De algún lugar trae uno su origen, ella nació en Palestina, Caldas, vivió en la vereda que allí recuerdan como Cartagena. Siempre fue del campo, de la montaña y los cielos cambiantes, del remolino de colores que hoy distinguen sus cuadros. Ahí estudió la primaria y culminó el bachillerato e hizo sus primeros dibujos, luego Pedro Pablo, su abuelo, le pagó las primeras clases de dibujo en la Casa de la Cultura, donde pasó gran parte del tiempo rodeada de señoras “acomodadas” que podían disponer del tiempo y el dinero que la pintura demanda, ¿quién más puede pintar?, en aquella época la pintura no era del interés de la juventud, comenta Marcela Velázquez ahora en su Casa-Taller ubicada en el barrio Centenario, en la ciudad de Pereira, donde exhibe sus obras al público.
Eran entonces las señoras quienes podían dedicar parte del tiempo al dibujo y la pintura en su pueblo natal. De allí pasó y tomó otro curso en la Casa Campesina, en Chinchiná, a donde iba su abuelo a esperarla para anotar los materiales que ella requería para las sesiones posteriores. Allí aprendió a pintar al óleo, en medio de la actividad económica enfebrecida por el auge del café, es decir, en Chinchiná había comercio, almacenes de pintura, papelerías… aprendió a templar los lienzos sobre la madera, a lograr las dimensiones en los paisajes.
Luego se trasladó a Pereira, en donde hizo amistad inmediata con los jóvenes escritores de la época, con La Fragua; amante de las bibliotecas, siempre gustó de ir a mirar los libros, las imágenes de los libros viejitos, de culturas antiguas, era muy amiga de los bibliotecarios. Lo cual la llevó a ilustrar infinidad de revistas y libros, entre los que destacan Cuentos para volar por la ventana, de la poeta Carolina Hidalgo, y Relatos cortos para pies ligeros, un libro interesante para los adolescentes en donde la artista vuelve al ejercicio manual, vuelve a mirar el color y sus texturas, a sentir la atmósfera, lo que ella denomina “la psicología del color”.
La artista Marcela Velázquez tuvo también su galería abierta en Salento, Quindío, por más de diez años; ahora vive en Pereira, en el barrio Centenario, donde trasladó su taller. Sus últimas obras meditan en torno al silencio y el dolor en el lenguaje propio de la pintura, sin que ello implique caer en el pesimismo… “Creo en la belleza”, me dice.
El 25 de septiembre se estrenará en HBO el documental Fandango at the Wall, un proyecto colaborativo que nos ha llenado de satisfacciones y ha abierto la oportunidad de difundir el mensaje del Fandango Fronterizo por el mundo.
Fandango at the Wall es un documental dirigido por Varda Var-Kar, cuya producción ejecutiva está en manos de Carlos Santana, Quincy Jones y Andrew Young, y en el cual destaca la participación de los músicos Arturo O’ Farrill y Kabir Sehgal.
Ambos músicos se enteraron del Fandango Fronterizo a partir de un artículo de The New York Times de mayo de 2016, donde se cuenta la historia de cómo inició y cuál es la importancia y experiencia del fandango desde su primera versión en 2008.
A partir de esa lectura tuvieron la idea de documentar nuestra fiesta del son con un disco, un libro y una película que finaliza con un concierto en New York. En ese evento musical participaron la Afro Latin Jazz Orchestra, maestros y gestores del son jarocho y músicos de diferentes países. Esa gran integración resalta la importancia del fandango en la frontera de México con Estados Unidos en el noroeste mexicano, y la comunidad jaranera de Veracruz.
Grabaciones del Fandango at the Wall con Arturo O´Farrill, la Afro Latin Jazz Orchestra y los maestros del son jarocho.
En esta experiencia, una de las prioridades fue el respeto por la tradición de la fiesta del son, además, se siguieron las dinámicas construidas por más de una década en la comunidad sonera de la frontera. Por ello se incluyeron dos visitas a Veracruz con la finalidad de profundizar en las raíces de la música del sotavento.
Por parte del fundador del Fandango Fronterizo, Jorge Francisco Castillo, el interés en participar en este proyecto audiovisual fue ampliar el mensaje que se lleva cada año desde el evento: derribar fronteras políticas, raciales, religiosas, sociales, culturales, de género y hasta musicales a través del fandango, en un rezo comunitario. Así mismo, se vio como una posibilidad de abrir oportunidades a los músicos que representan esta tradición de la cual nos sentimos agradecidos y orgullosos.
El Fandango Fronterizo es una familia que por trece años ha trabajado desde el corazón ofreciendo talleres gratuitos, organizando fandangos mensuales, participando en actos comunitarios y construyendo una memoria colectiva hecha por cada jaranero y jaranera.
Por eso el documental, que por medio del FF explora las raíces del son jarocho, es uno de los trabajos más bellos y significativos que se ha hecho sobre el son jarocho porque deja un mensaje: el Fandango es una cultura de amistad, esperanza y amor.
Esperamos que ustedes también sientan y se encuentren en la historia de Fandango at the Wall, tanto los que conocen la cultura jarocha, como aquellos interesados en las músicas populares y no saben muy bien de qué se trata el son jarocho.
Participantes del proyecto documental
En Fandango at The Wall participaron músicos como los maestros del Son Jarocho Don Andres Vega Delfin, Patricio Hidalgo, Ramón Gutiérrez, Tacho Utrera, Wendy Cao Romero, Fernando Guadarrama, Yaratzé Hidalgo acompañados por Jacob Hernández y Jorge Francisco Castillo. También participaron el reconocido baterista de jazz Antonio Sánchez, la violinista Regina Carter, la chelista Akua Dixon, el intérprete del laúd árabe Rahim Al Haji, la intérprete del tar persa Sahba Motallebi y los hermanos Villalobos de Veracruz, entre muchos más. Conocer a estos maravillosos seres humanos y trabajar con Arturo O’Farril, Kabir Sehgal y Varda Bar-Kar ha sido un regalo de vida para nuestra comunidad.
Maestros del son jarocho en concierto en New York
O’Farril, migrante de origen mexicano-cubano, ganador de cuatro premios Grammy y dos Grammy Latinos, es un reconocido pianista y director de orquesta de jazz. También es el fundador del proyecto Afro Latin Jazz Alliance, el cual ayuda a niños y jóvenes de barrios de bajos recursos de New York y actualmente es profesor del departamento de estudios globales de jazz en la escuela de música Herb Albert y es Decano Asociado para la Igualdad, Diversidad e Inclusión de UCLA. Sehgal por su parte, es hijo de migrantes indios, músico, escritor, productor y ganador de varios premios Grammy en la producción de proyectos poco comerciales, pero de una gran tradición cultural. Varda Bar-Kar es una migrante rumana-inglesa, reconocida y galardonada cineasta, quien es parte de la asociación Women Directors de Estados Unidos. Radicada en Los Angeles, Varda ha sido reconocida por sus trabajos destacados en películas de carácter multicultural.
Como un regalo extra, estará presente el arte de nuestro querido Alec Demster con las más bellas ilustraciones de la fiesta del fandango y sus personajes.
Esperamos que puedan ver el documental y compartir sus comentarios con nosotros, ya sea a través de La cebra que habla o en nuestras redes sociales Facebook e Instagram donde nos encuentran como @fandangofronterizo
Les dejamos este concierto como préambulo del documental:
Al barón Alexander von Humboldt la cabeza le daba vueltas de la dicha. Era 4 de junio de 1799 y a punto de zarpar de La Coruña en la fragata Pizarro, escribió a su amigo Freiesleben: “¡Qué tesoro de observaciones voy a poder hacer para enriquecer mi trabajo sobre la construcción de la tierra! ¡El hombre debe querer hacer lo bueno y lo grande! El resto depende del destino”.
Su itinerario incluía el puerto de La Habana, Cartagena, el brinco al Pacífico por México, visita al Perú y un regreso a Europa vía Oriente, previa escala en las Filipinas. Aquel modesto proyecto científico contemplaba nada más que el estudio de “la física del mundo, la composición del globo, el análisis del aire, la fisiología de los animales y las plantas (…) las relaciones generales que vinculan a los seres organizados con la naturaleza inanimada”. Así se lo confío a Jerome Lalande en una carta desde Cumaná (Venezuela), fechada en diciembre del año de partida.
Pero el destino, o mejor las circunstancias políticas del siglo XIX, enredaron la ruta que seguiría a Lima por tierra. Los británicos sostenían una guerra contra España y sus piratas obligaron a posponer el viaje a México. Humboldt aprovechó para tomar una chalupa aguas arriba del Orinoco y el Río Negro, traspasando la línea del ecuador hasta llegar a regiones amazónicas que nunca habían sido visitadas por europeos. Contrajo dolencias reumáticas por dormir sobre el piso húmedo de la selva, tan espesa que hacha en mano “el hombre más robusto apenas podría franquear una milla francesa en veinte días”. Estuvo a punto de que se lo comieran los jaguares y los cocodrilos —o eso decía en cada carta—, y sobrevivió de milagro, un Domingo de Ramos, al asalto de una cuadrilla de negros cimarrones cerca de Cartagena de Indias.
Ninguno de aquellos reveses disminuía la alegría y el deleite que le prodigaban al joven sabio los paisajes equinocciales. Hinchado de placer, quizá con candidez, le comunicó al barón de Forell:
—¡Dios! ¡Qué país posee el rey católico, qué porte majestuoso de las plantas, qué pájaros, qué cimas cubiertas de nieve!
En octubre de 1801, habiéndose solazado a gusto en los salones bogotanos varios meses, con miles de plantas dibujadas y unos baúles repletos de rocas, muestras minerales, barómetros, piezas arqueológicas e infinidad de curiosidades científicas más, Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland dejaron lejos la sabana fría de la capital de la Nueva Granada y franquearon el Magdalena, aproximándose a los desfiladeros del antiguo país de los pijaos. Querían cruzar al borde occidental de los Andes por el paso del Quindío. Parece que nadie les advirtió que debían proveerse sus propias hojas de bijao para armar chozas que les protegieran de los aguaceros vespertinos, ni que tampoco había modo de portear carga sino “a lomos de hombre”, pues los bueyes se atascaban en cualquier cuneta. No les contaron de los guaduales al lado contrario, esos interminables bosques de bambú gigantesco se interponían minando de espinas el camino durante muchas leguas. Humboldt creyó que en Santafé fanfarroneaban cuando le pintaron un tremedal espantoso cuyas paredes se cerraban como socavones, las ramas y matorrales tapando el cielo.
El del Quindío era más una cueva que un camino, más una chorrera de fango que un sendero. Un cruce para separar un país, no para unirlo.
“Mi querido hermano”, escribió a casa desde Perú corriendo noviembre de 1802, “llegamos atravesando las nieves del Quindío y del Tolima (…) dado que el tiempo fue muy bueno, no pasamos más que 17 días en esas soledades (…) hay pantanos donde se mete uno hasta la rodilla (…) los últimos días llovió a cántaros, nuestras botas se nos pudrieron en las piernas y llegamos con los pies desnudos y cubiertos de lastimaduras a Cartago”.
El sabio alemán quedó fuertemente impresionado con la travesía, tanto, que le dedicó un capítulo completo y la quinta lámina de su obra Vistas de las Cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, junto al Chimborazo, el Cotopaxi, la gran plaza de México o la pirámide de Cholula. Sospecho que Humboldt seguía un poco atolondrado por la penosa caminata, toda vez que sentenció que el cruce del Quindío era “el más difícil de los que se encuentran en la cordillera de los Andes”.
Exageraba, pues había algunos peores. Sucede que hasta acá el barón andaba de paseo.
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Ocurrió en 1553. Melchor Valdez, español con vecindad en Ibagué, reunió peones y obligó a los indios a arañar la selva guiándose por el curso del río Coello, al que arriba le dicen Toche, Tochesito y finalmente Romerales. Cuando comenzaron a transitar las primeras caravanas que del Magdalena pretendían cruzar al Valle del Cauca, aquella ruta acabó convertida en un barrizal pavoroso, un zigzag vomitado por el cañón de la montaña, cuyas pendientes se empinan con facilidad setenta grados.
Por la vertiente opuesta, la del Cauca, el tormento comenzaba cerca de Cartago Viejo (hoy Pereira), sorteando colinas de robledales americanos, bosques andinos y marañas de guadua, vadeando corrientes que todavía no tenían nombre (ahora son Consota, Barbas, río Roble) hasta caer de repente al recodo de Boquía, la ribera del río Quindío donde el presidente Pedro Alcántara Herrán implantó una colonia penal a mediados del siglo XIX con el objeto de que los convictos efectuaran labores de mantenimiento del camino. En aquel punto empieza el ascenso propiamente dicho, 25 kilómetros escalando una cuchilla de la cordillera. Años más tarde los antioqueños levantaron cerca la población de Salento. El camino trepaba con la divisa al costado izquierdo del conocido Valle del Cocora, hoy cliché del turismo natural en Colombia.
Ambas vertientes conducen al Boquerón del Quindío, una depresión de la cordillera que no posee sino 3.360 metros sobre el nivel del mar, insignificante junto a los nevados vecinos por el norte: Tolima, Santa Isabel y el Ruíz, tres colosos de cinco mil metros.
Yo no soy, no fui ni seré nunca uno de los viajeros ilustres que cruzaron por aquí. Soy uno que cruzó aquella monstruosidad pedaleando 90 kilómetros en solitario durante siete horas, montado en los quince kilos de una Diamondback Ascent azul, modelo 93, con poco más que chocolatinas y agua en la caramañola.
Quería sufrir, por supuesto, como todos los famosos que pasaron antes.
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La devoción por el sufrimiento es una seña de identidad colombiana, fuerte como el orgullo con nuestro atraso. Adoramos esos melodramas de compatriotas que crecieron en pueblos donde no había electricidad o tenían que caminar cinco horas a la escuela, pero sobresalieron por el motivo que fuera en la ciencia, el deporte, la música. Una épica del subdesarrollo.
Desde tiempos coloniales la aspiración centralista de conformar un territorio unificado supone un prolongado y doloroso esfuerzo, ese sendero torturante que suele abatirse derrotado por tragadales y guerras civiles. En 1928 una línea de ferrocarril buscó conectar al Valle del Cauca y al eje cafetero con Bogotá. Se estiró hasta Boquía al pie de la cordillera, pero el proyecto –sujeto a la millonaria indemnización que los norteamericanos pagaron por Panamá– quedó eternamente abandonado y los rieles jamás pudieron empinarse al Boquerón, por donde aún seguían transitando muladas con café, cacao, maíz, tabaco, arroz y viajeros de ambos lados. No fue sino hasta 1930 que Colombia tuvo una vía carreteable cruzando su cordillera central en el Alto de la Línea (3.265 metros), apenas pocos kilómetros al sur del antiguo Paso del Quindío. La carretera aprovecha la misma depresión geográfica, trazando una culebra estrecha de curvas y pendientes infernales donde jadea una eterna procesión de tractomulas. Cualquier Renault 4 varado es capaz de atascar el tráfico de Bogotá hacia medio país.
Sufrimiento y atraso son redentores de la nación colombiana. No en vano, durante la república se bautizó por decreto al tormentoso paso del Quindío con un nombre iluminado: el Camino Nacional. Quienes lo emprendían acostumbraban legar testamento antes y su travesía demoraba 25 días en condiciones ordinarias.
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El botánico norteamericano Isaac Farewell Holton estuvo parado en esta misma cumbre. Dijo encontrar un par de losas, que ya no están, con inscripción del 24 de agosto de 1641, testimonio del paso de un tal Francisco Peñaranda. Holton no entendió por qué atravesaba una cordillera completa sin hallar ni un risco en la ruta: todo el trecho estaba cubierto de vegetación frondosa. Conforme trepaba la notó negra y apretujada, igual que hoy en los tramos donde la colonización no alcanzó a penetrar.
Los caminantes experimentaban la transición espartana de la aridez caliente del Magdalena a unas selvas cada vez más lluviosas. La vegetación jamás desaparecía con la altura, pues no se subía al límite de los cuatro mil metros, donde árboles y arbustos ceden ante los pajonales. Una espesura que no afloja, solo cambia de color y de tamaño, opaca, achaparrada, húmeda. El sabio francés Jean Baptiste Boussingault hizo la travesía durante 1827 por senderos “tan estrechos, profundos y cerrados, que en ciertos sitios uno hubiera creído estar en la galería de una mina” soportando a diario “esos aguaceros que solamente conocen quienes han viajado por las regiones ardientes del ecuador”, aunque en lo alto hay madrugadas que el termómetro se aproxima a cero. Boussingault aseguró haber encontrado un porteador agonizante que sus compañeros sepultaron vivo al borde del lodazal, y numerosas cruces indicando el punto donde yacían marchitos caminantes.
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No seré nunca un viajero ilustre. Pero aguanté el barro subiendo en soledad muchas horas. Una camioneta bajando pimpinas de leche y dos campesinos en moto me daban ánimos. Nada más. Luego la vía rural de 45 kilómetros de Salento a Toche, que es pura tierra con balastro revuelto siguiendo la estela del Camino Nacional, se cobijó entre pineras desoladas. A cinco kilómetros de la cima la carretera da volteretas por pastos que no existían cuando Humboldt caminó acá; el barón se maravillaría ante nuestras vacas equinocciales que no ruedan desnucadas por los potreros, auténticos abismos con pastizales.
Casi todos los famosos que atravesaron el Quindío llamaron la atención sobre el oficio de carguero o silletero, unos poderosos sherpas andinos que echaban a su espalda otro hombre recostado en una silla de bambú. Si alguien olvidó los cargueros, todos –sin excepción– quedaron sorprendidos con las palmas de cera. El naturalista Édouard André las dibuja como fondo en sus paisajes de la región, especialmente en uno de 1869, Les palmieres à cire du Quindío: minúsculos jinetes se encaraman al cañón del río Toche, rumbo al cruce de la cordillera por una hilera de palmares. Los botánicos de la época llegaron a considerarlas los árboles más altos sobre la tierra. Miles, alardeando una silueta tórrida y tropical que impugna el paisaje oscuro y paramuno de los altos Andes; una postal de playa al borde de las nieves perpetuas.
Aunque yo no sea más que un ciclista asfixiado de manos engarrotadas, el Boquerón del Quindío me hace honores entre palmeras, como recibió a sus visitantes más ilustres: arrojando una criminal llovizna y un ventarrón de mil demonios que no dejan ver mayor cosa, ni siquiera los canalones de la antigua trocha marcados en los potreros.
Todavía no es mediodía. De improviso me atacan unos cólicos tan antiguos que parecen anteriores a la Colonia; calculo que podré detenerme un instante a solucionarlos. Tiro la bicicleta y me acurruco en este boquete angosto partiendo el lomo de la cordillera. No dejo de pensar que fue durante cuatro siglos la vía corriente de la capital al Pacífico. Hoy permanece abandonada, solo transitan los finqueros de la región. Acá tuvieron que andar y sufrir –y morir de hipotermia– miles de esclavos que de Cartagena fueron transportados Magdalena arriba para cruzar a las haciendas del Valle del Cauca. Después el estrecho Boquerón vio correr millones de onzas de oro desde las minas del Chocó en ruta inversa hacia los puertos del Caribe. En este sitio se atascaron las tropas del libertador cuando retornaban del Perú y muchos de los viajeros que a lo largo de cuatrocientos años quisieron ir de Bogotá a Quito, de Caracas a Popayán, de Cartagena a Pasto.
Estoy acuclillado dejando mi rastro sobre una encrucijada de la historia patria y no hay nada, solo la llovizna en la cresta del matorral. No hay vestigio o monumento. El vestigio soy yo en la temeridad solitaria, desafiando esta cordillera colosal con mis propias fuerzas, sometido a la inclemencia que castigó a sus visitantes anteriores. La tempestad me atrapa en la cima, donde todos los ilustres lanzaron maldiciones. Uno puede, digamos, pasear por aquellas esquinas del París de la revolución, o compartir el bazar donde Mahoma comió dátiles, o visitar esa calle que acogió a Cortés y Moctezuma saludándose, pero aquellos lugares no reproducen la experiencia, no nos igualan con sus protagonistas anteriores. Hay sitios que rebosando historia jamás lograrán revivirla. Acá sucede al revés: se saborea el barrizal milenario.
Sufriendo el camino del Quindío casi escuché la voz de Simón Bolívar regresando de sus campañas del sur. Consiguió la cumbre, frenó el caballo y desmontó con torpeza. Cuentan que esperó, mirando lo andado a sus espaldas. De pronto, refiriéndose al Valle del Cauca, señaló y dijo:
—Ni los campos de la Toscana son tan bellos. ¡Este valle es el Jardín de la América!
Como en tantas cosas, el libertador vivía equivocado. No podía divisar el Valle del Cauca pues se interpone de frente la hoya del río La Vieja, su tributario más importante. De cualquier modo, la niebla le hubiera tapado la vista. Y el hambre y el frío horripilante y la llovizna y los cólicos republicanos y el afán de pegar una descolgada de cara al viento, abajo, rápido hacia Toche, ese caserío que fue otra colonia penal donde aún existen arrieros con mulas, rejos y aperos en cuero. Me tiro al descenso de treinta kilómetros antes de congelarme, sin ver nada.
Y aunque pudiera admirar aquel jardín de la América, no lo haría. El libertador mintió. Sé que los hay más bellos.
Ella es bohemia y risueña, no nació para el hogar, ni para cuidar niños, ni para atender al marido, como “las buenas costumbres” lo dictan. Nació para la vida nocturna, donde la vida, como dice la canción, es más sabrosa. No se liberó del estigma social que se le impone a la mujer por ser mujer, leyendo libros o yendo a la escuela, nació de espíritu libre e ideas revolucionarios, no es nada ordinaria.
De niña soñaba con ser vedette como esas de las películas del cine de oro mexicano. Sentada frente al televisor miraba aquellas cintas de amor y desamor en blanco y negro. Observaba con detenimiento cómo aquellas hermosas mujeres, todas emperifolladas con joyas y vestuarios brillantes llenos de plumas, meneaban las caderas al ritmo de los tambores, y como a aquella cadencia de movimientos se volvía un frenesí que hipnotizaba a los varones, que sentados en sus sillas se quedaban perplejos ante tanta perfección. Ella se levantaba de la alfombra y las imitaba ante la mirada complaciente de su madre.
Desde muy joven, por no decir desde niña, tuvo que nadar a contracorriente, contra las ideas absurdas de lo establecido, contra lo cotidiano, su mayor cárcel siempre fue la rutina. Ella es poco convencional; música, libros, un trago, un café y el buen amor de un perro son la combinación perfecta.
Siempre sonriente, de mirada jovial, seductora y escrutadora, su vida es tan simple como interesante, ávida de novelas escritas por mujeres, no porque sea feminista, concepto que le desagrada, sino porque en esas novelas encuentra fragmentos de su vida, algo hay de ella en ellas. Entre las novelas que le han dejado huella se encuentran: “Misión olvido”, “Paula Vivir la vida”, “La emoción de las cosas”, “Amantes y enemigos”, “Donde el corazón te lleve” y por ahí se ha colado “Cien años de soledad”.
Muchas mujeres la siguen, otras la admiran y algunas la envidian. Porque ella expresa lo que sus amigas más cercanas no se atreven a decir sobre lo miserable que pueden ser sus vidas “normales”, sus matrimonios, sus divorcios, sus hijos, sobre su trabajo insípido, sobre su intimidad, sobre cómo cada día les enoja tener que ser ellas las que deben estar pensando qué van hacer de desayunar, comer y cenar. Ella dice de su marido lo que las otras callan para hacer como que no existe e ignorar la realidad. También es política de closet, mira, analiza y con un contundente “Ri-di-cu-los”, sentencia las decisiones que se toman en ese mundo machista y misógino de la política, en el que sólo algunas han podido triunfar y hacer valer sus derechos.
Aunque los años le han cobrado factura ella canta, baila, se divierte, se mantiene viva y risueña, porque la vida es así, de ir y venir, de estar y no estar, de reír y llorar. Ella se entrega a las noches bohemias en ese bar que todos los de Humanidades de su generación visitan por ley cada viernes. Ese bar con poca luz y con una barra atendida por el “mismo” de siempre, el que todos conocen y el que siempre sabe qué vas a tomar. En las paredes hay fotos a color pero hay una a blanco y negro que resalta sobre las demás, porque en ella están retratados los intelectuales de la vieja guardia de Humanidades, los que hoy son maestros, escritores, promotores culturales, leyendas urbanas del bajo mundo de esta ciudad fronteriza, amada por muchos y destino fatídico para otros.
En ese bar con la Guadalupana al fondo, con un gato fantasma que de vez en cuando se aparece para acechar a una que otra rata que se columpia de las vigas del techo. En ese bar de dos pisos que huele a “Fabuloso” aroma lavanda y que tiene una rockola tan antigua y maciza, hecha para morir juntos, en ese bar del que muchos saben su apodo de cinco letras pero pocos saben su nombre, ahí empieza su noche bohemia, con la complicidad de unas caguamas.
Todo comienza con Desesperada, una canción popera de los noventa de Marta Sánchez. Ella comienza a mecer las caderas, y continúa calentando el cuerpo al ritmo Laura no está, de Nek; se empieza a poner intensa con Ricky Martin y Livin’ la vida loca; después viene Shakira, Ciega, Sordomuda y para entonces, su alma se desbordó en movimientos acelerados, cadera va y viene, salta, canta, mueve la cabeza, es un frenesí, pero nunca baja la guardia, siempre está atenta a los detalles a su alrededor.
Al pop le sigue algo más “moderno”, un buen reggaeton de la vieja escuela, con Don Omar y el Big Boss dándole más gasolina. De repente llegan las cumbias: la Sonora Dinamita, por supuesto, y con ella suena Qué bello, nostalgia, recuerdos, lágrimas y risas, un montaña rusa de emociones que recorrern su mente y su cuerpo; baila, vive y disfruta, cierra los ojos, se entrega a su himno; un lágrima se escapa, ella se engaña, se dice a sí misma que es sudor, pero no lo es… Tras de telón musical, con paciencia espera Luis Miguel, listo para contribuir al melodrama, sale y canta La Incondicional. Ella se relaja, descansa un poco, la nostalgia y la añoranza la vuelven a invadir, pero no sufre, solo recuerda lo bueno y lo malo, porque así es la vida, un teatro de lágrimas y risas.
El DJ empieza a bajar la intensidad musical. Sabe que llegó la hora de que el príncipe le explique a la concurrida audiencia por qué amar y querer no es igual, que el amor en algún momento se acaba, que es triste estar preso, que aunque renuncies a él y digas que lo pasado, pasado, siempre recordarás que lo que fue, no será. Ella escucha con atención como si fuera la primera vez que lo oye. Se levanta de su mesa y se dirige al DJ y para ir cerrando la noche, le pide unas canciones de las pisteadoras. Casi al instante aparecen dos vaqueros bigotones y elegantes, están listos para complacer a la dama. Suena primero Libro abierto… y ella canta a todo pulmón… “dicen de mí, que yo he sido un libro abierto…donde mucha gente ha escrito…no hagas caso nada es cierto…” Los Cadetes se despiden diciendo que No hay novedad, ella sabe que es la última canción y le mete todo el power… “Quisiera que me hicieras muchas falta y gritarte que regreses pero aquí no hay novedad…no, no te preocupes por mí, aquí todo sigue igual como cuando estabas tú…”
La noche acaba pero empieza la madrugada, ella sale del lugar, sube a su auto, lo enciende y comienza la marcha. Al principio va seria, pero algo le roba una leve sonrisa. Abre la guantera y saca una caja de CD vieja y quebrada. Saca el disco, lo coloca en el estéreo. Se empiezan a escuchar los primeros compases de Fly me to the moon, Sinatra para cerrar con broche de oro y comenzar el alba.
Ella se ve en el retrovisor, su mirada no tienen edad ni sobrepeso. Elena ve a la Elena de la infancia que quería ser vedette, a la Elena de la adolescencia, de la juventud, ve a esa Elena que alguna vez creyó en el amor. Ellas sonríen, saben que siempre estarán juntas, nunca dejarán de ser risueñas y alegres, y a pesar de lo que diga la gente, siempre serán de la vida bohemia.
Diego Leandro Marín Ossa Docente Universidad Tecnológica de Pereira Escuela de Español y Comunicación Audiovisual
El lenguaje oral y gestual del reality tiene un poder de encantamiento singular que alimenta las pasiones de concursantes y espectadores. Basado en un trucaje y el abuso de la especulación, semejante en cierta medida al sector financiero que genera angustias de otra índole, los programas de este tipo se diseñan bajo la premisa de suministrar pequeñas dosis de resentimiento, frustración y miseria protagonizada por un padre que anhela pagar la cirugía de su hijo, una madre soltera que sueña con ser estrella de la pantalla chica o un joven campesino que no sabe leer y se aprende las canciones de memoria para competir en la noche de gala. Además en cada capítulo, nos encontramos con una que otra sorpresa, estrategias para “capturar” a la audiencia, mucha luz moviéndose por todos lados y una asesoría especializada en mercadeo y comunicación que garantice el éxito rotundo en los nichos de mercado establecidos con antelación.
Que el reality es una manifestación del aburrimiento, el mal gusto y el desencanto estoy de acuerdo. Pero también es una alternativa de quien halla placer en perder el tiempo, chismosear y “sacarle el cuerpo” a la reflexión, a la trascendencia. Habrá incluso quien encuentre placentero mirar este tipo de programas para tratar de comprender qué está pasando con los sueños de la gente común y corriente, a dónde van las ilusiones y entretenerse con la vida rosa de otros más “afortunados” que el desdichado espectador. Y también enterarse qué hace ante las cámaras el extraño, el vecino o el pariente para salir de las dificultades que le puso en el camino la vida. Eso también es cierto.
Pero el asunto no se reduce a identificar las virtudes de dichos productos audiovisuales, o los propósitos ideológicos disfrazados en el empaque de beneficencia en el que se envuelven estos programas.
Para analizar este fenómeno mediático es necesario contemplar ciertos aspectos que hoy en día no se pueden pasar por alto, no a la hora de “digerir” estos productos audiovisuales que no sólo son complejos de abarcar en el análisis de su consumo, sino que además se presentan como una mercancía que se produce, circula y se recepciona, influyendo incluso en las variadas formas de interacción social en la ciudad, como en los diversos espacios en que se concreta y se diluyen las maneras de comunicarse.
En el reality la intimidad es la mercancía. Gracias al conocimiento previo de la vida privada de los participantes, el televidente encuentra cierta identificación ante la pantalla. En el momento decisivo, el gesto del amenazado conecta al espectador con su angustia, el brillo en la mirada penetra hasta el lugar más hondo de su mente donde se sortean los anhelos reprimidos durante mucho tiempo.
Un silencio y el participante piensa de qué manera responder ante el jurado. Gotas de sudor invaden los rostros, muchas sonrisas prefabricadas y el ritmo respiratorio termina siendo compartido dentro y fuera del televisor, en la tarima y en la sala de la casa.
Frente a frente, cara a cara, el espectador y el amenazado se conectan. El simulacro comienza. En su interior ambos monologan, planean qué podrían hacer con tanto dinero y fama. Juegan al rey y al mendigo. Salvan en su ensueño la economía raquítica de sus familiares, pasean por el mundo entero y en pocos segundos de fantasía regresan, uno al escenario y el otro a la sala. Allí se decidirá el futuro de los dos.
En ese sentido, lo de menos en el reality es juzgar la técnica del baile, el canto o la actuación. Aunque cada día en la oficina, la buseta, el colegio o la universidad todos los espectadores resuelvan “especular”, lanzar conjeturas sobre tal o cual participante quien merece continuar luchando por el primer lugar, lo más importante siempre es el triunfo simbólico de televidentes y participantes, en el sitio virtual donde se realizan sus ilusiones.
No importa si el amenazado gana o pierde siempre y cuando le haya entregado al público el intento heroico por alcanzar el éxito. La cumbre desde la que pocos se asoman para mirar un horizonte promisorio.
Todo sea por la ilusión, esa manera ajena de soñar que otro ser es afortunado porque gana lo que se considera que nunca va a llegar a nuestra vida. Aquello que en ese momento se presiente lejano, digno de un ser superior.
En esta dimensión tan dramática se pierden el tiempo, la razón y la intuición, el lugar es ocupado por el deseo. De allí la facilidad que experimenta el televidente al identificarse con las situaciones que se presentan en el programa y la dificultad de tomar distancia para razonar.
La imagen audiovisual que influye en el cuerpo y la palabra de quienes participan en el reality encanta al espectador y lo arroja a su destino de soñador. Este tipo de programas no están hechos para pensar, están pensados para sonar. El problema aparece cuando en su ensoñación, en su evocación el participante y el espectador no encuentran salida material o simbólica ante sus dificultades, o si lo hacen la visualizan estrecha. Si el participante es eliminado el espectador es derrotado. Entonces la tragedia es más intensa pues queda una lección: los sueños no se cumplen de una manera tan fácil, hay que lucharlos y cada vez van a estar más lejanos. Es preciso ser mejores.
Otra cosa es si ante la promesa de un mañana mejor se abre una puerta de posibilidades ante sus sentidos y ambos encuentran en el triunfo, los quince minutos de fama a los que cualquier mortal tiene derecho como lo decía Andy Warhol. Después de aquellos instantes decisivos en que peligra el éxito, la victoria y la fortuna tanto para amenazados como para espectadores. Luego de haber contemplado entre chismes y bromas la suerte de los participantes, para los espectadores llega el espectáculo de la realidad. Para todos y cada uno de quienes contemplaron con pasión enconada, cinismo y desdeño el programa.
De manera simbólica, el baile y la actuación siguen ahora en la oficina, la buseta, el colegio o la universidad. Es necesario tener cuidado pues “el jurado” que en este caso toma forma en las variadas expresiones del poder está listo todos los días para eliminar a unos cuantos, ya sea por talento y convivencia, sean estas en exceso o en defecto.
Los espectadores que hayan conseguido identificar la estrategia para llegar al final de su destino con éxito y cumplir la misión encomendada son los que triunfan. La competencia es para los más fuertes en la constante lucha de las especies por sobrevivir. Elogios, una sonrisa, el brillo en la mirada y el empaque servirán como aderezo. Han de seleccionarse bien las palabras y los gestos. Todo puede ser usado a favor o en su contra.
El reality se traslada a “la vida real”, deja de ser un lugar donde se premia el talento y se convierte en un sitio donde se castigan la honestidad y la iniciativa.
Esto motiva el análisis del lenguaje del reality en el contexto del público, la influencia en el comportamiento del espectador y la apropiación simbólica de dicha realidad. Para ello la pregunta por el sentido es fundamental, vale interrogar ¿qué lleva a un grupo de personas a publicar sus problemas privados en televisión?, ¿porqué la gente busca fama y reconocimiento en un concurso que involucra sus pasiones más secretas?, ¿qué no encuentra la gente en las instituciones educativas, los hospitales y demás ámbitos de lo público que al parecer haya en la pantalla chica?, ¿qué propone la academia desde la comunicación social y la educación, para hacer un uso ético y estético de este tipo de programas con criterios formativos?
Considero que así como los medios masivos de comunicación convierten en mercancía las ilusiones y desengaños de la gente, en ese simulacro de beneficencia que se difunde a través de la televisión y luego se reproduce por calles y carreras, oficinas y cafeterías a lo largo y ancho de la ciudad, es necesario que se piense la manera de identificar ciertas estrategias, que de manera análoga pueden servir para diseñar realities que eduquen a la gente. Por mencionar un ejemplo, en lugar de alimentar entre participantes y público la competencia por obtener una cirugía que la EPS les niega, diseñar programas alrededor de la prevención de la enfermedad o el uso adecuado del servicio de salud.
El reto es educar y entretener. Habrá que pensar en las maneras de generar disfrute sin que sea a través del dolor o la desgracia ajena. Los problemas económicos y sociales que rodean este fenómeno de especulación mediática tendrán otros escenarios y otros requerimientos de tipo político. A la academia le corresponde avanzar en la reflexión y a los medios enfrentar su deuda ética, actitud que cuando no es evasiva en la mayoría de los casos es desdeñosa.
Entrada publicada en la revista de comunicación y cultura de la UTP
Se agotan las palabras. En una mentalidad traqueta, donde lo importante es la construcción de miedo y la parálisis cerebral del otro, todos los desmanes son posibles. Desde hace muchos años asistimos a la metástasis del credo traqueto en la vida colombiana. Hoy ese credo es profesado por el presidente de la república, muchos de sus ministros, las Fuerzas Armadas de cualquier índole y legalidad, los grandes ricos del país y gran parte del pueblo colombiano. !Estamos jodidos!
Lo terrible es sentir que estamos imbuidos en una lógica de dejar hacer, dejar pasar. Hemos sido educados por una escuela cómplice para permitir los desmanes, abusos, menosprecios y eliminaciones. Policías que eliminan, políticos que roban, ricos que manipulan, hombres que golpean, periodistas que engañan, influenciadores que hablan mierda…
Es todo un entramado de acciones e inacciones que construyen una atmósfera de cinismo que penetra hasta las entrañas. Ver a un presidente inepto, cínico, lambón y ramplón, no es mas que la corroboración del grado de enajenación al que hemos sido sometidos. Unas mentalidades dispuestas al camino fácil, a la mordida, al serrucho, al abuso de situaciones como la pandemia actual. ¿Cuánto dinero se están embolsillando el presidente, sus esbirros y sus dueños? Eso no lo sabremos, en tanto han montado un tinglado para que los colombianos nos quedemos como vanos espectadores.
La Colombia del credo traqueto ha convertido la riqueza en el único fin. Para eso han desinstitucionalizado todo. En la mentalidad de los colombiano poco tiene valor, poco tiene sentido. Se responde a aquello que toca las entrañas para que un pensamiento dominado por las emociones sea el que se exprese, agreda, niegue, amenace y finalmente derive en acciones de facto que dañan y destruyen lo común.
Es un país del abandono, históricamente entregado al capital internacional, con testaferros que llenan de legalismos infames el robo sostenido de un territorio lo suficientemente rico para no estar aún destruido. Un país donde la espiral de la violencia es utilizada por los hombres cínicos, por esos grandes ladrones, para ubicar las culpas y responsabilidades en los ciudadanos del común. Todos los productos de ese modelo traqueto buscan el señuelo de la violencia en los otros.
Sus violencias, sus grandes violencias son las que generan destrucción a lo largo y ancho del país.
Estar en un nido de ratas es algo terrible, cada rata está buscando basura para llenar su pequeño roto.
¿Es el fin del tiempo? No. Sin embargo el cambio soñado solo será posible cuando la formación política sea una realidad, cuando la escuela deje de ser una bolsa de datos inútiles, un gran parqueadero donde se deshuesan las ideas, la solidaridad, la capacidad reflexiva, la recursividad y la creatividad.
En esta ocasión, Sílaba Editores nos comparte apartes del libro El mismo lado del espejo, una novela escrita por Lina María Pérez Gaviria.
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La imagen de mamá soplando sus uñas recién pintadas de rojo sangre me reveló el mundo áspero y exiguo que me ahogaba. Con sus manos abiertas como patas de gallina me miró de pies a cabeza y señaló el diploma:
–Te vas a morir de hambre.
Venía de la ceremonia de grado con el pergamino asomado en mi mochila y su carga de entusiasmos e incertidumbres. También pesaban las pretensiones, la indigestión de tanta técnica y teoría, escuelas y métodos y discursos académicos.
Devoré a mamá con los ojos, rastrillé un fósforo y prendí fuego al rollo. En lluvia de cenizas quedaron las palabras con letras góticas, la firma del rector y el sello de la universidad.
–No soporto tu descaro, Antonia. Eres la persona más rara del mundo.
A mi papá, en cambio, le pareció un mérito que yo hubiera dedicado cuatro años a “aprender a pintar”, y me regaló una colección soberbia de historia del arte. Tenían que haberme educado para soportar a mamá, pero ellos no sabían de eso, y prefirieron invertir en mi carrera. Algunas partículas atrevidas del cadáver de mi diploma volaron sobre nuestras cabezas y aterrizaron sobre las uñas rojas de mamá.
Decidí contrariar la sentencia. Para no morirme de hambre, logré un trabajo en el Museo de la Patria. Dentro del grupo de empleados, yo parecía un fantasma aburrido al lado de estatuas de héroes y retratos de obispos furiosos. Durante los festejos históricos ponía buena cara y frenaba mis burlas ante el presidente y sus ministros cantando el Himno Nacional en el salón donde se firmó el Acta de la Independencia. Desde el principio inventé mis jornadas a mi antojo, casi invisible en algún rincón siempre dibujando.
Solo entiendo la vida si la pinto, si mis trazos hacen preguntas y convierto mis líneas en gritos. No dibujo lo que veo. Pinto mis conmociones ante realidades que no trago enteras. Por estos días me obsesionan las voces ahogadas de los muertos en cualquier lugar del mundo: Afganistán, Irak, Colombia, México, Somalia… Víctimas lejanas, sin nombre, que piden perpetuarse en mis trazos. Ellos claman justicia o consuelo, ¡qué más da! Percibo su dolor colgado de una sombrilla, aullando a la luna como perros solitarios o golpeando en las ventanas para tropezar sin saber a dónde ir.
El salario del museo me da independencia y me servirá para apartarme de la jaula de mis padres, ese gallinero repugnante con tufo a vanidad enmohecida. Para resistir la convivencia me protegía en el recuerdo de la casa enorme de mi infancia, tristemente reemplazada por un apartamento de revista, sin alma, en los cerros de Bogotá. Aquella, la de mi nostalgia, fue mi casa querida, mi lugar de felicidad. Las memorias me traen la vida entendida como una libertad apacible. Todo en los días de mi infancia se confabulaba para existir como me diera la santa gana. Era una niña contenta, siempre contenta, y hacía lo que estuviera al alcance de mi ingenio para defender mis territorios emocionales. Me quedó esa maña de rebeldía. Una persona rara, la más rara del mundo.
Antes de abandonar el apartamento familiar, tomé propiedad del sótano del edificio, y lo convertí en mi refugio. Después del museo, me aíslo del muro de resentimientos que divide a mis padres. Allí, los bocetos inicia- dos en mis jornadas de trabajo se convierten en pinturas y adquieren dignidad y presencia. Todos los días espero algún milagro que me clave definitivamente al caballete, a la paleta, al dominio de mis manos conectadas a las fibras más íntimas de mi alma, a la desmesura feliz y descarada para pintar y seguir pintando sin importarme nada. Quiero atreverme a echar tierra a las acartonadas apreciaciones de los críticos de arte, burlarme y retar, y hacer de la provocación el único lenguaje posible. Hablo de una provocación fina, ingeniosa, con guiños de humor y de incitación. Ese fue el sello que fui perfeccionando en mis años universitarios.
La docena de cuadros de la serie Gritos de humo me miran con sus asombros y corajes. Gritan en líneas, colores y volúmenes, y sus voces asesinadas me llegan hondo. Sus dimensiones crecen ante mis ojos emocionados y cada una de las figuras me confronta con la estrechez del sótano. Me atrevo y escojo seis cuadros. ¿Por qué no ponerlos a prueba? La casa amarilla es la galería más acreditada del país gracias al ojo y a la astucia de sus dueñas, las almidonadas hermanas Cancino. Ellas se endilgan el haber descubierto y proyectado a artistas que sin su impulso no hubieran llegado ni a la esquina.
Un tipo casi inexistente me indicó esperar en el pasillo. Desde allí podía atender la escena que se desarrollaba en la oficina. Ellas, dos cincuentonas, clonadas con cuellos ajirafados y vestidas con ropa pasada de moda, examinaban con lupa algunos cuadros ante un marchand de arte. Me re- pugnó. Lo mismo harían con mi trabajo, mejor me voy, ni siquiera sé de dónde saqué la valentía para exponerme así. El pobre hombre escondía su avidez por hacerse a unos millones por cuenta de dos óleos de un reconocido artista. Su obra vale, no por sus calidades estéticas, sino porque el desgraciado se pegó un tiro siete meses atrás. Ellas, manipulando sus soberbias, cerraron negocio convencidas de las ventajas para sus bolsillos. Qué asco. Para vender, había que estar muerto, o mejor, suicidado. ¿Me iba a prestar a ese juego aborrecible? Esperé, pendiente de un hilo, sacan- do coraje en las memorias de los azares de mi infancia.
Hoy se conmemoran 47 años del golpe militar en Chile que derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende y desembocó en su muerte violenta en 1973. Por ello este especial.
Último discurso de Salvador Allende 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973
Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino, que se ha auto designado comandante de la Armada, más el señor Mendoza, general rastrero que solo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, y que también se ha autodenominado director general de Carabineros. Ante estos hechos solo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente.
Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Trabajadores de mi patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que solo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley, y así lo hizo. En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios. Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la patria, a los profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clases para defender también las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos.
Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará.
Golpe de estado en Chile. Archivo El Nacional
Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes.
Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la patria.
El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
1. La última imágen del presidente Salvador Allende, con casco y una metralleta AK-47, mientras el palacio de La Moneda era bombardeado. 2. Soldados chilenos observan el bombardeo del palacio de La Moneda durante el golpe militar encabezado por el general Pinochet. 3. Soldados custodian a miembros de la presidencia del ex presidente socialista Salvador Allende afuera del palacio presidencial de La Moneda durante el golpe de Estado en Santiago en esta imagen de archivo del 11 de septiembre de 1973. 4. La Moneda tras los bombardeos. Flickr Santiagonostalgico
El último tango de Salvador Allende
de Roberto Ampuero (reproducimos el primer capítulo de esta novela)
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Envuelto en la capa alba que flamea al viento del crepúsculo, el Doctor vuela sobre las callejuelas, los pasajes y las escaleras que bajan serpenteando hacia el Pacífico. Cruza hasta las herrumbrosas naves atracadas en el puerto, continúa por el aire hacia la fuente con los peces de colores de la plaza Echaurren y desde el cielo admira no solo las coronas de las palmeras centenarias y el estruendo de las olas que rompen en los roquedales que anuncian la agreste severidad de las lomas, sino también el amplio arco que describe su propio vuelo.
Aunque un aleteo de picaflores agita su estómago, porque desde la infancia le causa vértigo la altura, sonríe al divisar una bandada de pelícanos que se desliza a ras del océano. El Doctor inhala la fragancia a cochayuyos y se encamina hacia la iglesia de La Matriz, donde intenta posar sus mocasines de gamuza junto al campanario coronado con la cruz de madera, que dejó inclinada el último terremoto.
El chasquido de las palomas que despegan del campanario aborta su intento de poner pie sobre las tejuelas. Tarda en constatar que su fracaso no se debe a los pájaros, sino al timbrazo del teléfono que ahora busca a tientas en la oscuridad del dormitorio. El despertador del velador indica que faltan cuatro minutos para las cinco de la mañana del once de septiembre de 1973. Se lleva el auricular al oído.
—Desplazamientos sospechosos de la Armada en Valparaíso —le anuncia una voz.
El Doctor enciende la lamparita y se calza los anteojos con la convicción de que ese día morirá. Está solo en su dormitorio de la avenida Tomás Moro 200, en Santiago de Chile, lejos de su puerto natal de Valparaíso, en un espacio que más parece la modesta celda de un monje franciscano. El cuarto da a la biblioteca, donde lo esperan el ajedrez de marfil y, junto a la puerta que se abre a la terraza con baldosas moriscas y la piscina con el cocodrilo embalsamado, su amada colección de huacos peruanos. Se queda quieto y piensa en la sonrisa delicada de su esposa, que duerme en el dormitorio del segundo nivel. Imagina la respiración espaciada y cadenciosa de Hortensia. Imagina que ella sueña que son novios. Imagina que ella sueña que vuelven a compartir el lecho. Admite que ella seguirá habitando en su memoria como la beldad de tez pálida y cabellera oscura cuyos ojos claros lo cautivaron la noche en que él, hace más de cuarenta años, en medio de un terremoto, huía despavorido a una calle de Santiago desde las bancas de un templo masónico.
—Sea más específico —dice el Doctor al auricular. Los rumores de alzamientos militares son el pan diario desde que asumió la presidencia, tres años atrás.
—La Armada zarpó anoche a reunirse con la flota estadounidense para realizar las maniobras conjuntas de Unitas —explica la voz.
—Eso lo autoricé y o mismo —repone el Doctor, y restriega el talón de un pie contra el empeine del otro en la agradable calidez de las sábanas.
—Lo que pasa es que la flota se está devolviendo —añade la voz, ahora trémula—. Apenas vislumbro las naves en la oscuridad, pero están sin luces en la bahía, espiando la ciudad. Podrían bombardearnos en cualquier momento.
—¿Algo más, compañero? —El Doctor deja la cama y se despoja del piyama de franela frente al espejo del ropero que le muestra el ligero promontorio de su abdomen y la pálida delgadez de sus muslos.
—Hay infantes de marina en los principales cruces de la ciudad. En tenida de combate…
—¿Consultaron a la comandancia naval? —Tras activar el pequeño parlante del teléfono, el Doctor recoge del suelo el calzoncillo del día anterior y se lo pone sin perder el equilibrio. Luego saca del ropero a la rápida un pantalón, una camisa y un suéter a rombos, y se viste con premura.
—Nadie contesta en la Armada, Doctor.
—¿Y en el Ministerio de Defensa?
—Allá no están atendiendo.
—¿Y no ubicaron a los comandantes en jefe? —Se calza unos zapatos negros.
—Nadie responde ni en sus casas, Doctor.
—Entonces voy a palacio —anuncia el Doctor y, tras colgar, alerta por el citófono a los escoltas.
Se afeita en seco y a la rápida con gillete, descuelga un saco de tweed y pasa a la biblioteca, donde agarra el fusil AKA que le obsequió Fidel Castro. Toma un buche de café frío en la penumbra de la cocina y sale a la rotonda, donde cuatro autos Fiat 125 azules y una camioneta calientan motores. La caravana sale entonces rugiendo de Tomás Moro y, antes de que los guardias cierren el portón, el Doctor dirige una última mirada a la casona blanca con tejas de greda, que permanece a oscuras, y a las dos palmeras que flanquean la puerta de entrada y parecen vigilar el paso del tiempo.
Este año el evento Cómic Sin Fronteras de la Corporación Cine Club Borges de Pereira, cumple 20 años de actividades ininterrumpidas.
El proyecto que inició sin mucha ambición, más allá de incentivar a los muchachos dibujantes de cómic, quienes para el año 2000 tomaban cursos en el cine club, llegó a convertirse en uno de los eventos relacionados con el noveno arte más antiguos del país, después de los festivales de caricatura y humor gráfico realizados en Cali, Valle del Cauca y en Rionegro, Antioquia, quienes llevan 27 años de trabajo.
Les compartimos una entrevista reciente que le hicieron a los tres directores de los eventos mencionados: Nelson Zuluaga, Cómic sin fronteras (20 años, próximos a celebrar); José Campo, Calicomix (27 años) y Fernando “Pica” Hincapié, Cartoonrendón (27 años).
La entrevista fue realizada por los caricaturistas e ilustradores Camilo Triana (Triana Cartoons) y Juan Camilo Lopera (Júcalo), creadores del Concurso Internacional de Caricatura y Humor Gráfico Noticartún, que dicho sea de paso, este año llega a la versión número seis del concurso y está dedicado a resaltar el talento nacional dentro y fuera del país en este campo.
En la exposición inaugural de Cómic Sin Fronteras 2020, que se presenta de manera virtual por el facebook de Comfamiliar Risaralda, en el marco de Corto circuito escenarios para el arte, hay una frase que destacan los realizadores de este evento: “más que muñequitos”, haciendo referencia a la idea general que un transeúnte desprevenido puede pensar si le preguntamos: qué se le viene a la cabeza con la palabra historietas o cómics.
Dentro de las definiciones de las artes, se conoce al cómic como el noveno arte, una historia que se cuenta con dibujos enmarcados en cuadros con globos de texto.
Es considerado un producto cultural de la modernidad industrial y política occidental que surgió en paralelo a la evolución de la prensa como primer medio de comunicación de masas. Pero su punto de partida se encuentra entre la aparición de la imprenta, en 1446, y de la litografía, en 1789.
Hacia finales del siglo XIX tanto en Europa como en Estados Unidos, los periódicos recurrían a diferentes incentivos con el fin de atraer el mayor número de lectores y, por consiguiente, controlar el mercado.
La modernización de los sistemas de impresión en Estados Unidos permitió que a partir de 1893 se incluyera una página en color en los suplementos dominicales.
En el caso de Latinoamérica, el cómic surgiría casi en el mismo periodo en el que las tiras cómicas empezaron a ser un gran éxito en el Reino Unido, y posteriormente en los Estados Unidos como en el resto del mundo, debido a que era un medio de entretenimiento económico y generaba grandes ganancias.
Inspirado en cómics de éxito como The Yellow Kid, The Dandy y The Beano, en esta parte del continente se inicia con dibujos en blanco y negro y en países como Chile, México y Argentina, con historietas como “Condorito”, “Memín”, “El santo”, “Kalimán” y “Mafalda”, historias y personajes con los que la industria del cómic empezó a demostrar un gran talento en creación de historia y arte.
La mayoría iniciaron en periódicos o siendo parodias/homenajes a la industria del cómic estadounidense y poco a poco fueron apareciendo grandes representaciones de la cultura de nuestros países, llegando a tener reconocimiento internacional.
Ver detalles del cómic por países en Latinoamérica haciendo clic aquí
El papel de Cómic Sin Fronteras en el eje cafetero
Cuando Cómic Sin Fronteras pasa sus primeros seis años de actividades, se consolida como un evento que busca ser un espacio de comunicación, sano esparcimiento, promoción de la cultura y generador de reflexión crítica a través del ocio creativo para grandes y chicos; en zonas rurales y urbanas en el eje cafetero, a través de la caricatura, el humor gráfico, la ilustración, el dibujo en vivo, las historietas y la novela gráfica.
Por eso, en el recorrido histórico de las memorias del evento, vemos como el proyecto que empezó realizándose una semana al año (de la muestra I a la IX) luego pasó a ser de un mes y actualmente ya van en dos meses de actividades, lo que podría resultar, según dice su director: en el evento de cómic más largo del mundo.
Un evento no concertado
En las dos décadas de trabajo ininterrumpido, Cómic Sin Fronteras no ha contado con apoyos estatales directos, en el 2019 intentaron participar en las convocatorias de estímulos pero fueron descalificados por no cumplir los requisitos financieros que solicitaba la convocatoria.
Ese espíritu de trabajo que lleva el evento encabezado por Nelson Zuluaga Hernández y el equipo organizador, es sostenido por una visión comunitaria y la satisfacción de demostrar con el ejemplo que se pueden hacer pequeños cambios con nuevas alternativas económicas, implementando sistemas más solidarios como la minga, el intercambio y el voluntariado.
Charlas en centro culturales
Ferias de stickers
Dibujo en vivo con Urban Sketchers Pereira
Invitados nacionales
Invitados internacionales
Caricatura en vivo
Visibilización del talento local
Charlas formativas
Vinculación de la entidad privada
Talleres de dibujo
Exposición dentro de otros eventos
Invitación como jurados a concursos de cómic
Visibilización del talento regional
Trabajo en escuelas rurales
Tarea que no es fácil pero ha sido liderada por la economía solidaria (préstamo de salas, intercambio de invitados entre eventos, apoyos culturales con instituciones educativas universitarias, la solidaridad de pequeños empresarios amigos del evento que hacen sus aportes, artistas y personas que ofrecen su conocimiento y su trabajo para compartir con los demás) y, sin lugar a dudas, el amor que la dirección le pone impulsando el trabajo en red con otras instituciones sociales, culturales, educativas, muchas de ellas tampoco concertadas, que se apoyan mutuamente para llevarle a los diferentes públicos las actividades.
20 años
Para la versión número 20 del evento, el cartel estuvo a cargo de Javier Mariscal, un diseñador multidisciplinar: autor español de cómic, escultor, ilustrador, diseñador gráfico, de interior, de mobiliario, así como de identidad corporativa entre otras muchas facetas.
El póster es una postal de sus recuerdos del Eje Cafetero en Colombia, cuando visitó la ciudad en el 2017. Desde el año 2014 los carteles de Cómic Sin Fronteras son realizados por un artista extranjero que haya estado en el evento y a quien se le pide que plasme su visión de la región en el cartel.
Javier Mariscal es recordado por su diseño de Cobi (la imagen de los juegos olímpicos de Barcelona del año 92), la película animada Chico y Rita que dirigió junto a Fernando Trueba (nominada al Oscar) y en Pereira, lo recordamos porque fue el invitado de honor en el 2017 y este año lo invitaron nuevamente para hacer la ilustración y el diseño del cartel por los 20 años del evento.
Les dejamos una entrevista que le hicimos en el 2017 cuando vino para el evento:
Terminamos este especial dejándoles las direcciones virtuales en las que pueden rastrear el día a día de Cómic Sin Fronteras