sábado, abril 26, 2025
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Milagro en Barichara: Yo tengo ya la casita

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Y esa casita es un jardín, llena de plantas verdes en plena gala de sus flores, y de raíces que se desenvuelven sinuosas, perezosas, como abarcando el espacio que delimita el mundo de Eulalia Villescas, la hija de Don Nico.

En la abundancia de su vivienda, hermosa en su sencilla hechura de tapia pisada, como muchas de las que se construyen tradicionalmente en Barichara, Santander, Eulalia recuerda a su padre y la manera cómo él, habiendo perdido la finca de la que derivaban su sustento, y después de que su esposa, la madre de Eulalia, murió, sintió la preocupación por la hija, madre soltera de dos pequeños, y pensó que tal vez él, muy mayor como estaba, también podía morirse.

Le propuso invadir un pequeño terreno abandonado, situado al borde de la carretera que conduce a la vereda El Caucho, para hacerle en él una casita en la que pudiera vivir con sus dos hijos. Como muchas de las historias de la gente pobre de recursos materiales, pero abundante  en inventiva y entusiasmo, empezaron a construir. Primero una habitación y la cocina, después un baño. También con la ayuda y aportes de sus vecinos, se hicieron esta vivienda en la que hoy Eulalia recuerda al padre y abuelo, y todo lo que él hizo por ellos.

Porque las gracias de don Nico no terminaron ahí.

A los setenta y ocho años, un día cualquiera, en respuesta a una solicitud de su nieta para que le hiciera un canasto con el cual cumplir un deber escolar, el abuelo se puso en la tarea de tejer el bejuco que tradicionalmente había conocido a orillas de una quebrada cercana. Campesino de entraña, sabía darles forma a los tallos alargados que, apenas verdeando y llenos de savia por dentro, se dejan trabajar hasta ir conformando recipientes a partir de un primer tejido o “araña”, que sirve como punto de partida.

A ese primer canasto siguieron otras solicitudes. Eulalia le pidió que le hiciera una vasija para disponer la ropa sucia, la misma que don Nico trabajó con ese gusto que, después de convertirse en canastero famoso, siguió conservando por estas piezas sencillas. Lo que se inventó don Nico fueron recipientes útiles y objetos decorativos, que le fueron saliendo desde adentro de su ser de hombre de campo. Y mientras los hacía, siguiendo algún tipo de voz interior, se fue haciendo visible, en la medida en que algunos de los residentes de altos ingresos que habitan en Barichara conocieron y empezaron a admirar su trabajo.

Estando Eulalia, como empleada en la cocina de un restaurante escolar, en una ocasión recibió la visita de la dueña de un café muy reputado en la región, el café Alfanía. La señora en cuestión vio los canastos y preguntó quién estaba haciendo eso tan bonito, y encargó una cierta cantidad. Posteriormente otros habitantes de la región, dueños de hoteles o restaurantes, vieron las obras de don Nico.

Y entonces, comenzaron los pedidos.

Empezaron a cobrar conciencia de lo que les estaba sucediendo cuando después de una de las primeras ventas recibieron, hace quince años, doscientos mil pesos. Era una suma muy alta para ellos, tal vez nunca habían visto esa cantidad de dinero junta, porque en esa época Eulalia ganaba apenas cuarenta mil pesos semanales, y con su pago era que se sostenía toda la familia.

Esta historia es valiosa no solo por el recorrido desprevenido y lleno de pequeños gestos o hechos que cambian el mundo de las personas.

Tiene fuerza por la mujer que la cuenta.

Su voz, de una vehemencia que las dificultades propias de la vida llena de privaciones no han podido mancillar, me fue narrando los hechos con una precisión que solo podía compararse con la sorpresa que recorría su mirada, asombrada aun hoy mientras se daba a la tarea de desandar nuevamente los pasos que los fueron llevando a consolidar la vida que hoy llevan.

Pero no todo fue tan evidente en esta historia como la belleza de anturios y orquídeas que, proyectando su vitalidad hacia un futuro incierto, adornaban el patio central de la casa. En el recuento que me hizo Eulalia aparece el temor, escondido debajo de las mantas en las que dormían plácidamente seis cachorros que parió la perra de la casa. Ese miedo era apenas la insinuación de una cobardía que procede de la incertidumbre, de lo que significa hacerse cargo del propio destino.

Eulalia no se decidía a salirse de su trabajo como empleada de servicio doméstico, y menos se atrevía a aprender a hacer los canastos, no creía que sus manos pudieran seguir aquel camino desconocido, ese que venía desbrozando el viejo pacientemente mientras pasaba las horas entorchando raíces.

Pero las circunstancias urgían.

Don Nico envejecía y empezó a rondar la certeza de que un día, no muy lejano, ya no estaría allá para alegrarlos con su presencia, y para preservar la incipiente economía familiar de los canastos que tanto bienestar les había proporcionado.

Así, forzada por las circunstancias, Eulalia tuvo que decidirse.

“Yo sé hacerlos”, le dijo a su padre, pero no había tal, porque no es solo saber, se trata de una cuestión de práctica en la que se juega una delicada interacción entre el lazo, delgado tronco viviente, y el movimiento de los dedos, y los suyos estaban aún entumecidos por la inexperiencia. Se escondía para hacer sus ensayos, y para que don Nico no la viera malograr el material, rebelde entre sus manos bisoñas. Lloraba, intentando descifrar los secretos que vuelven maleable la rama, bregando por acceder a la ciencia de tejer con gajos biches, que por momentos se le hacía ajena e inalcanzable.

Pero la genética vino en su ayuda, al tiempo que la auxiliaba esa paciencia de madre sola habituada a vencer todas las barreras por el amor y el instinto de sacar adelante a sus vástagos.

También su hijo Diego, quién le mostró con el ejemplo que aun siendo un chico que apenas despuntaba la adolescencia, ya se hacía con el oficio y avanzaba a pasos agigantados de la mano de su abuelo, aprovechando para ello los momentos en los que descansaba de la escuela.

En aquella casita de la vereda El Caucho en Barichara Santander, cada elemento que se encontraba dispuesto era parte de un universo. Así el jardín con sus plantas florecidas, como los muros de tapias, el bejuco que se acumula en las zonas de trabajo, o los productos ya elaborados, en donde los brotes se entrelazaban gozosos para dar como resultado canastos cuyo aspecto estético porta un secreto ancestral y desconocido.

La imagen de don Nico, quien falleció hace ya unos años, alterna con la presencia de los pequeños cachorros distendidos en su lecho, también hecho por estas manos sabias; y todo ello refuerza una solidez, un trayecto seguro que ha dirigido a la familia con tesón y firmeza, fuertemente enlazada a su tierra, a través del tejido hecho de tallos de bejuco, para alcanzar una nueva condición que ha venido a dar forma y sentido a su existencia.

Parlando con la cebra

►Escucha la narración de Eulalia sobre cómo construyeron la casita haciendo clic aquí

Escucha la historia de Eulalia sobre cómo empieza su papá tejiendo canastos en bejuco, haciendo clic aquí

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Conchita en su reino Wayuu: unas manos para tejer el mundo

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De viaje por la Guajira, ese territorio anhelado y desconocido, que figuraba en mi cabeza como un imposible Wayuu, una vasta extensión poblada de indios  y contrabandistas.

Nuestra primera estación fue en la Ranchería de Conchita.

Así me dijeron que se llamaba ella y, concentrada en esa referencia, olvidé preguntar si se trataba de un sobrenombre.

Un mundo ordenado por una deidad guajira, así es la estancia que ella dirige, orbe de piedras, arena, maderos, plantas de desierto, ollas de barro, mesas de tablas, y un móvil que viene a ser el eje sobre el que giran las extremidades invisibles que dan movimiento al tiempo.

Una casa de palitos, como las de los cuentos infantiles, donde el piso es de piedras, y el techo está forrado en hojas de palmera.

Una mujer que teje con sus manos los hilos que guardan las tradiciones de sus ancestros, y que lo hace usando técnicas diferentes a las que dominan las demás tejedoras del lugar.  Sus mochilas son especiales, sus urdimbres más cerradas, de acabados más finos, y ella, una princesa, en la expresión y dominio del entorno cercano, señora de sus arenas, diosa de los mares que lamen suavemente las orillas de su territorio.

En un rincón de la estancia que sirve como comedor y zona de trabajo para realizar los tejidos, se despliega una fotografía en la que se la ve ataviada con sus prendas de gala, en posesión de una de sus creaciones más hermosas, es lo que podría venir a entenderse como un estandarte, como el escudo de armas de esta soberana de los desiertos tropicales, habitante de las areniscas que se extienden infinitas hacia el mar, en la zona más norte de un país de fábula, Colombia.

Volviendo a recorrer esa imagen que funciona como emblema del mundo de Conchita, pienso que podría detenerme en el exquisito collar, a juego con los pendientes, gestos de soberanía, que tal vez habrían sido los mismos que deslumbraron los europeos a su llegada a estas tierras, cuando así se miraron, de dioses a dioses, en el reflejo de sus respectivos metales.

Ellos, espada en mano hecha de destellos amenazantes. Los otros, los de aquí, al dominio de su dignidad de jefes tribales ataviados con el precioso y maldito metal, plenos en el brillo y la dignidad de su condición de hijos del sol.

Pero luego me rehago de esa primera impresión, que es la observación más obvia, el gesto premeditado hacia el que tanto la protagonista como el que así la dispuso para tomarle el retrato, querían provocar y fijar en la imaginación del observador.

Entonces, me deslizo desde sus ojos, que enfrentan a quien la mira con la seguridad complaciente de quien se sabe ocupando un lugar bien establecido, es una mirada proyectada a la lejanía que presenta el gesto de abarcar la extensión de su territorio; luego desciendo por la boca, dispuesta a medio camino entre la meditación profunda y la sonrisa, una manera de ser anfitriona pero que marca una distancia evidente, un  querer decir “te acojo pero no te acerques demasiado”; y finalizo en la mano, la única que se ve en el retrato, asida a la mochila, amorosa y firme mientras la empuña como blandiéndola, al punto que parece sostenerse en ella.

Considerándola a la distancia, la composición se me antoja lógica, en tanto la recorro a partir de las fotografías, las zonas exteriores o lo que podría denominarse el paisajismo de toda la estancia. Todo ello me remite a los delicados toques que adornan el escaso jardín, vergel de desierto. El contorno posee una estética que aporta tranquilidad, una armonía hecha de pequeños elementos dispuestos en un orden desconocido para los no iniciados.

Construcciones, decorados exteriores e interiores, tejidos, las arenas y el mar, todos se funden en un solo universo que empieza a incluir al visitante, lo va atrayendo hasta engullirlo completamente, arrojándolo a la playa en el convencimiento de lo innecesario de salir de allí, retenido por los encantos de esta isla de Ogigia ubicada a destiempo enfrente de la vastedad del mar caribe.

El hechizo que allí se ejerce está forjado también por la comida. La alimentación es a base de langostas como salidas de una profecía bíblica, animales de aguas saladas y profundas, que se presentan a la mesa en la desnudez de caparazones abiertos y carne blanca sazonada justamente con sal, ajo, y aceites aromáticos. El pescado, dispuesto en fuentes, se deshace al contacto con los jugos que gozosamente segregan los comensales por las comisuras, y todo el conjunto se complementa con plátano frito en abundancia, ingrediente necesario pues provee el equilibrio que asegura su ser de fundamento imprescindible y exquisito.

En el centro de gravedad orbita Conchita.

De ella parecen emanar las certezas que entregan al visitante las medidas exactas del tiempo y la distancia. Partiendo de su estancia se pueden visitar el Cerro Pan de Azúcar, formación rocosa de altura proyectada a la furiosa belleza de las aguas, las playas Ojo de Agua que rematan en una piedra con forma de tortuga; o recorrer a pie la escalada que separa el litoral de la elevación del faro, para hacerse un lugar entre la muchedumbre de visitantes y ver el atardecer, teniendo la sensación de estar en un navío que se desliza de manera muy suave, casi imperceptible, por la masa húmeda y furiosa del mar de las Antillas, abierto en perpetua entrega amorosa hacia el Océano Atlántico Tropical.

Conchita me despidió con la suavidad de su voz de hembra guajira, me contó de las exposiciones que visita para exhibir sus tejidos, de los hombres y mujeres acaudalados que la visitan. Sabe lo que es ella. Aun en la sencilla riqueza de su ranchería Wayuu, regenta su propiedad en la certeza de su ser único, de su fuerza que le viene de la consciencia de su etnia. Mujer de fiereza amigable y acogedora, presencia que le viene desde los ecos tardíos de antiguos y poderosos cacicazgos.

Filamentos que se trenzan a través de los movimientos sabios de sus dedos, que unen el presente y el pasado, que dan sentido a su vida y a lo que la rodea, y de paso, van agregando nuevos significados a nuestra propia existencia.

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Intercambio de mujeres para construir el buen vivir

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Este mes lo dedicamos a reactivar algunos contenidos relacionados con las mujeres de nuestra región, realizados desde La cebra que habla a lo largo de su existencia. Los contenidos están relacionados con el trabajo cotidiano de las mujeres, actividades que hacen la diferencia en el día a día porque van relacionadas a cumplir sus sueños, a cambiar su entorno y/o a trabajar en comunidad.

Incluimos en este especial de #MujeresenMarzo el trabajo de las mujeres de Puerto Boyacá quienes a través del intercambio de saberes con otras personas en diferentes lugares de Latinoamérica, buscan compartir experiencias y soluciones para los problemas de contaminación y las afectaciones que sufren por la presencia de las empresas petroleras en sus territorios.

 

 

Mujeres construyendo el buen vivir para Puerto Boyacá

Un colectivo de mujeres de Puerto Boyacá, involucradas en el proceso de defensa de la Ciénaga de Palagua y la Serranía de las Quinchas (ecosistemas depredados por actividades extractivistas), se articulan en torno a espacios de educación popular, un trabajo en el que cada vez se suman más mujeres.

El objetivo es aprender a organizarse y poder reclamar su derecho natural a incidir en la toma de decisiones territoriales, luchar por la permanencia en sus territorios, buscar justicia social, ambiental y económica, explorar alternativas de subsistencias que las liberen de la dependencia del sector extractivo que tanto daño hace al medio ambiente, a la cultura política, a la seguridad ciudadana y al tejido social.

El siguiente documental da cuenta de su trabajo:

 

 

Laura González, la joven pereirana que se mueve en las aguas profundas del Hockey Subacuático

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Con un título y un subtítulo mundial en su vitrina de trofeos, Laura González ha decidido concederse una tregua en el deporte para finalizar sus estudios y, de paso, asomarse a otros posibles destinos


 

La escuela del agua y la tierra.

Diego Hernando, su padre, la recuerda muy niña, galopando a lomo de un cerdo cebado por el primo Octavio para la comilona de Navidad.

Como si nada, la pequeña Laura le dio varias veces la vuelta al patio aferrada al pelambre del animal que no paraba de dar brincos, desconcertado por una carga para la que no estaba hecho.

“Esa fue su primera escuela, dice Diego, un hombre que lleva varios años metido en el negocio de la marihuana medicinal.

Después vendrían las enseñanzas de sus tíos Julio, Carlos Andrés y Mauricio, de por si habituados a las aventuras de la naturaleza. Descendientes de campesinos, como buena parte de los habitantes de Colombia, mis hermanos y yo aprendimos ciencias naturales en contacto directo con vacas, perros, sapos, cabras, caballos, peces, abejas, gusanos y cuanta criatura del agua, el aire y la tierra usted se pueda imaginar”.

A eso habría que sumarle los paseos con sus abuelos paternos, Alicia y   Ovidio, habituados de suyo a tener una granja entera en el patio de su casa.

 

 

Algo así como un Arca de Noé terrestre y en miniatura.

Quizá por eso el animal favorito de Laura es la vaca.

“Las salidas con mis abuelos eran algo así como paseos sorpresa. Uno preparaba ropa para ir a los nevados y de repente, en la mitad del camino, cambiaban de ruta y terminábamos en Cali, sudando de lo lindo bajo unas prendas hechas para clima frío. Cosas como esas me prepararon desde muy temprano para la vida. Por eso digo que tengo espíritu de camionera. Soy, como quien dice, cross-over en materia de música, comida, ropa y viajes: me le mido a lo que sea sin ningún problema, y eso se lo debo a las enseñanzas de mis abuelos y mis tíos, que están todos locos. Por eso me gusta decir que en muchas cosas de la vida soy camioneruda.

 

 

“Otras veces era alguno de mis tíos el que me tomaba de la mano; caminábamos hacia los sitios desde donde salían los jeeps y sin darle muchas vueltas partíamos hacia cualquier vereda o corregimiento. Comíamos lo que vendieran en las fondas, corríamos por los potreros y terminábamos metidos en algún río. Creo que, viéndolo bien, fui bautizada en muchas ocasiones”.

Laura se enfrenta al mundo con una sonrisa ancha y luminosa, a modo de conjuro para llamar la dicha y espantar al infortunio. Hija de Diego y Diana, nació en 1995 bajo el sello de Escorpión, un signo marcado por el elemento agua.

 

 

“Tenía cuatro años cuando empecé a llevarla a las piscinas de la Villa Olímpica”, declara Diego con el orgullo de esos padres que muy temprano vieron cómo sus hijos empezaban a labrarse su propio camino.

“El cuento es que al poco tiempo ya no nadaba con niños. Intuyo que, sin ser consciente de ello, intentaba medir sus fuerzas con las de los adultos. Desde pequeñita se estaba preparando para algo”.

 

Los desafíos del agua

Y ese algo era el hockey subacuático.

Pero todavía faltaba un buen trecho para eso.

Hasta el grado sexto de bachillerato Laura cursó sus estudios en el colegio Gimnasio Pereira, donde descubrió otra de sus grandes pasiones: la Historia.

“Ahora estoy leyendo un libro sobre la historia de los Romanov, un regalo de mi papá que no paro de disfrutar. Me encanta conocer los mecanismos del poder tanto como las estrategias de quienes lo detentan. Aunque no me interesa la política si me inquietan sus efectos en la vida de la sociedad a través de las distintas épocas. Por eso cada vez que cae en mis manos un libro sobre las guerras mundiales me sumerjo de lleno en su lectura”.

 

 

Y esta chica sí que sabe de sumergirse.

En 2012, cuatro años después de haber llegado a Medellín a continuar sus estudios en el colegio Calasanz, empezó una aventura distinta bajo el agua.

“Ya no se trataba solo de nadar, sino de explorar otras posibilidades. Así que en enero de 2012 empecé a incursionar en el hockey subacuático, en un semillero donde había que practicar todos los días y de una quedé atrapada por este deporte. Tanto, que había empezado a estudiar medicina, pero la dejé con tal de disponer de tiempo para entrenar. Fue así como terminé estudiando Negocios Internacionales en la Universidad Santo Tomás. Ese fue el comienzo de un camino largo, duro y dichoso, que nos llevó a ser campeonas del mundo en España en el año 2015 y subcampeonas en Australia en 2017, donde perdimos con Nueva Zelanda, toda una potencia mundial.”

 

 

Llegar hasta allí implica sumergirse en una piscina de 3 metros de profundidad por veinticinco de largo. Equipados con aletas y caretas, los jugadores deben empujar con un pequeño garrote una pastilla de plomo cuyo peso alcanza los 1200 gramos. Para marcar un punto deben introducirla en una canaleta que suena cada vez que uno de los equipos se anota un tanto.

 

 

Mientras se alcanza ese momento los deportistas deben aguantar la respiración sin otro respaldo que el de sus pulmones.

“¿Se imagina usted lo que es estar a punto de anotarse un tanto y al mismo tiempo sentir que los pulmones no dan más?” Pregunta Laura. Y ella misma responde.

“A esa altura del cuento no queda otra alternativa que aguantar al límite de las fuerzas, pues tanto esfuerzo no se puede desperdiciar a última hora. A lo mejor no se vuelve a presentar una oportunidad de esas durante el resto del partido. Esta es una disciplina muy exigente. Por eso los relevos son permanente y la preparación corresponde a un deporte que combina en un mismo tiempo y lugar la natación, el hockey y la apnea”.

En las redes del mundo

Pero estos deportistas no solo deben enfrentarse a los desafíos físicos y mentales que implica el hockey subacuático. Éste último no es ajeno a la indolencia y a la complicada urdimbre burocrática que debe sortear el ejercicio de lo público en América Latina en general. Laura González ha padecido ese mundo en la propia piel.

 

 

“En esto es más importante el esfuerzo propio y el de nuestras familias que el aporte oficial. Bastará con decir que la Federación de Actividades Subacuáticas no sirve para nada. Le sacan recursos al gobierno, pero estos nunca llegan a los reales beneficiarios. Por su lado, para acceder a los recursos de ley los deportistas debemos pasar por una sucesión de trámites que a veces conducen a un callejón sin salida. Muchas veces ya terminaron los torneos y uno tiene que seguir luchando para que le entreguen los dineros. Si a eso le suma los pillos que rondan por todas partes, tendrá una medida de lo que esto significa. El año anterior, por ejemplo, ya a punto de partir para Australia, nos robaron treinta y dos millones de pesos recogidos con nuestro esfuerzo y el de las familias. Sin embargo, en medio de todo debemos reconocer el respaldo de entidades como la Secretaría de la Mujer, que aportó lo suyo para nuestro desplazamiento”.

 

 

La vida fuera del agua

Cuando no está sumergida en una piscina de cualquier lugar del mundo, Laura se consagra a sus estudios con una tenacidad que la hizo merecedora de una beca en La Universidad de Lima, de donde acaba de regresar. Caminando bajo el cielo gris de la capital peruana aprendió a querer de otra manera los atardeceres rojos de su ciudad natal.

Cada ciudad tiene su propio ritmo y su manera particular de conectarse con quienes la recorren. El en el caso de Lima, Laura aprendió a disfrutar la diversidad de su arquitectura, la sazón de la comida y también las librerías de viejo donde ha descubierto auténticas joyas durmiendo en algún anaquel.

 

 

“En una de esas librerías, encontré un curioso libro titulado Manual del Cafetero Colombiano, publicado en 1958 por la Federación del ramo. Todavía me pregunto por qué caminos llegó a esas tierras. Me impactó tanto que se lo traje de regalo a mi padre para la navidad. Además, el precio era una ganga: 2 soles”.

Son muchas las cosas que uno descubre cuando no está en competencia. La comida por ejemplo es toda una revelación. En Australia comí canguro y en Perú disfruté la carne de alpaca. Claro que si mi abuelito Ovidio se comió una vez un pez bailarina que me habían dado de regalo, no hay mucho de qué sorprenderse ¿No?”

 

 

Al lado de sus compañeras de equipo, llamadas casi todas María, Camila y Mariana, se embarcaron una vez en el montaje de una obra teatro que les sirvió para varias cosas: descubrirse poseedoras de nuevos talentos, explorar otros lenguajes y, de paso, obtener algún dinero para financiar los viajes.

“Esa fue una experiencia muy linda, pues en la vida habíamos tenido contacto con el teatro. Ensayábamos con la misma disciplina y rigor que le dedicábamos al hockey. Fue tal el alcance que incluso la presentamos en Australia ante un auditorio que no paró de aplaudir. Esas sí que son sorpresas que nos da la vida, como dice la canción”.

 

 

Una tregua momentánea

Con un título y un subtítulo mundial en su vitrina de trofeos, Laura González ha decidido concederse una tregua en el deporte para finalizar sus estudios y, de paso, asomarse a otros posibles destinos. También para dedicarles más tiempo a sus mascotas, a su novio Mateo, también jugador de hockey, y a su pequeña hermana Alejandra.

“No abandonaré el hockey, desde luego. Pero ya no tendré la enorme presión de los campeonatos mundiales. Además, todo el tiempo hay torneos en distintos países, a los que espero tener la oportunidad de asistir. A nivel local tenemos competencias permanentes en Cali, Medellín y Bogotá. Allí habrá suficientes espacios para seguir disfrutando”.

 

 

Escuchándola hablar en el balcón de su apartamento, con el Alto del Nudo como telón de fondo, Diego Hernando González recuerda los días en que Diana, la madre de Laura, la enviaba en las mañanas vestida como una princesita y entre el padre, los abuelos y los tíos, la devolvían al caer la tarde hecha un amasijo de plastilina, mugre y barro luego de pasarse el día entero entre el bestiario familiar y los rastrojos del vecindario.

De ese tamaño fue su iniciación en los gozosos misterios de estar viva.

 

 


Esta entrada se publicó originalmente el 5 de enero de 2018, la reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo

Bulevar de los héroes

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 De ver pasar |

Cuando uno nace con miedo necesita de una figura mayor, entre misteriosa y aguerrida, que lo proteja. Ese fue mi caso. Nací con miedo. Miedo a las ratas, a las cucarachas, a los perros Dóberman, a los gatos Angora. Miedo a la gente con sombrero. A los campesinos con machete y carriel.

Miedo a la correa de mi madre.

Esa sensanción de vivir indefenso se trasladó a los alrededores del parque principal de mi pueblo. Había allí una atmósfera enrarecida. No sabía explicar su impacto, solo sabía sentirlo. Porque uno a los nueve años siente, actúa y piensa poco. De ese activismo irracional surgió el uso de la cauchera para matar tórtolas. Todo parecía tranquilo, envuelto en una amabalidad silenciosa. Todo estaba en aparente orden, mientras el carnicero de la esquina destazaba un cerdo y el zapatero de la otra cuadra le daba horma a una suela de caucho.

Sin embargo, en cualquier momento esa tranquilidad era rota por el rumor de una noticia: mataron al menor de los Flórez. Le hicieron un atentado a mi tío en la finca de La Sombra. Doña Bertina, la matrona de La Quiebra, juró desterrar a los cachiporros que comparten con ella los linderos de sus tierras. Hablo de historia patria. Hablo de un miedo generalizado.

Hablo en realidad de pequeños y frecuentes cuadros de costumbres.

Imaginemos una visita al dentista, una mañana en que “dos gallinazos pensativos (…) se secaban al sol en el caballete de la casa vecina”. Sugiramos que el paciente es un alcalde que lleva cinco días sin poder dormir. Tiene una muela dañada que le ha impedido afeitarse la mejilla derecha y el dentista, un hombre adusto y poco hablador, le informa a su cliente, después de haberse negado a atenderlo, que le sacará la muela sin anestesia. Entre uno y otro se impone la distancia, el resquemor, una historia de silencios. Justo cuando el dentista aplica mayor fuerza en su brazo para extraer la muela dañada, sentencia:

“–Aquí nos paga veinte muertos, teniente”.

Pues bien, en el centro de ese miedo social y dental aparece mi padre con un regalo en su maleta de viajero: los primeros números de unas revistas de aventuras que mi viejo adquiría en un kiosco del centro de Pereira. Cada una costaba 5 pesos. En venezuela 1 bolívar. Eran revistas pequeñas, olorosas a tinta, coleccionables, cuyas portadas en colores anunciaban mundos exóticos y en crisis, narrados bajo el imperio emocionante del cómic y el diálogo certero en globitos dinámicos. Mientras esto escribo, observo la portada de la revista 53 de Kalimán, el hombre increíble. Lo increíble es lo que esa portada prefigura: el atentado terrorista del 9-11. Solo que en la realidad de este relato de papel estamos en la década del setenta y el ataque a la tierra lo protagonizan platillos voladores. Una nave parte en dos un edificio emblemático de una posible Nueva York sitiada.

Me tranquilizaba saber que el miedo traspasaba las fronteras de mi pueblo. En esta ocasión Kalimán debía detener el instinto criminal del profesor Zeland, dispuesto a exterminar la tierra con su escuadrón de platillos voladores. Entre tanto, más allá del Salón de la Justicia, Tamakún, el vengador errante, se enfrentaba a los poderes siniestros de la bruja Mamá Coleta, una astuta anciana capaz de robarles la belleza a las mujeres jóvenes. Desde las altas montañas, desde “el nido de las águilas desciende a las praderas Águila Solitaria”, un apuesto indio de gimnasio, líder nato de su tribu apache, cuya misión ahora es liberar a su bella esposa Shiu y su hijo Kei, prisioneros en el barco pirata del capitán Morgan. Mientras esto sucede en aguas marinas, Arandú, el príncipe de la selva, neutraliza el accionar de facinerosos que extraen de los territorios de pumas y leones sus recursos más preciados.

Saber que el miedo y el temor a convertirse en víctima de la violencia imperaban en el mundo, menguaba el miedo infantil. Saber que en algún rincón de la tierra el accionar de Arandú, de Tamakún, de Orión, el atlante, de Batman, de Santo, el enmascarado de plata, buscaba hacer justicia e imponer el orden, suavizaba el temor de seguir creciendo en solitario. Si algo nos enseñó Emma Bovary fue a borrar la línea entre realidad y ficción. El efecto de leer aquellas revistas de aventuras era genial: estábamos a salvo.

Cuando veo en la calle cómo se exhiben estas revistas y cómo, por su valor de material exótico, su precio se ha elevado, pienso en la maleta viajera de mi padre y pienso en los efectos de esa educación sentimental que recibimos por esta vía de papel proveniente de México. No hay nostalgia en reconocer la raíz de donde emana nuestra cultura. Tampoco hay vergüenza en aceptar que es más fácil crecer, hacerse joven con acné, sabiendo que hay héroes dispuestos a salvarnos de todo mal y peligro.

Ilda Luz Silva, Mujer Comfamiliar 2017: Un sueño plantado al comienzo del Arco Iris

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Menuda, ágil, de ojos vivaces, con una sonrisa siempre dispuesta y una fortaleza a toda prueba, Ilda Luz identificó muy temprano las dificultades de una comunidad olvidada de la mano de Dios…Y de los alcaldes de Pereira.


La vida no es una fábula

Los viejos cuentos infantiles decían que en el lugar del nacimiento del arco iris se encontraba oculto un tesoro y que quienes sortearan pruebas durísimas podrían quedarse con él.

Ilda Luz Silva escuchó de niña el relato. Pero ya grande decidió que, dada la incierta índole de ese tipo de tesoros, lo mejor es construirlos con el propio esfuerzo y con la ayuda de la comunidad.

Sus padres, María y Carlos, campesinos de toda la vida, sabían de esfuerzos y se los inculcaron a sus hijos.

Ilda Luz se contaba entre ellos y aprendió bien temprano la lección.

No por casualidad es una de las líderes comunitarias de San Isidro, vereda de Puerto Caldas, un corregimiento situado entre Pereira y Cartago. Un asentamiento de campesinos muy pobres que se inventan la vida en medio de uno los vecindarios más ricos de la región: Cerritos, el territorio de los dueños de haciendas y el de los habitantes de condominios de lujo que brotan año tras año en medio de esas tierras ardientes, vecinas de los ríos Cauca y La vieja.

 

Fotografía: Diego Val.

 

“Por uno de esos azares de la vida errante de mis padres fui a nacer en Jambaló, un poblado del Departamento del Cauca. Mi viejo trabajó toda la vida en la hacienda El Cofre. Allí se cultivaba sorgo, maíz y soya para proveer a grandes empresas del sector de alimentos para animales. Un día de arrebato los viejos emigraron hacia Jambaló, para volver luego a estas tierras donde ha transcurrido mi vida”.

 

Con el sol a las espaldas

 En San Isidro se nace, se vive y se muere con el sol a las espaldas. Incluso en las temporadas de invierno, un calor agobiante acompaña como un lazarillo las actividades de sus habitantes: de los agricultores que van al trabajo. De los niños y jóvenes que caminan hacia el colegio, de las amas de casa que salen en busca de la compra y de los maestros que llegan a compartir sus aprendizajes con quien desee escucharlos.

Menuda, ágil, de ojos vivaces, con una sonrisa siempre dispuesta y una fortaleza a toda prueba, Ilda Luz identificó muy temprano las dificultades de una comunidad olvidada de la mano de Dios… Y de los alcaldes de Pereira.

Pero en lugar de lamentarse por el olvido oficial, Ilda Luz y sus amigos se lanzaron a la tarea de cambiar las cosas sobre el terreno sin esperar ayuda del cielo o de la tierra.

 

“Todo el mundo conoce las afugias que viven las comunidades donde reina la pobreza y todas las dificultades y lacras que esta conlleva: deserción escolar, desnutrición, drogas, violencia intrafamiliar, desempleo, prostitución, delincuencia juvenil. También sabemos que las organizaciones criminales ven allí la oportunidad para enganchar muchachos en sus fechorías. Pero a mí me enseñaron a mirar la vida de otra manera. Así que un día de hace veinte años, en una reunión con líderes de Puerto Caldas y San Isidro nos planteamos la necesidad de iniciar un trabajo que empezara a transformar desde la base la vida de nuestros habitantes.

De entrada, teníamos claro que no íbamos a ponernos en las manos de los políticos. Entonces nos formulamos dos preguntas. La primera fue: ¿Cuáles son nuestros problemas? La respuesta unánime fue: todos.  Luego surgió la pregunta clave ¿Cuál es nuestro capital para empezar a resolverlos? A la que todos respondimos en coro: La imaginación, la creatividad, el esfuerzo, la voluntad y las ganas de ponerle el pecho a la vida.”

 

Fotografía: Ilda Luz.

 

Y empezaron a trabajar con los niños de la comunidad.  Los nombres de quienes emprendieron lo que en principio parecía una utopía son muchos. Pero Ilda Luz recuerda a personas como Luis Fernando Noreña, Julián David Zuluaga, más conocido como Motato, además de Sofía, Bárbara, Alejo, Zoelia y Paola. Cuidándose de no cometer alguna injusticia, ofrece excusas a quienes haya podido omitir en una enumeración que se haría bastante larga.

 

“Quienes no conocen la vida de una comunidad como esta creen que todo se resuelve mandando comida, tejas, ladrillos y ropa. No negamos que eso sea importante, pero los retos de fondo eran otros. Se trataba de transformar la vida, no de resolver las angustias del día. Fue así como, luego de entusiastas conversaciones regadas con aguapanela y parva, entendimos que el arte y la cultura eran claves en el logro de lo que nos proponíamos.

Entonces empezamos a organizar talleres de música, danzas y dibujo. Con ese objetivo se nos unieron personas que ya tenían conocimiento de esas artes. Además, contábamos con el acompañamiento de los profesores de las instituciones educativas. Y arrancamos”.

 

La vida en imágenes

En esas andaban cuando alguien soltó una idea que en el momento parecía descabellada: La creación de un Cine Club.  Un par de escépticos soltaron la pregunta:

“¿Un Cineclub en un territorio agobiado por carencias materiales urgentes?”

Por eso mismo, insistieron los entusiastas. El Cine club no solo le ofrecerá la gente opciones de uso del tiempo, sino que les dará alas y herramientas para mirarse de otra manera”.

 

Fotografía: Ilda Luz.

 

Y lo crearon. Se llamó Cine Club Chihuahua. Todavía hoy es uno de los emblemas de la transformación de la vida cotidiana en San Isidro. Cada uno a su manera los asistentes encuentran algo de su propia historia en los contenidos de las películas. De paso, intuyen que otros mundos son posibles. Por ejemplo, cuando vieron Los niños del cielo, la película del director iranio Majid Majidi, muchos descubrieron de golpe que en la educación residía una de las claves para plantarle cara al infortunio.

 Camino a la escuela 

“Todavía hoy, muchos se sorprenden al ver como en el transcurso de veinte años tantas cosas han cambiado en San Isidro en particular y también en Puerto Caldas en general.  Pero no hay secretos, ni lo inventamos nosotros. Solo que un día decidimos educarnos en todos los sentidos de la palabra. Es decir, desde la casa, pasando por la calle, hasta llegar al colegio y afrontar las relaciones con el mundo. En ese recorrido de dos décadas debemos resaltar el valor de muchas personas. Gente como las profesoras Diana y Catalina, por ejemplo.

Ellas llegan a orientar la clase, y cuando ven que faltan estudiantes agarran la moto y se van casa por casa a levantarlos de la cama ¡Arriba, perezosos! Les dicen, y al final todos las siguen hasta el aula. Tal es la energía y disposición de estos maestros, que a las jornadas de refuerzo académico los mismos niños acabaron bautizándolas como La terapia.” ¿Usted se imagina lo que significa para un niño rodeado de necesidades el hecho de salir de su casa y llegar a un lugar donde lo reciben con tambores, y flautas… Mejor dicho: con bombos y platillos?”

 

Fotografía: Ilda Luz.

 

José Alejandro Álvarez tenía catorce años y era estudiante del colegio Carlos Castro Saavedra cuando descubrió sus propios talentos en el Centro Comunitario El Comienzo del Arco Iris. Allí supo que en su cuerpo habitaba un bailarín de largo aliento. Hoy, él mismo comparte su saber y su experiencia orientando a otros niños y jóvenes en la exploración y desarrollo de sus habilidades con la danza.

 

“Como Juan Alejandro existen otras personas talentosas y entregadas al servicio de esta comunidad que un día decidieron edificar su propio tesoro en el lugar donde nace el arco iris. Sería injusto no mencionar a hombres como Gildardo Arenas, uno de esos luchadores con vocación de servicio que poco se ven por estas épocas”.

 

Y lo dice una mujer que no ha hecho otra cosa en la vida. Como tantos jóvenes de extracción popular, una vez abandonó los estudios para hacerle frente a los apuros de la vida cotidiana. Pero cuando al cumplir los veinticinco años, en el año 1995 se le presentó la oportunidad de volver a las aulas no lo dudó un momento.

 

“Cursé los grados sexto y séptimo en un colegio de Cartago. En ese punto me tocó parar. Pero cuando se dio la ocasión volví a clase con uniforme bien planchado y todo. Eso fue un programa que abrieron en la institución Educativa Carlos Castro Saavedra. Tenía veinticinco años y compartía salón con personas mucho más jóvenes. Con ellos, y con el acompañamiento de maestros y directores conseguimos muchas cosas buenas. Empezando con una muy importante: que en Pereira se dieran cuenta de que existíamos”.

 

Fotografía: Ilda Luz.

 

Con la mirada puesta en el imperativo de transformarse a sí misma, Ilda Luz fue personera, presidenta del Consejo Estudiantil, presidenta de la Asociación de Padres y candidata a la primera Alcaldía Juvenil. Durante esas luchas le tocó debatir en la plaza pública con Juan Pablo Gallo, actual alcalde de Pereira.

 

“Para ser honestos, ni esta ni las alcaldías anteriores le han servido de mucho a Puerto Caldas y a San Isidro. Basta con decir que todavía estamos esperando el alcantarillado.  Lo único concreto hasta ahora desde la alcaldía es un programa de emprendimiento dirigido a la formación de un grupo de mujeres en el campo de la confección. Lo que sí tenemos que destacar es el respaldo de grupos de profesionales y de empresas privadas que han hecho de Puerto Caldas el objetivo de su responsabilidad social”.

Apoyos de afuera

Una de esas empresas es Audifarma. Desde que sus directivos identificaron en el sector un liderazgo comunitario expresado en obras concretas, la entidad ha acompañado distintas iniciativas gestadas desde los campos educativo, artístico y cultural. Ilda Luz reconoce allí una voluntad precisa y sostenida que los ha apoyado en su avance hacia la concreción de nuevas metas.

 

Fotografía: Diego Val.

 

“Con ellos logramos la construcción del centro comunitario propiamente dicho. Desde la limpieza de los terrenos hasta el levantamiento de la sede. Todo eso ha significado un alivio y a la vez un estímulo para quienes muchas veces trabajamos desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche ofreciendo talleres y capacitación, al tiempo que escuchamos las inquietudes de la comunidad.

En menor medida, pero con un papel muy importante, debe resaltarse el aporte de empresas como Sonesta, Simtraemdes, Universidad Libre, Universidad Católica, el Comité de Cafeteros. Un capítulo aparte merece las actividades de Comfamiliar Risaralda y sus profesionales. También debemos agradecer los valiosos aportes de la organización no gubernamental Poblado Mundo, con sede en Jaén, España.”.

 

Diez estudiantes nativos de San Isidro y Puerto Caldas estudian distintas carreras en las universidades de Pereira. Ilda Luz considera que a la vuelta de cinco años serán profesionales en campos como Etnoeducación, Comunicación, Audiovisuales y Medicina Veterinaria.

 

“Tenemos mucha confianza- y ha si lo han expresado todos- en que una vez graduados seguirán vinculados de una manera u otra a nuestras comunidades.  Ellos insisten en que será una manera de devolverle a la sociedad parte de lo que han recibido”.

 

Fotografía: Diego Val.

 

A la hora del reposo

En medio de todo ese ajetreo, Ilda Luz encuentra tiempo para consagrarse a los suyos. A sus hijos Laura y Manuel. A su esposo Albeiro, un viejo sindicalista pensionado, que a pesar de no compartir algunas de sus ideas, las respalda en lo que puede. También pellizca una tarde si y otra no para consagrarse a sus hermanos, desde luego.

En esos momentos disfruta de las cosas que le añaden otro sabor a su vida. Como los fríjoles, el sancocho, los tamales o la morcilla, por ejemplo. Ocasionalmente se echa al coleto un buen trago de aguardiente para animar su gusto por la música colombiana y los boleros.

 

“Esos momentos no son frecuentes y por eso todos los valoramos tanto. Sucede que como lo más abundante entre nosotros son las necesidades, también estamos pendientes del enfermo, del desplazado que llegó, de los que no tienen alimentos, de los que carecen de uniformes y útiles   para ir a la escuela… Así se nos van los días y la vida.”

 

Los frutos de esos días y esa vida fueron reconocidos en el premio Mujer Comfamiliar 2017, al que Ilda Luz fue postulada junto a un grupo de mujeres que, siempre de manera silenciosa y por fuera de movimientos políticos, han consagrado su vida al servicio de la comunidad.

 

Fotografía: Diego Val.

Aparte de la valiosa suma en dinero, el premio sirvió para hacernos algo más visibles. Por eso en los próximos años esperamos concretar proyectos que nos permitan hacer de las nuestras mujeres personas emprendedoras, independientes y creativas, porque las condiciones de empleo son muy precarias.

En Cartago por ejemplo solo encuentran trabajo en oficios domésticos o en condición de bordadoras, donde acaban con los ojos y la vida a cambio de unos pobres salarios mientras esas prendas las venden a precios altísimos. También queremos seguir arrebatándole niños y jóvenes a los mensajeros del delito, la droga y la prostitución, siempre a través de la consigna arte, cultura y educación, tal como lo hemos hecho a lo largo de dos décadas”.

 

Desde hace cinco años, el 29 de abril, los habitantes de este sector organizan una fiesta a la que han bautizado como El carnaval de la vida. Es su manera de reconocerse a sí mismos que su mayor logro en dos décadas son las ganas siempre renovadas de hacer cosas buenas por los suyos.

Son veinte años en los que niños, jóvenes, adultos y viejos de Puerto Caldas y San Isidro han aprendido la mejor de las lecciones: No sentarse a esperar milagros, sino hacerlos sobre la marcha en un recorrido que los llevó a plantar su propio tesoro allí donde comienza el arco iris.

 

Foto: Diego Val

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Esta entrada se publicó originalmente el 18 de enero de 2018, la reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo