,

la sangre. El agua, el fuego, la luz. Lengua

génesis. Lengua matriz. Lengua padre y madre.

Lengua en la que, como decía un poeta

de México, falo es el pensar y vulva la palabra.

La procreación que de ti surge, como

manantial y desembocadura, la he hallado

en tus palabras. Selva, mar, montaña, canto,

humanidad que hormiguea en la Tierra

y desentraña los enigmas y conoce las verdades

a través de ti. Humanidad opresa y

liberada, en este tránsito de la vida que es la

fusión del dolor del mundo y la epifanía de

sus gozos.

 

Español, lengua del amor y el deseo. Cómo

no mencionar el cuerpo en esta gratitud mía.

Tú que eres signo en la piedra, en el papel y

en la pantalla. Que eres hálito inspirado y

expirado en mi boca. Tan intangible e inasible

sirves, sin embargo, para materializarme.

Para hacerme conciencia plena y fugaz del

cuerpo. Porque todo en ti es brevedad, pese a

tu aspiración por la permanencia. Vastedad

que se cree sin término cuando conoces el

cuerpo enamorado. Ese cuerpo divino que se

torna noche oscura y dichosa en los versos

de un poeta de Ávila. Y que también alcanzas,

para tocarlo y definirlo, al cuerpo contingente,

extasiado en medio de su prisión

de líquidos y humores. Delicia del sentir

convertida en palabra dicha, escrita y leída.

Para que luego, poderosa y evanescente, nos

invada la tristeza de la saciedad.

Español, lengua niebla y lengua luz. Lengua

fraternal y justa, pero también cruel y

discriminadora. Tu rostro es múltiple como

lo es el tiempo. Eres Bella como un primer

amanecer y terrible como un exterminio. Entonces

cómo no saberte bosque, florecimiento

de los ramajes que te contienen. Albricias

de los vientos fecundos y proliferación constante

de las savias. Y cómo no saberte también

la imagen del abismo cuando yo mismo

soy el abismo, y la bruma sin fondo de su

reflejo. Cuando yo, extraviado en el cosmos,

ajeno a la confianza de los dioses, aplastado

por la intemperancia de los hombres, me he

preguntado, siempre hundido en ti, aferrado

a esa superficie tuya circundada de barrancos,

quién soy y cuáles son mis rumbos.

 

Porque en ti, estremecido por tus itinerarios,

y disparado hacia las otras lenguas, he

saboreado la extraña claridad de una verdad

que es menester reconocer aquí, en esta venerable

sala. Esa que consiste en creer que

un hombre es, de principio a fin, todos los

hombres. Oh, lengua entrañable, torrente

despedazado y a la vez masa indestructible.

Magma quemador y agua fresca, el universo

en su doble esencia de concentración y dilatación,

se devela a cada instante a través

de tus sonidos. Estallido atroz y prodigioso

en el que el mal y el bien danzan en nuestra

sangre, en nuestro pensamiento, en nuestro

sueño más oculto.

Yo vengo de ti. Soy hijo tuyo sabiendo

que en mí te vuelves mi heredera. Soy parte

de esa historia cuyas orillas siempre han

sido el orgullo y la deshonra, la belleza y la

fealdad, el heroísmo y la picardía, el amor y

el odio de tantas generaciones que han atravesado

esta ilusión del tiempo que todavía

nos sostiene. Historia iniciada, acaso, en alguna

aldea castellana. En una confluencia

de pastores rústicos y clérigos letrados. En

misiones comerciales, legales y militares que

organizaron un reino que apenas daba sus

primeros pasos. Pero antes de aquella periferia

medieval, anclada en el cristianismo y

rodeada de islamismo, judaísmo y paganismo

por todas partes, hubo un núcleo agitado

de idas y regresos, de éxodos y aventuras, de

batallas y conciliaciones. Cuántos romanos,

cuántos godos, cuántos visigodos, cuántos

celtas, cuántos ibéricos, cuántos árabes,

cuántos bereberes y occitanos se encontraron

para crear esta lengua que, a través de

meandros prolíficos, ha llegado hasta mí. Español,

cómo me conmueves en tu incesante

vaivén de muertes y nacimientos.

 

Surgiste, déjame suponerlo, de una de

esas torres habladoras donde el desconcierto

y la revelación se confabularon. Brotaste de

algún nivel de muros inextricables y, como

las otras lenguas, tu raíz fue la fragmentación

y el barullo. Uno de esos hombres del

principio, creado por la historia y la imaginación,

define tu origen marginal e incomprensible.

Ese hombre fue producto de un

incesto de hermanos, idiotizado por la herencia

y el pecado. Deambuló por diferentes

monasterios. Creció en ellos y aprendió en

sus recintos las lenguas que la decadencia

del latín regurgitaba por Europa. Ese monje

terminó hablando una lengua que era todas

y ninguna. Y esa manera suya de expresarse

es paradigmática. Porque niega la pureza de

la lengua. Ninguna lengua, en realidad, lo es.

Y tú, español, tampoco eres puro. Ni lo has

sido ni podrás serlo jamás. Porque el impulso

de tus movimientos, siempre palpitante, es

la mezcla, la interminable variabilidad.

Pero en tu mismo ser habita la paradoja.

Te levantaste, a través de un entramado de

familias ilustres, de una religión monoteísta

que te protegió, de estudiosos solitarios,

de gramáticos minuciosos y exorbitantes,

de iluminados y sombríos escritores y de un

fervoroso grupo de pedagogos que han viajado

por la Tierra. Todos ellos trataron de demostrar

que debes ser preclara y homogénea.

Que lo tuyo ha de buscar la simplificación

de la norma y la elocuencia del buen hablar

y la perfección del buen escribir. Porque tú

eres también la lengua de la legislación, de

la administración y de la educación. Y tu

propósito, a través de los diccionarios, las ortografías

y las gramáticas, ha sido velar por

una cierta limpieza y una cierta corrección.

Pero cómo olvidar que la humanidad juega

contigo. Que te tuerce el cuello solemne a

cada instante. Que va y viene una y otra vez

en una fresca insolencia, y se acoge cotidianamente

al bullicio y hace que tu fuente se

rebose en un delta de muchísimos brazos.

Mientras por un lado, te sientes honorable

en la necesidad de mantener tu morada en

orden y equilibrio. Por el otro, está esa faceta

tuya que se mueve y brinca y busca el aire

y se sacude en medio de una espiral maravillosa,

casi infinita de palabras y expresiones.

Porque esa es tu condición ineludible: desde

los días en que todo pasaba no más allá de

los linderos de Castilla y unos cuantos miles

te hablaban, hasta hoy en que millones de

humanos desparramados por el orbe lo siguen

haciendo a su manera, tú estás forjado,

español, en la diversidad, y en ello reside tu

patrimonio vitalísimo.

 

Y entonces llegaste a América. Tú, que

fuiste nimia ante el esplendor de lenguas

más remotas, enfrentaste una nueva etapa.

Te tocó el turno, como antes al persa, al griego,

al latín, al árabe, de ataviarte de lengua

imperial. Te creíste la enviada de Dios y la

civilización. La emisaria de la verdad y la razón.

Llegaste a estas tierras nuevas sustentada

en un grupo de prosapias dignas. Había

quedado atrás tu raíz campesina y te volviste

insigne. Y tu voz fue retórica, impositiva,

castigadora. Tus representantes se macularon

de sangre y se agigantaron de honor en

sus conquistas y tú les ayudaste a limpiar y a

enaltecer sus hazañas bélicas. ¿Qué pudimos

entender por esos días de gloria embriagadora,

de invasiones y enriquecimientos viles?

Supimos, y no cupo duda, que todo imperio

y todo trono debe sentarse en la silla poderosa

de una lengua. Y tú, español, lengua mía,

lo fuiste con terrible holgura.

Pasaste, arrasadora, por estos lares americanos.

Al lado de la cruz y la espada tu presencia

se hizo tan imponente como abrumadora.

Hubo en ti una pretensión de ubicuidad.

Como si el sueño de ese sabio monarca

de España, de convertirte en la lengua de la

cultura y de la ciencia, se hubiera explayado

hasta lo inverosímil. Las otras lenguas,

habladas por los indios nativos y los negros

provenientes de África, fueron prohibidas,

ignoradas, muchas de ellas aniquiladas. Y el

desprecio y el olvido cayeron sobre casi todas

como una afrenta. Y tú nos enseñaste,

durante siglos, que esas lenguas no eran tales,

sino hablas sin importancia, frágiles expresiones

de la barbarie, dialectos que conducían

al salvajismo y la sandez. Toda una

hermosa y original e inteligentísima expresión

de la multiplicidad del mundo desapareció

por culpa de tu prepotencia.

 

Una parte de ti, empero, se acercó, respetuosa

y conmovida, a las lenguas americanas

y africanas. A través de un manojo de

monjes curiosos y de otros tantos aventureros

de la conquista, la colonia y la república,

permitiste que esos otros te estrecharan

en sus brazos, te besaran en sus labios y se

fundieran en tu espíritu. Como si nos dijeras

que hay algo primordial, de tu condición,

que está impregnado por esos seres diferentes

que también eres tú. Que te preocupan,

sin duda, los destinos opuestos y los propósitos

insólitos. Que es menester salir de la

circunstancia angosta que significa hablar

una sola lengua y dejar que las brisas de las

otras manifiesten su frescura extraña. Que

hay algo supremo en todo aprendizaje que

reside en el encuentro con el otro, en su real

conocimiento, y en el respeto admirado de

su diferencia milagrosa.

 

Y fue por esos días que surgió otro monje.

Se le pidió que recopilara las creencias

de esas tribus indígenas que iban desapareciendo

vertiginosamente de las Antillas por

el brutal contacto con los emisarios de tu

lengua. Ese monje se hundió, emocionado y

humilde, en esos universos oscuros y al mismo

tiempo prístinos. Y escribió un recuento

que es el trasunto alucinante de las mezclas

lingüísticas americanas que han marcado tu

destino. Ahora bien, con ese oficiante de la

religión y con otros similares a él, ¿podría

afirmarse que abriste tu albergue al pensamiento

y la palabra de los otros? Algunos

dicen que sí con satisfacción consoladora.

Otros argumentan, sin embargo, que no ha

sido suficiente con esas presencias insulares.

Y que el daño, provocado por tu desdén, no

podrá resarcirse.

 

Con todo, tú eres un río colosal. Imparable

y turbulento. Atribulado de rumores

y gritos. Recogido en las oraciones más privadas

y fraternal en las exclamaciones más

regocijantes. Y vas recibiendo, aquí y allá,

lo que tus afluentes te entregan. Cómo no

celebrar ahora esa fuerza tuya, esa intimidad

tuya, esos abrazos tuyos. Y de cuántas

maneras yo quisiera hacerlo. Ahora, en este

día en que me honras, a pesar de mis reclamos,

como un cultor de tu palabra. Tú eres,

español mío, mi soporte y mi arma. La única

patria que intento mantener indemne en

medio del engaño y la manipulación. En ti, o

a través de ti, o sostenido en ti, he aprendido

a abstenerme. Tú eres mi más visible fortaleza,

mi aposento más secreto, mi más querida

manera de resistir. No creo que lo haya logrado

enteramente porque más que un hombre

a secas soy un hombre seco y siempre me

acosa la fragilidad y la impotencia. Pero he

tratado de ser limpio en medio de la crueldad

y la grosería. He procurado, hasta donde

me ha sido posible, que eso tan esencial que

habita en tu espacio y en el cual yo me guarezco,

no sea instrumento de los guerreros.

Contigo he sabido la exuberancia de la vida

y su esplendor abigarrado. Aquí, el humor,

la ironía, el sarcasmo. Allá, la voz exquisita

y desbordante del goce sensorial. Aquí, la inteligencia

calculada de ciertas abstracciones.

Allá, la oscura y asfixiante relación del miedo

y la locura. Pero ahora, que termino este

modesto homenaje, quiero confesarte cuál

es mi deseo. Acaso también sea el tuyo. Quisiera

callar. Para oír y nombrar el silencio.

 


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Carlos Monsiváis: Colombia y Mutis

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Carlos Monsiváis. expansion

 

Para continuar nuestro especial del mes del idioma, recordamos al escritor y periodista mexicano: Carlos Monsiváis. Les compartimos una semblanza sobre él, escrita por el escritor boliviano Edmundo Paz y un artículo publicado por Monsiváis en El País, relacionado con literatura colombiana.

 

 

Carlos Monsiváis acaba de fallecer. Lo leí, lo admiré, lo enseñé. Cuando lo conocí, me sorprendió la acidez de su humor, su mirada abarcadora sobre la cultura y política latinoamericanas. La última vez que lo vi, hace un par de años en Madrid, lo encontré muy pesimista sobre el presente mexicano, y me dijo que la culpa era de la violencia cotidiana. Sus comentarios tenían la brillantez de siempre.

En septiembre del 2006, cuando ganó el premio Juan Rulfo, escribí sobre él en La Tercera. La reproduzco a continuación.” Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time.

 

Carlos Monsiváis. expansion.com

 

“…Nacido en 1938 en el seno de una familia protestante en el México católico, se estrenó como periodista en 1954 -año en que también aparece el primer libro de Carlos Fuentes–, con una crónica sobre una manifestación política en la que habían participado Frida Kahlo y Diego Rivera. Con más de cincuenta años de participación continua en la esfera pública, Monsiváis ha sido uno de los que más ha hecho por mantener la elevada calidad del género de la crónica en la tradición latinoamericana (una tradición que tiene su punto elevado con los modernistas de fines del siglo XIX). Lo suyo, claro, es más bien “nueva crónica”, pues dialoga activamente con el “nuevo periodismo” de los Estados Unidos (Tom Wolfe, Hunter Thompson), con su estilo de no oponer la crónica a la ficción (la crónica también participa de la ficción, de la imaginación). Entre sus libros más importantes de crónicas se encuentran Amor perdido (1977), Escenas de pudor y liviandad (1981) y Los rituales del caos (1995).” clic aquí semblanza completa.

 

Artículo de Monsiváis publicado en El País en el 2007:

Colombia y Mutis

Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, grandes escritores de Colombia, son fenómenos únicos que corresponden a la tradición nacional e internacional obligada en su formación de infancia y ya luego elegida gozosamente. Al principio están los poetas José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob, los novelistas Jorge Isaacs (¡hélas!), Julio Flórez (¡otro hélas!), y José Eustasio Rivera, la desechable y divertida “retórica neoclásica” (Guillermo Valencia), los excéntricos (León de Greiff), y los contemporáneos o casi, el narrador Álvaro Cepeda Zamudio y los poetas Aurelio Arturo, Eduardo Cote Lemus, Jaime Jaramillo Escobar. Después, aunque los nieguen por completo, y aún más si así lo hacen, García Márquez y Mutis son la gran referencia literaria de las generaciones siguientes en Colombia, no porque los imiten sino porque es imposible no tomar en cuenta sus obras y sus actitudes.

Cito en desorden y a sabiendas de que me arrepentiré de las exclusiones. Hoy la literatura colombiana dispone de escritores muy diversos unificados por la seriedad con que asumen el oficio: William Ospina, Darío Jaramillo, Laura Restrepo, Fernando Vallejo, Juan Gustavo Cobo Borda, Héctor Abad Faciolince… Esta literatura toma muy en cuenta las interminables realidades trágicas de su país, pero no se deja dominar por ellas, y nunca es una mera correa de transmisión de los procesos de desintegración. Es, sucintamente, literatura.

Viajero sobre las grandes aguas

Me concentro en la poesía de Álvaro Mutis (Colombia, 1923) y desatiendo su obra narrativa, tan valorada (La nieve del almirante, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir, La última escala del Tramp Steamer y La muerte del estratega, entre otros libros). Como sea, también en la narrativa el sustento idiomático, metafórico, imaginativo de Mutis le viene de la poesía, para él la mayor de las artes.

Al mencionar a un “viajero por el pasado” no me refiero a excursión alguna por el tiempo, sino al recorrido por lugares, épocas, atmósferas que le resultan a Mutis su repertorio de lo contemporáneo, trátese de una caravana al oeste de Bengala, de los Hospitales de Ultramar, del festín del rey Baltasar y sus banquetes como bestias, de las batallas de los húsares:

“Gloria del húsar disuelta en alcoholes de interminable aroma.

Fe en su andar cadencioso y grave,

en el ritmo de sus poderosas piernas forradas en paño azul marino.

Sus luchas, sus amores, sus duelos antiguos, sus inefables ojos, el golpe certero de sus enormes guantes,

son el motivo de este poema”.

Por asociación de la memoria, la obra de Mutis suele remitir al énfasis versicular de Neruda y St. John Perse, pero en este caso el tono épico se compone de hazañas sin la grandilocuencia de los estandartes, de atención a lo casi siempre inadvertido, no los generales sino los soldados, no los actos de poder sino el sueño de los seres y las cosas, no las fechas consagradas sino los trabajos perdidos, no el relato del caudillo sino el rumor difuso de las batallas:

“¿Quién ve a la entrada de la ciudad

la sangre vertida por antiguos guerreros?

¿Quién oye el golpe de las armas

y el chapoteo nocturno de las bestias?

¿Quién guía la columna de humo y dolor

que dejan las batallas al caer la tarde?

Ni el más miserable, ni el más vicioso,

ni el más débil y olvidado de los habitantes

recuerda algo de esta historia”.

En su poesía, Mutis se aparta del énfasis narrativo, y se propone contar, cantar, describir la grandeza de esa batalla última, la del idioma que nunca es el mismo porque lo renuevan las combinaciones de palabras (nadie se adentra dos veces en el mismo poema de modo igual) y el modo en que los temas son de principio a fin, de fin a principio, el desencadenarse de las imágenes:

“Y sin embargo el mito está presente,

subsiste en los rincones donde los mendigos

inventan una temblorosa cadena de placer,

en los altares que muerde la polilla

y cubre el polvo con manso y terso olvido

en las puertas que se abren de repente

para mostrar al sol su opulento torso

de mujer que despierta entre naranjos…”.

                                               De De la ciudad

La épica de Álvaro Mutis es, de modo estricto, la de las metáforas que rodean y encumbran a los personajes (“Sus heridas se secaron, también sus ropas se secaron, se secó su piel y el Gaviero seguía inmóvil”), la de la voz única que no ensalza los poderes de la Historia, sino los de la poesía. Al leer a Mutis se perciben la educación furiosamente literaria, el placer por la vitalidad de la poesía, la conciencia del fluir del tiempo como registro de los símbolos y las palabras, y el registro de la muerte, metáfora fundacional, sentido del viaje. –

* Este artículo apareció en la edición impresa del viernes, 23 de noviembre de 2007.

 


 

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Las otras vidas de Zuckerman

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En la fábula infantil existe un lugar fuera del tiempo y el espacio, donde un día podremos vivir las vidas que nos faltan.

Las que descartamos al momento de elegir la existencia que casi siempre habremos de acarrear hasta la hora de la muerte, porque un día atendimos a un impulso o tomamos una decisión.

Las vidas que determinan la colección de máscaras llamada personalidad, ese artefacto imprescindible para sobrevivir en el mundo sin enloquecer del todo.

Con el paso del tiempo, la literatura judía en el exilio desarrolló una capacidad especial para revelarnos el sinsentido de esas vidas y el carácter deleznable de su colección de máscaras.

En  el caso de  los escritores judíos nacidos en Norteamérica ameritan mención especial las novelas de Saul BelowPhilip Roth.

Sus  obras son un viaje al fondo del abismo de hombres y mujeres solo en teoría exitosos: sus logros mundanos no sirven para disimular el tamaño de  su desastre interior y la fragilidad de las instituciones sobre las que se asientan  sus valores.

Desde Pastoral Americana, Philip Roth no ha hecho cosa distinta a ahondar en ese abismo, que es a la vez un laberinto.

Philip Roth

Su novela  La  contravida no es ajena a esa condición.

En la ficción, el novelista Nathan Zuckerman contempla el ataúd donde yace el cuerpo de su hermano Henry, un exitoso dentista fallecido a los treinta y nueve años, después de someterse a una delicada cirugía de corazón.

Las pastillas recetadas en principio por su médico le produjeron impotencia sexual y el hombre no  se sentía capaz de renunciar a esa parte de su vida.

Así que entró al quirófano y no volvió.

A petición de Carol, la viuda de Henry, Nathan escribió un texto de tres mil palabras que al final no leyó en el funeral: era demasiado para el pobre muerto y sus dolientes.

Desde los tiempos de La Biblia, el pueblo judío ha sido educado para la introspección. Esa capacidad para escudriñar el propio corazón lo ha dotado de una habilidad especial para explorar el alma ajena, con su alijo de grandezas y miserias.

Y como el núcleo de todo es la tribu, la familia, a un buen escritor le resulta imposible no desnudar los entresijos de que están  hechas esas instituciones.

Nathan Zuckerman ya lo hizo en un libro titulado Carnovsky, que desató la furia del clan.

Sin embargo, antes de someterse a la operación, Henry volvió a él en busca de consejo.

“¡Imbécil! ¡Burro! ¡De ninguna de las maneras! Si no fuiste capaz de abandonar a Carol y fugarte con María, una mujer a quien de verdad amabas, no vas a ir al hospital, en busca de una operación peligrosa, sólo porque una chiquita de la consulta te la chupa todas las tardes antes de marcharte a cenar a tu casa. He escuchado tus alegatos a favor de la operación, y hasta ahora no he abierto la boca; pero mi veredicto, que hace ley, ¡es no!”.

Fue su lapidaria respuesta.

Pero Henry yace ahora en su ataúd y Nathan  guarda en  el bolsillo el texto de tres mil palabras que contiene algunas de las ahora imposibles vidas de su hermano. Tan imposibles como los delirios de  un gringo loco, convencido de que el mesías no regresará mientras no se juegue béisbol en Jerusalén.

Las vidas de  Henry.

Sus viajes en busca de una respuesta  a lo que significa ser judío y, por lo tanto, pertenecer al ámbito cultural de la lengua hebrea.

La nunca emprendida fuga a Basilea en compañía de María y su consiguiente destino de triunfador en Europa.

Su improbable rebelión contra los designios de la institución familiar y la clase social, resumidos en un par de horas de sexo con su asistente Wendy.

Implacable, Nathan  sigue rumiando sus pensamientos al lado del cadáver:

“(…) Y  teniendo en cuenta que ya había aceptado a Wendy como solución de compromiso, cuando lo que para sí mismo había soñado era volverse a hacer en Europa con una esposa europea, convertirse, en Basilea, en un dentista norteamericano en el destierro, una persona hecha y derecha, robusta, sin trabas, Zuckerman había descubierto que sus ideas se ajustaban más a lo siguiente: “ Es su rebelión con  el acuerdo a que había llegado, lo que resulta de los restos de la pasión brutal. Doy por supuesto que no acude a mí para oírme decir que la vida pone barreras y que la vida niega cosas, y que lo único que se puede hacer es aceptarlo. Está aquí para discutirlo y descartarlo en mi presencia, porque la capacidad de negarme algo a mí mismo no está, desde luego, entre  mis mejores cualidades (…)”.

Como todo gran escritor, Nathan Zuckerman es una mala conciencia. Por lo tanto, no hace concesiones a la sensiblería ni a lo políticamente correcto. Su lúcida conclusión es que no existen otras vidas: sólo contamos con ésta  y debemos vivirla a tope.

No importa si se trata de sus asuntos más íntimos o de esa suma de equívocos que constituye el trasegar de los judíos por el mundo.

elmundo.es

Un destino tan errático que no tardó en convertir la tierra prometida en un gueto donde se dedicaron a glorificarse a sí mismos y a convertir en apestados a todos los demás: los gentiles.

 El mismo destino que lleva a Carol a plantearse reflexiones tan amargas y lúcidas como esta:

“¡Religión! ¡Fanatismo, superstición, guerra y muerte  a porrillo! ¡Pura necedad medieval! Si echaran abajo todas las iglesias y todas las sinagogas y les construyeran encima campos de golf, el mundo sería un sitio mucho mejor para vivir”.

En eso piensa mientras su sobrina Ruth interpreta en el violín un fragmento del Jerjes de Handel ante el cadáver de su padre.

Todos los personajes de esta novela alientan en el fondo la ilusión infantil de que a lo mejor se puede volver a la tierra de nadie donde los aguardan sus otras vidas. La contravida postulada por Roth en el título de su novela. Pero  la realidad es otra cosa, como bien lo plantea el  narrador en un párrafo sobre la circuncisión, esa suerte de  designio  judío grabado en  la fuente suprema del orgullo masculino.

“Bueno, se acabó. Aquí termina mi texto pastoril, y termina con la circuncisión. Que haga falta practicarle esa delicada  operación al pene de un chico recién nacido se te antoja la piedra angular de la irracionalidad humana, y quizá lo sea. Y que la costumbre sea inquebrantable, incluso para el autor de mis libros, tan escépticos ellos, demuestra, a tus ojos, lo poco que vale el escepticismo cuando entra en  conflicto  con un tabú tribal. Pero ¿por qué no verlo desde otro punto de vista? Sé muy bien que  promocionar la circuncisión va completamente en contra de Lamaze y de las ideas que hoy en día predominan y que tienden, todas, a quitarle brutalidad al nacimiento, proponiendo incluso que el parto se verifique dentro del agua, para que el niño no se lleve una sorpresa desagradable al salir”.

¿Y por qué eludir las sorpresas desagradables si el camino  está lleno de ellas? Se pregunta uno como lector, siguiéndole el hilo al sentido último de esta historia: que siempre será mejor vivir la vida como nos ha sido dada, con su colección de rostros sublimes y terribles.

Nada más.


ÚLTIMA ENTRADA DEL AUTOR

La llanura interior

Leyendas de La Macuira: entre el Pájaro Bobo y la diosa devoradora de intrusos

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Caminando por el sendero que desciende de la Serranía de La Macuira, con la respiración al límite, procurando seguir el paso rítmico que llevaba nuestro guía, caminante hecho de zancadas certeras y continuas, escuchaba su relato sobre el Pájaro Bobo, una especie que abunda en el lugar.

Aquel seguimiento magnífico es un compendio de pasos, que se iban posando uno tras otro mientras, descendiendo, al fondo se oían los quejidos de los chivos, animales domesticados que se encuentran dispersos como los habitantes de la sierra, sueltos en los alrededores de las escasas viviendas.

La musicalidad de la narración mitológica que me iba tendiendo, como la madeja de un hilo tosco pero firme, dejaba por momentos su fondo de pisadas, sólidas las suyas, acechantes las mías, pues nos fue obligado detenernos varias veces a la espera de nuestros otros compañeros de caminata.

El andar se reanudaba, y por ratos la distancia entre él y yo se hacía más grande, igual que la separación existente entre su mundo, instalado en las referencias a dioses que regentan todo en la naturaleza de la cual él es parte, y el mío, que torpemente lo seguía, no solo en el caminar sino en el transcurso de la reconstrucción, en el hacerme una idea de la figuración mitológica que él trataba de trasmitirme.

Jadeaba, por instantes, porque él no daba tregua, lo perdía a ratos, y el sonido del audio que acompaña estas notas por eso se vuelve más tenue. Esforzándome lograba recuperarlo. Su voz, las imágenes que me estaba compartiendo, mientras mi mente estructurada en otras tradiciones trabajaba velozmente apenas en el intento de comprender cada frase, cada imagen.

La historia que me contó era la del primer palabrero, la del Pájaro Bobo.

Descendíamos, levemente, porque la pendiente que habíamos ganado se fue logrando despacio, en el trasegar de pequeños ascensos.

Sus palabras continuaban deslizándose serenas. Me explicaba pausado la formación de los apellidos en Wayuunaiki, ancestralmente conformados como combinaciones de fonemas que significaban plantas o elementos de la naturaleza, individuales para cada familia y a la vez relacionados en su etnia, pues compartían una única terminación. Proseguía, y me dejaba entrever la razón por la cual estas costumbres cambiaron, después de que llegaron los misioneros religiosos capuchinos, italianos, hace ciento nuevo años.

Fueron ellos quienes al mando del internado en Nazareth, enseñaron el catolicismo y el idioma español, haciendo que muchos de los raízales perdieran su cultura y sus creencias.

Ese fue el momento en que tanta intriga me suscitaba la pregunta que dio origen a la explicación sobre la conformación de los apellidos: la oportunidad y el porqué de la adopción de nombres occidentales, y el correlativo registro de los mismos ante las autoridades locales.

De repente se interrumpió, y seguro de sí, dijo: “hoy en día, cada quién aquí está libre, por ejemplo ya nosotros aquí nuestra comunidad Wayuú, hay muchas religiones, hay religiones de diferentes partes del mundo, está el testigo de Jehová, el católico, otras iglesias más”.

Entonces, me remonté a las piedras, a esas inmensas rocas delante de las cuales nuestro guía nos refirió la historia de la diosa Pulowi, aquella inquietante divinidad femenina con dientes en la vulva, la devoradora de intrusos, la bella protectora de la naturaleza, la majestad aliada de los vientos, las arenas del desierto, y del mar.

Se dice que los lugares de la diosa Pulowi están bien definidos, y son aquellos donde el agua se estrella con violencia contra diversas superficies.

Allí, en el piedemonte de la Serranía de La Macuira, están los peñascos sagrados, esperando con ansias la violencia de los caudales, que dejaron de llegar para chocar contra ellos, perdiéndose en el tiempo de la sequía perpetua el espacio favorable para el renacimiento de la diosa.

Porque ya no hay corrientes que bajen estrepitosas por el cauce que albergaba las descargas. Ahora solo resta un arenal que, poblado de arbustos, atestigua la ausencia de agua durante casi siete años. Y en su sequedad, nostálgico evoca el lecho, y sus ausencias se estrellan de repente contra las rocas sagradas que solían servir de recinto a la deidad, que ya no encuentra lugar propicio desde el cual velar por el equilibrio de la naturaleza.

Así divagaba mi mente cuando escuchaba a Alex Santiago contar de las religiones foráneas que han invadido el desierto en el que vive su pueblo. Dioses ajenos que no saben del agua, y de sus regímenes, que furiosas solían descender por esas montañas; ni del ciclo de lluvias que fecundo hacía que el milagro ocurriera; ni del equilibrio del universo que los ancestros guardaron con tanto celo. Esos relatos ajenos no han animado el nacimiento de sus pájaros ni la emergencia de sus plantas, y en su idioma no habría sonado igual el canto del Pájaro Bobo, ganador orgulloso de su estatus al ser declarado vencedor del divertido concurso divino.

Solo el wayunaiki se extiende, asegura, al tiempo que orgulloso señala la manera como se conserva. Que se enseña en la escuela y se habla siempre, interrumpiéndose tan solo cuando se está en presencia de forasteros, con los cuales se intercambian experiencias, se comparten pasos, se cuentan historias, y todo ello en uso de un buen español.

Y yo, en silencio, me inquieto. Ay, si el idioma fuera tan solo un compendio de palabras, arsenal operativo con el cual canjear situaciones, prácticas, o destrezas. Las lenguas son reconstrucciones complejas de un cosmos único, cuya función operativa, la de comunicar, es tan solo el reverso de una configuración de mundo particular que se compendia en la cultura. Perdida ésta en sus costumbres y tradiciones, el habla repta moribunda esperando el agotamiento que, tarde o temprano, la vaciará hasta dejarla yerta como el polvo del cauce seco del río que ya no resbala por las laderas de la Serranía de La Macuira.

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La llanura interior

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“Hace veinte años llegué a las llanuras con los ojos bien abiertos, atento a cualquier elemento del paisaje que pareciera insinuar algún significado complejo más allá de las apariencias”,  declara de entrada el narrador de Las llanuras, un clásico de la literatura australiana escrito por Gerald Murnane, autor, entre otros, de los libros A Lifetime on Clouds y Barley Patch.

Gerald Murnane. Foto, comunicacionestian.com

Gerald Murnane es  un gran aficionado a las carreras de caballos y nunca ha  viajado en avión.

El dato puede parecer meramente anecdótico, pero, puestos a pensar, da algunas claves para aproximarnos a la esencia de este inquietante y breve relato que en sólo ciento cuarenta y siete  páginas  nos devuelve al corazón de las grandes metáforas de ese devenir en el tiempo y el espacio que llamamos nuestra vida.

Los jinetes, los caballos y los aviones suponen un intento de conjurar y  equilibrar la siempre inconstante relación entre el tiempo y el espacio.

Eso suponiendo que el tiempo y el espacio existan como entes reales y no como  simples convenciones de la mente.

No por casualidad el autor de Las llanuras nos advierte sobre la necesidad de un significado complejo más allá de las apariencias.

Si somos apariencia, si aparecemos ante los otros  y ante nosotros mismos, eso debería tener algún  significado.

 A esa búsqueda han consagrado su vida los poetas y pensadores de todos los tiempos.

Gerald Murnane vuelve a intentarlo en este perturbador relato que regresa a la vieja idea de las montañas, los ríos, los mares y las llanuras como metáforas que intentan desvelar el más inefable de todos los misterios: el de la existencia que fluye, y por eso mismo no se deja aprehender.

¿Cómo hablar de una historia y una identidad individual y colectiva si somos apenas chispas minúsculas que brillan y se desvanecen en la noche infinita  del tiempo?

El narrador de Las llanuras es un joven realizador de cine que se propone, cámara en mano, llegar a lo más hondo del misterio de los hombres y mujeres habitantes de esas tierras, acostumbrados a enfrentarse cada mañana y cada noche a lo inabarcable.

 A lo mejor por eso estos  terratenientes  beben tanto y veneran el   trabajo de los artistas: esos individuos empeñados en la tarea desesperada de encontrar  significados en las apariencias.

He ahí el profundo sentido de la heráldica como soporte de una improbable identidad. En este caso la identidad de los habitantes de las llanuras, enfrentados siempre a los hombres de las costas y del interior.

Eso es lo que intuye el narrador, sentado en la  sala de espera de un hotel, donde aguarda el momento de su cita con los terratenientes:

“Algunos de aquellos que esperaban a los grandes terratenientes en el bar del hotel me contaron que sus esperanzas se concentraban en intentar convencer a un hacendado en concreto de que el arte heráldico de su familia derivaba de una serie demasiado limitada de disciplinas. Uno de los aspirantes pretendía mostrar los resultados de sus investigaciones entomológicas y argumentar que los destellos metálicos y los prolongados rituales de una avispa que vivía en un hábitat restringido podrían corresponderse con algo que todavía no había encontrado expresión en el arte de una familia a cuyo mecenazgo  aspiraba”.

La cópula de una pareja de insectos como expresión del anhelo de libertad de  estas familias encerradas en mansiones llenas de libros en los que intentaban descifrar los arcanos de  un mundo siempre haciéndose y deshaciéndose ante sus ojos.

¿Qué sentido tenían el amor convencional y los complicados mecanismos de la institución matrimonial frente al frenesí sexual de los conejos  apareándose una y otra vez en la llanura?

Por lo visto, los humanos habían equivocado una vez más el camino.

Y en el caso de los habitantes de las llanuras buscaban reencontrar el rumbo  en las páginas de los manuscritos, en las figuras de animales, en los personajes de la mitología que florecían  en sus escudos o en los destellos de ámbar del whisky que escanciaban en sus formidables vasos.

Por eso se  admiran ante la presencia de ese realizador de cine que pretende revelar con sus cámaras aquello que son pero que no está en el paisaje, porque en realidad alienta del fondo de cada  uno: lo   que llaman el alma.

Una tarea imposible, desde luego.

Porque los ríos, las montañas, los mares y las llanuras están antes y después de los hombres, pero nunca en los hombres.

foto, concepto.de

Esa imposibilidad es la que empuja a los terratenientes a patrocinar el trabajo de los artistas: todos aspiran que acontezca el milagro. Algo que explique el sentido del amor, del deseo, de los recuerdos, esas múltiples formas del espejismo que es toda vida.

En  su recorrido, el autor nos da algunas pistas sobre su búsqueda inútil:

“Dormí desde la primera hora de la noche hasta justo antes de que saliera el sol. Me levanté, salí al balcón y contemplé el amanecer sobre las llanuras. Me sorprendió descubrir que apenas unos minutos antes del alba, incluso en medio de aquel paisaje, todavía me embargaba la esperanza de que ocurriera algo distinto a la habitual salida del sol. Y aquella mañana más que nunca se me hizo raro verme a  mí mismo como el personaje de una película, y las calles y los jardines que se extendían a mis pies, portentosos ya de por sí, como un  decorado cargado de   redoblada  importancia”.

La existencia como un decorado cuyos códigos  estamos obligados a descifrar. O al menos debemos intentarlo.

Y para eso tenemos que comprender lo más difícil: que los verdaderos viajes son mentales y por eso debemos buscar el paisaje dentro de nosotros mismos, no afuera.


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La dura irrealidad

El manuscrito superviviente

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La Hagadá de Sarajevo, en el Museo Nacional de Bosnia, en Sarajevo. / Cortesía del Museo Nacional de Bosnia.

Publicación original de Antonio Pita para El País, España, lo reproducimos como especial para el mes del idioma |

 

 

Una edición facsímil repasa la tormentosa historia de la Hagadá de Sarajevo, texto medieval judío que llegó a los Balcanes desde la península Ibérica.

 

La Hagadá de Sarajevo, en el Museo Nacional de Bosnia, en Sarajevo. / Cortesía del Museo Nacional de Bosnia.

 

Si pudiese asomarse a nuestro tiempo, probablemente se arrepentiría de no haberla fechado y datado. Pero para el desconocido autor en un desconocido lugar (Barcelona, posiblemente) de la península Ibérica en la Edad Media, la Hagadá de Sarajevo era una copia manuscrita de un texto religioso judío que nunca llevaba colofón. Hoy, su excepcionalidad (apenas quedan una decena similares), la belleza de sus ilustraciones, la información que proporciona sobre la vida de los judíos de la época y, sobre todo, su supervivencia –llena de leyendas– a la Inquisición, la ocupación nazi y la guerra de Bosnia lo han acabado convirtiendo en una de esos libros cuya importancia trasciende a su contenido, como muestra una reciente y cuidada edición facsímil editada en Sarajevo por el museo que la expone, el Nacional de Bosnia. Si la crisis del coronavirus no se lleva por delante el proyecto, dentro de unos meses habrá versiones en francés y español, que se sumarán a las actuales en bosnio e inglés, que van acompañadas de un análisis histórico y artístico.

Una hagadá es el texto ilustrado que leen las familias judías en el Seder, la cena o cenas (una en Israel; dos, en el resto de países) más importante de la Pascua judía, que se celebra estos días. Cuenta la liberación israelita de la esclavitud en Egipto, narrada en la Torá –el Pentateuco en la tradición cristiana– y que los padres tienen la obligación de transmitir a sus hijos. “Vehigadta lebinjá” (Nárraselo a tu hijo), dice el mandamiento bíblico con el verbo de la misma raíz que la palabra hagadá. Hoy, en cualquier comunidad judía se pueden encontrar infinidad de ediciones baratas y versiones para niños o traducidas a otra lengua junto al hebreo. Pero en el siglo XIV (la hipótesis más plausible de nacimiento del texto), las hagadot manuscritas eran una muestra de estatus social y una prueba de la especial relación histórica del pueblo judío con la palabra escrita.

Como en la obra cumbre del premio Nobel Ivo Andric, El puente sobre el río Drina, que repasa siglos de historia de la región a través de un puente en la ciudad de Visegrado (hoy en la entidad de serbia de Bosnia), la Hagadá de Sarajevo ha sido a la vez testigo e hilo conductor de las historias tanto sefardí como bosnia. Eso sí, con agujeros temporales: siglos enteros que han alimentado todo tipo de conjeturas por la ausencia de documentación sobre dónde se encontraba.

“A diferencia de otros manuscritos medievales, las hagadot no contenían colofón, una página con la información del lugar y fecha de producción, o, en el mejor de los casos, los nombres de quién hizo el encargo, el escriba y el ilustrador. Además, solo unos pocos talleres de producción de libros en la España medieval estaban identificados y esta falta de información deja un camino muy estrecho para alcanzar conclusiones concluyentes sobre la fecha y el lugar de producción de la Hagadá de Sarajevo”, apunta Aleksandra Buncic, experta en cultura material judía medieval e investigadora del Comité de Estudios Medievales de la Universidad de Harvard. ¿Qué se sabe hoy casi con certeza? Que fue efectuada en el reino de Aragón, probablemente en Barcelona, en los siglos XIII o XIV. “La opción más plausible es en torno al año 1350”, cuando la ilustración manuscrita estaba entonces en su apogeo en la península Ibérica, precisa Ana Maric, jefa del Departamento de Arqueología del museo. Es una conclusión del análisis de la iconografía, los contenidos y una página con tres escudos, en la que el superior tiene los famosos cuatro palos de gules sobre fondo dorado.

 

La Hagadá de Sarajevo, expuesta en el Museo Nacional de Bosnia, en Sarajevo. ANTONIO PITA

 

La siguiente pista temporal está al final del libro. Es un añadido: “Revisto p[er] mi gio[vanni] dom[eni]co vistorini 1609” (Revisado por mí, Giovanni Domenico Vistorini, 1609), un conocido censor papal de la inquisición muy activo en la revisión de textos hebreos en Módena y Venecia, dos ciudades con importantes comunidades judías. La conclusión lógica es que el libro llegó a Italia de manos de alguno de los judíos que fueron expulsados de la península Ibérica a finales del siglo XV. Allí recalaron bastantes de ellos.

Tras la revisión del censor, tres siglos de silencio absoluto en los que caben muchas hipótesis. La más bonita es que un joven sefardí bosnio fue a la Universidad de Padova (en la que los judíos tenían permitido estudiar Medicina), conoció a una judía local y recibió la Hagadá como regalo de boda. La principal base es una ilustración de una pareja que fue añadida en Italia. Pero no era difícil que el libro acabase en los Balcanes y, probablemente, tuvo más que ver con el trabajo que con el amor. Los sefardíes eran muy activos en el comercio marítimo y uno de los principales centros portuarios era Dubrovnik, hoy en Croacia y entonces en la República de Ragusa, que había estado bajo control de Venecia.

La siguiente referencia data ya de 1894 y es del Museo Nacional, inaugurado pocos años antes bajo los auspicios del imperio austrohúngaro, que entonces controlaba Bosnia. Es el documento de compra de la Hagadá a Joseph R. Cohen, un joven judío pobre que necesitaba dinero tras el fallecimiento de su padre. Cohen cuenta en una carta que pertenecía a su familia desde generaciones y pidió una copia facsímil para poder usarla en Pesaj (la Pascua judía), dado el respeto que sentía su padre por el libro. Años más tarde trataría sin éxito de recomprarlo.

 

Visitantes al Museo Nacional de Bosnia, en Sarajevo, en 2018. FEHIM DEMIR / EFE

 

Ahí empezaron los análisis académicos y el consenso de que se trataba de una obra extraordinaria. “Algunos de los episodios, como el sacrificio de Isaac, la escalera de Jacob o el arca de Noé, contienen interpretaciones visuales innovadoras del texto bíblico sin paralelo en el arte de ese periodo”, apunta Buncic. Fue también el único momento, desde la adquisición, en que abandonó Bosnia. Durante unos años fue analizada por estudiosos en Viena, entonces capital del imperio austrohúngaro. Siguieron dos guerras mundiales (la primera de las cuales comenzó precisamente por el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando) y, ya en los noventa, las de desintegración de Yugoslavia. Pero la Hagadá nunca volvió a saltar de frontera. “Fue una excepción. Hemos rechazado ofertas del Metropolitan de Nueva York y del Louvre”, cuenta en un despacho del museo su director, Mirsad Sijaric.

“La Hagadá se ha vuelto una leyenda de la historia de la ciudad”, asegura el representante de la comunidad judía en Bosnia, Jakob Finci, en una cafetería de Sarajevo. “Siempre ha sobrevivido. Y mientras esté en la ciudad, estará a salvo. Muchos habitantes de Sarajevo no judíos me dicen: ‘Es nuestro libro, es como el Ave Fénix que se levanta tras cada tragedia”. El episodio más conocido –y sobre el que existen más versiones– tuvo lugar en 1942, con Sarajevo ocupada por las fuerzas del Eje. Hay constancia de que un general nazi se desplazó al museo y, tras una charla de cortesía, exigió al director que le entregase la Hagadá. La versión de los hechos más famosa, novelada por Geraldine Brooks en Los guardianes del libro, es que el entonces director le respondió que era imposible porque se lo había dado esa misma mañana a otro oficial nazi.

— ¿Quién?, preguntó el general.

— “No lo sé. No me pareció apropiado pedirle su nombre”, respondió el director.

La realidad parece tener otro nombre propio: Dervis M. Korkut, entonces comisario del museo, que escondió el libro entre su ropa al saber que venía el general. “Fue su idea y convenció al director. Eran buenos amigos y no confiaban en el resto de quienes trabajaban allí”, explica Hikmet Karcic, autor de una biografía de Korkut publicada el pasado enero e investigador sobre el genocidio del Instituto de Tradición Islámica de los Bosniacos, en Sarajevo. En esos meses, el musulmán Korkut también ocultó en su casa a una joven sefardí cuyos padres habían sido enviados a un campo de concentración. Logró para ella documentos falsos que le permitieron escapar de la ciudad. Por ello, él y su mujer, Servet, tienen hoy en el Yad Vashem, el museo del Holocausto de Jerusalén, el título de Justos entre las Naciones, que reciben los no judíos que arriesgaron sus vidas por salvar judíos de los nazis y sus aliados. Ya en 1920 había criticado al Ministerio del Interior por medidas antisemitas y, en 1940, publicado un artículo contra el antisemitismo. Un año después un amigo judío le dio manuscritos judíos que catalogó mal a propósito para salvarlos y firmó una resolución contra los ustasha, los aliados croatas de los nazis que asesinaron a decenas de miles de serbios, gitanos, judíos y opositores.

La mujer de Korkut y algunos de sus amigos han relatado que este entregó luego el libro a un imam que lo escondió un tiempo en una aldea remota. “No conocemos los detalles porque fue nombrado por Yugoslavia ‘enemigo del Estado’, por lo que la narrativa oficial cambió y nadie se atrevió a entrevistarlo cuando salió de prisión”, lamenta Karcic. Otra versión es que la Hagadá fue disimulada en el sótano del museo entre pilas de libros de menor valor. O que fue llevada enseguida a la caja de seguridad del Banco Nacional. En cualquier caso, es allí donde estaba el 6 de abril de 1945, acabada ya la guerra. Y allí volvería medio siglo después, cuando Sarajevo pasó 46 meses bajo cerco serbobosnio y el museo se encontraba en primera línea de fuego.

Desde 2018, la Hagadá se expone en una sala especial del Museo Nacional, gracias a aportaciones de la Embajada francesa en Bosnia y de la UNESCO, que la había incluido un año en Memoria del Mundo, el listado de textos, dibujos, fotografías y películas que ayudan a comprender mejor la historia de la humanidad. El manuscrito apenas se puede visitar una hora los martes, miércoles y el primer sábado del mes, salvo que se haga en grupo. “No podemos abrir más la sala por falta de dinero para pagar al personal. Y no soy muy optimista sobre que podamos aumentar el número de días”, admitía Sijaric antes del cierre por la crisis del coronavirus. El museo tiene tres millones de piezas, pero muchos de los 100.000 visitantes al año “vienen solo a ver la Hagadá”, reconoce Maric. Son principalmente grupos de Estados Unidos, Israel y Australia, nacionalidad de Brooks, la novelista que convirtió la historia del manuscrito en best-seller.

 

LA LETRA HEBREA QUE CONFUNDIÓ A LOS INVESTIGADORES

 

 

En el primer análisis de la Hagadá, en 1898, poco después de su adquisición por el Museo Nacional de Bosnia, David Heinrich Müller y Julius von Schlosser apuntaron erróneamente a que databa de finales del siglo XIII o principios del XIV. El motivo: una mezcla de una confusión sobre una letra hebrea y una coincidencia. Al final del manuscrito hay una nota de compra, ya en Italia, que señala que fue vendida el domingo 25 de agosto de un año que aparece escrito con las letras hebreas ‘ain’ (ע) y ‘resh’ (ר), cuyo valor numérico equivale a 270. En el calendario hebreo los años se cuentan a partir de la considerada fecha de creación del mundo (ahora mismo estamos en el 5780) y se suele omitir la cifra del milenio. El cálculo equivale al 1510 después de Cristo, ya que el escriba había invertido el orden de la letra que marca las decenas y la de los centenares para evitar formar la palabra “רע” (malvado), una costumbre que ha llegado a nuestros días. Pero la letra ‘resh’ es bastante similar a la ‘dalet’ (ד), por lo que Müller y Von Schlosser se confundieron y pensaron que la suma numérica era 74 y, por tanto, la fecha, 1314, en vez de la correcta de 1510. Un error que quizás no habría tenido recorrido de no ser porque en ambos años el 25 de agosto cayó en domingo, explica Shalom Sabar, investigador de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en el volumen que acompaña al facsímil. Hoy, los investigadores coinciden en que el libro recaló en Italia ya tras la expulsión de los judíos de la Península Ibérica a finales del siglo XV. En la nota de venta, la palabra agosto está, de hecho, escrita en italiano en caracteres hebreos.

 


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