martes, abril 29, 2025
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Aquí anduvo la muerte

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Una tras otra, familias enteras de emigrantes han sido arrasadas por la codicia y la impiedad

que animan las acciones humanas.


 

Información Bibliográfica del libro
 

Título: Las tierras arrasadas

Autor: Emiliano Monge

Editorial: Random House

Género: Novela

Año: 2015

Pág. 345

 

El sobrevuelo de los buitres entre las nubes que coronan la sierra.

Los aullidos de agonía de un mono, desmembrado a machetazos por los humanos con los que se encontró en el camino.

El olor dulzón de la oscura nube de humo que se eleva desde la hoguera donde se calcinan los cuerpos de hombres, mujeres y niños reducidos a trozos diminutos por orden de los traficantes de personas apostados en la zona.

La sangre que mana a borbotones del cuello cercenado de una mujer embarazada y asesinada por un todavía niño y ya casi hombre de tanto apurar hasta las heces el cáliz de la infamia que lo rodea.

No por casualidad se hizo pollero, es decir, traficante de inmigrantes, como quien aprende un juego más.

Todo nos dice que por aquí anduvo la muerte, cuando uno se aventura a cruzar las 341 páginas del libro Las tierras arrasadas, del escritor mexicano Emiliano Monge, reimpreso en julio de 2019 con el auspicio del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Una tras otra, familias enteras de emigrantes emprenden la travesía por valles y montañas, animados no tanto por la esperanza como por la certeza de que atrás apenas queda nada para rescatar, porque las vidas y las tierras han sido arrasadas por la codicia y la impiedad que animan las acciones humanas.

El primer párrafo de la novela nos anuncia la sucesión de pesadillas que se avecina:

 


“También sucede por el día, pero esta vez es por la noche. En mitad del descampado que la gente de los pueblos más cercanos llama Ojo de Hierba, un claro rodeado de árboles macizos, lianas primigenias y raíces que emergen de la tierra como arterias, se oye un silbido inesperado, cruje el encenderse de un motor de gasolina y desmenuzan la penumbra cuatro enormes reflectores”.

 

Es el anuncio de lo ominoso, que hasta el final rodea la existencia de los protagonistas, impregnándola de una sustancia viscosa que muy pronto se nos revelará como la esencia de lo humano cuando es llevado al límite.

Los reflectores en cuestión iluminan decenas de rostros donde sólo alienta el miedo: las facciones del animal que ha sido conducido a una trampa en la que inicia todas las fases de la degradación, de la que apenas puede salvarlo una muerte que tarda en llegar.

Engañados, secuestrados y vendidos en los mercados de seres humanos, los fantasmas que habitan la novela bajan por todos los círculos del infierno en una suerte de viaje sin regreso donde lo pierden todo, hasta quedarse sin voz, sin oídos, sin nombre, sin memoria.

Son ellos los que recitan para sí mismos una salmodia que le permite al lector asomarse a los abismos de una desesperación para la que no hay ya consuelo:

 

“Le pedí a Dios que ayudara… que no dejara que eso nos hicieran… yo rezaba y ellos se reían…luego me sacaron afuera y me tiraron en el lodo…me dijeron síguele rezando a ver qué pasa… y me quedé ahí tirada… en medio de la oscuridad y el olor a podrido…ahora sueño con el olor ese a podrido…  y ya no rezo”

 

Recita para sus adentros la mujer que acaba de ser violada una vez más.

Cada vez que asistimos a un nuevo episodio de nuestras violencias creemos haber tocado fondo y nos decimos: ahora sí es el momento de nuestra redención.

Pero no hay forma alguna de redención: el agujero negro no tiene fondo.

Eso es lo que nos repite el narrador de esta novela en los nombres de los lugares donde se desenvuelve la vida mutilada de sus personajes.

Lugares que se llaman  El infierno, El Purgatorio, La caída.

Y personajes que ostentan nombres como Epitafio, Sepelio, Mausoleo, Cementerio.

Pero lejos está el narrador de jugar con alegorías o metáforas sugestivas: la vida de víctimas y victimarios es eso: una colección de sepelios y mausoleos.

En la cabina de los camiones van los verdugos: los tratantes de carne humana. En los contenedores viajan, colgados de las manos, los que un día partieron tras el señuelo de una ilusión que pronto se reveló estafa:

 

“Soy de allá pero allá sí que no hay nada…por eso voy…como se fueron ya mis otros…voy a tener allí un trabajo… voy a tener ahí una vida… me encontraré allí con mis amigos… ellos me tienen ahí contado.

“Yo voy allá para olvidarme…para olvidar lo que tenía…para olvidar pues lo que no tengo…que ya no tengo…voy allá para no tener más miedo…porque allá no voy a tener más miedo”.

 

A esta altura del relato el lector ya tiene claro que allá es apenas otro de los nombres de la muerte.

Mientras las víctimas van dejando las mejores partes de sí mismas en un calvario que no acaba, los verdugos asisten a su propia degradación: codicia, traiciones, mentiras que se alzan como muros infranqueables entre lo que fueron, lo que son y lo que no llegarán a ser.

Y  al fondo, el ojo eterno de la naturaleza contempla, una vez más, el espectáculo de  los hombres destruyéndose:

 

“Cada vez que los relámpagos se apagan, sobrevienen los rugidos de los truenos y al callar sus ecos enrabiados, los chicos de la selva, cuyos párpados suplican descansar aunque sea un rato, se extravían en los sonidos de la selva: croan las ranas en el río que vomitan  los enormes socavones, chillan cientos de murciélagos adentro de las cuevas, ruge en la distancia la pantera de estas latitudes y picotea un ave terca el blando tronco de un altísimo aguacate”.

 

Y, sin embargo, en este paisaje de tierras arrasadas brotan a veces los frutos del amor, aunque sea a través de las vidas truncas de Epitafio y Estela. Un amor adivinado por Mausoleo, el hombre que encandilado por una minúscula parcela de poder, acaba convertido en verdugo de sus propios compañeros de infortunio:

 

“¿Quién diría que eras tan frágil… que serías así de raro? medita Mausoleo observando nuevamente a Epitafio, cuya barbilla, cuello y pecho son alumbrados por el sol que en la distancia está emergiendo poderoso.  ¿Quién diría que una vieja iba a ponerse así de inquieto?”

 

Y sí: por los siglos de los siglos el amor nos ha hecho frágiles y, por lo tanto, bellos.

A lo mejor eso es lo que quiso decirnos Emiliano Monge en el breve amanecer de esta pesadilla titulada Las tierras arrasadas.

No hay que creer en brujas, pero…

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El transportador de una bruja, Biblioteca Nacional, París. Ilustración del siglo XV

 

 


A pesar de su progresiva comercialización, la celebración del Día de los niños o de los brujos, echa raíces en tradiciones milenarias que se remontan a ritos agrarios de distintos pueblos europeos, entre ellos los celtas. Con el paso del tiempo, cobrarían otro tipo de formas y simbolismos.

Para ilustración, compartimos con ustedes el presente especial.


 

Para empezar, recomendamos como música de fondo a la banda de hard rock Uriah Heep, creada en los años sesentas en Lóndres. Particularmente les recomendamos la canción The Wizard.

Artista: Uriah Heep
Álbum: Demons & Wizards
Fecha de lanzamiento: 1972
Contenido inédito: “Why”
Género: Rock

 

 

Qué tal si nos adentramos al mundo de la literatura de brujas con algunos textos relacionados. Les dejamos algunas portadas de libros, ¡para que se animen a leer!

 

 

Ahora pasamos al mundo de las series de televisión ¿Recuerdan alguna de su niñez? Les compartimos dos- hay muchas y de diferentes tiempos- así que si quieren que agreguemos otras a esta lista, lo pueden hacer ustedes mismos al final, en los comentarios.

En Colombia conocimos a estas series con los nombres de Hechizada “Bewtched” y Hechiceras “Charmed”. En internet se encuentran los capítulos por si es de su interés revisitarlas o conocerlas.

 

 

Pasamos ahora, de la imagen en movimiento a la ilustración y la pintura, les proponemos una serie de dibujos y pinturas que se han realizado en diferentes momentos de la historia de la humanidad.

 

 

Seguimos provocando su interés por este tema con un podcast de la historiadora colombiana Diana Uribe: Halloween – historias de brujas y muertos.

 

 

Y finalizamos este recorrido con un video musical de Alice Cooper, músico de rock que tomó su nombre de una célebre bruja del siglo XVII.

Artista: Alice Cooper
Álbum: Trash
Fecha de lanzamiento: 1989
Género: Rock

 

 

Los invitamos a continuar con el especial de día de muertos de mañana y a seguir investigando más sobre este tema.

 

ENLACES PARA CONSULTA

La noche de Walpurgis

La historia de las brujas negras (y esclavas) de Cartagena

La caza de brujas en Europa

 

 

Kike Ruíz o la publicidad como relato

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Durante su presencia en Pereira, invitado por los organizadores de Cómic sin Fronteras, un evento próximo a cumplir veinte años, Ruíz compartió con las nuevas generaciones su convicción de que la publicidad es una narración urdida a partes iguales con elementos del dibujo, la música y la construcción literaria.


Si los mortales existimos en la medida en que somos relatados por otros o, para utilizar una expresión cara a algunas corrientes de la sicología, registrados por el ojo de los otros, los lenguajes de la publicidad son una narración completa de los anhelos, los miedos y las obsesiones  humanas.

Por eso, los expertos en esa disciplina bucean en las honduras de las personas, con el propósito de encontrar las claves que den cuenta de sus modos  de estar en el mundo y, por ese camino, motivar sus ansias de consumir.

Esa es la esencia del capitalismo tardío. O de la sociedad de consumo, como también se le conoce.

Para muestra, está de sobra documentado que los machos alfa quieren poseer un automóvil no tanto como medio de transporte como de instrumento de seducción para llegar al sexo.

El sexo: el gran motivador de las acciones humanas.

El ilustrador colombiano Kike Ruíz lo sabe.

Por eso, desde muy temprano hizo de la ilustración el camino preciso para conjugar los propósitos de los empresarios- los vendedores- con las expectativas de los consumidores.

 

Durante su presencia en Pereira, invitado por los organizadores de Cómic sin Fronteras, un evento próximo a cumplir veinte años, Ruíz compartió con las nuevas generaciones su convicción de que la publicidad es una narración urdida a partes iguales con elementos del dibujo, la música y la construcción literaria.

Desde niño descubrió que tenía la destreza para tejer historias de papel. La mágica relación entre la punta de un lápiz y la superficie sobre la que se desplaza lo conduciría, ya en la edad adulta, a las agencias de publicidad donde se ganó la vida durante muchos años.

 

Kike Ruíz hablando de la ilustración como herramienta para el trabajo audiovisual en la Alianza Francesa de Pereira. Foto: Alejandro Ríos

 

Hoy, más de tres décadas después, recuerda como borroneó, trazó bocetos y mandó más de un papel al cesto de la basura, hasta dar con el concepto preciso del   automóvil Renault 4, presentado ante la imaginería de los potenciales compradores como el amigo más fiel.

La ilusión de tener un amigo fiel acompaña a los seres humanos desde su aparición sobre la tierra. De ese modo, el ilustrador talentoso acaba por ligar, acaso sin que él mismo sea consciente, la saga épica de Aquiles y Patroclo, con el talante de una estructura de latón que de ese modo se ve investida de propiedades heroicas.

El Renault 4 como un moderno valiente que va desfaciendo entuertos por caminos asfaltados.

Eran los días previos a Internet, cuando los milagros del Fotoshop no estaban imaginados siquiera.

De modo que, tal como sucede con los escritores, este bogotano con acento paisa y amante del buen whisky se enfrentaba cada día al pánico de la hoja en blanco y empezaba a trazar caminos.

 

Kike Ruíz en entrevista en Ecos 1360 radio. Foto: Alejandro Ríos

 

En muchos sentidos, emprendía una aventura parecida a la de los artistas René Goscinny y Albert Uderzo, creadores de la aldea gala sitiada por las legiones de Julio César, cuya defensa convirtió en héroes a Asterix y Obelix, personajes  de ficción que suponen un reconocido aporte a la definición de la identidad belga y francesa.

Es decir, publicidad orientada a afianzar la idea de patria.

Kike Ruíz tiene claro que las ilustraciones publicitarias, cuando apelan a la creatividad y respetan el concepto de lo estético, rozan en no pocas ocasiones los terrenos del arte.

Eso lo supo en la Francia decimonónica un pintor como Henri Tolouse Lautrec, creador él mismo de carteles publicitarios que al final resultaba imposible  separar de otras vertientes de su obra.

Puestos a evocar antecesores ilustres en el campo del dibujo con fines de publicidad, Ruiz coincide en que  la célebre imagen del indio que ilustra desde hace casi un siglo las cajetillas de cigarrillos Pielroja, creada por el maestro caricaturista colombiano Ricardo Rendón, desde hace mucho tiempo trascendió los límites  de sus objetivos inmediatos, para convertirse en todo un relato que acompaña la vida de varias generaciones de colombianos: la aventura del fumador como alguien  devenido invencible por la aureola de humo que lo circundaba.

Por supuesto, eran días anteriores a las campañas de prevención del cáncer.

Tiempos ¡ay! Tan distantes de la ola de corrección política que hoy nos domina.

Como a tantos otros creadores, el vértigo de los desarrollos tecnológicos también sacó a Kike Ruíz de circulación.

Pero como su talento y experiencia siguen intactos, por aquí anduvo con su sombrero de mago, sacando prodigios de la punta de un lápiz y contribuyendo de ese modo a poblar de historias de papel el mapa de nuestro vasto universo.

Kike Ruíz en Ecos 13060 radio en compañía de Andrés Botero, director de la emisora (a su izquierda) y de Martha Alzate, directora de La cebra que habla y Gustavo Colorado, director del área cultural de Comfamiliar Risaralda (a su derecha) . Programas Juntos pero no revueltos emisión 25 de octubre. Foto: Alejandro Ríos

 

 

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Entrevista a Kike Ruíz en Ecos 1360 radio:

Kike Ruíz y su mundo en el papel

De ver pasar: La prótesis de la guerra

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De ver pasar es el nombre que le daremos a estas entregas dominicales de Rigoberto Gil, hoy el tema que lleva a este pensador a escribir son las prótesis de pierna, consecuencia de un encuentro con un soldado en una fila.


 

No conozco su nombre,

solo reconozco la ausencia de sus pies.

Debí mirarlo a la cara, ese acto tan humano de reconocernos en el otro, de saberlo próximo en sus gestos y arrugas; a lo mejor descubriría en sus tics alguno que me sea familiar.

Solo se impuso en mi horizonte la contundencia de sus no-pies, el brillo metálico del aluminio o el acero inoxidable de un soporte artificial incrustado en unas botas militares, allá abajo, sobre la gravedad de la tierra, en un círculo del infierno del consumo. Leí que el cuerpo tiene memoria, de suerte que los no-pies seguirán unidos para siempre al nervio del cuerpo fragmentado.

Una memoria dolorosa, que no olvida. Una memoria corporal, incompleta.

En un acto reflejo miré mis pies calzados y me comparé con él, mientras hacíamos fila para pagar en la caja registradora. Ese hombre, pensé, está acostumbrado a hacer filas: durante las madrugadas en los cuarteles, durante las tácticas en los campos de batalla, en la EPS donde buscará aliviar el dolor físico y moral con un analgésico, mientras espera a que el psicólogo lo anime con una ilusión: hay que seguir adelante, hacia otra fila.

Para eso fue diseñada esa prótesis.

Este hombre porta un uniforme de uso privativo de las fuerzas militares.

 

 

Se adapta en su cuerpo un pantalón camuflado. No es un pantalón cualquiera ni el hombre lo lleva puesto como uno un jean perforado. Es una tela especial que ni siquiera mi padre, sastre de profesión, podría ribetear. Es un pantalón hecho con alta tecnología, vanguardista y sus diseñadores le han dado forma teniendo en cuenta componentes ópticos y cerebrales, es decir, cómo vemos y de qué modo traducimos lo que vemos, informan en la web de las Fuerzas Armadas. Obsérvese su pixelado, su textura de escamas. Parece la ampliación, a gran escala, de un código QR,  bidimensional. Los colores se ajustan a los colores con que Alicia y Arturo Cova en La vorágine pintaron su delirio cauchero. Porque de eso se trata: de mimetizarse entre la manigua, de pasar inadvertido frente al enemigo y como en Apocalypse now, atacarlo por sorpresa, darle de baja. No es un Levi’s, tampoco un Americanino, es algo más sofisticado: un “patriota“; así se lo denomina, del mismo modo que a los fanáticos y nacionalistas.

Quien vaya para la guerra puede escoger entre dos modelos: el selvático y el de desierto. Sabemos que en nuestro país el primero tiene mayor demanda.

De manera que este pantalón está hecho para cubrir el cuerpo de los llamados a la guerra. Este hombre ha vuelto de ella, imperfecto, disminuido, después de pisar una mina antipersonal y ha venido hasta acá, al supermercado, luego de enterarse, quizá por radio, que hace poco más de una semana dos niños de la zona rural de San Calixto, Norte de Santander, en circunstancias y espacios distintos, estuvieron a punto de perder sus vidas al pisar dos minas antipersonales sembradas, al parecer, por integrantes del ELN.

Porque para estar en la guerra y ser víctima de ella, no es necesario vestir de camuflado y ser un patriota, dar la vida por su patria. Basta con vivir en las zonas de la guerra, como los niños santandereanos; basta salir a pasear el perro, salirse de una zona demarcada con plástico amarillo y volar en pedazos; o dejar pedazos de nuestro cuerpo en esas zonas rojas que algunos grupos políticos, obtusos, quieren reavivar.

Nuestro hombre amputado está allí, en la fila, para advertir, sobre todo a los de la extrema derecha y de la extrema izquierda, que en la guerra se pierden cosas, incluso las extremidades.

Un general de apellido Giraldo, ecuánime él, aseveró que sus enemigos, los grupos guerrilleros, “se han desmadrado con el uso de las minas, pues ya no son para mutilar, sino para desaparecer un hombre”.

Pero es que este país, general, es un desmadre; aquí podemos desaparacer todos, porque

la guerra es nuestra prótesis.

La guerra, la continua, la variada, la que despedaza el cuerpo social, es nuestra prótesis de acero inoxidable. Hacia allá seguimos caminando.

SuperGen el superhéroe que todos llevamos dentro

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Proyecto de libros ilustrados para explicar la epigenética a través del desarrollo de un personaje llamado SuperGen,  quien nos ayuda a llevar una vida saludable si llevamos buenos hábitos físicos y mentales.


Soy Andrés, un niño igual que tú, inteligente, muy hermoso y con unos padres que me aman. Nací con un defecto en el corazón, un agujero, por eso se siente un soplo cuando te acercas a mi pecho.”

 

 

Con la historia de Andrés inicia la entrega de relatos ilustrados que Gloria Liliana Porras Hurtado, médica de la Universidad Tecnológica de Pereira con PhD en Genética lanza en español para explicar la Epigenética a niños y adultos, estimulando hábitos saludables para una mejor calidad de vida.

 

 

Éste es un proyecto de libros ilustrados que utiliza dibujos y textos cortos para enganchar a los lectores a través del desarrollo de un personaje llamado “Supergen, el superhéroe que todos llevamos dentro” a quien debemos ayudar a crecer con buenos hábitos físicos y mentales.

 

 

El prime libro ya está a la venta y pueden adquirirlo ingresando a www.supergen.com.co lugar donde también podrán conocer más sobre el proyecto.

 

 

Por cortesía de la autora compartimos con ustedes apartes del libro.

Carteles políticos

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“El voto en blanco es la forma suprema de la desesperación política”, sentenció el profesor Danilo Herrera, sentado a una de las mesas de El cafetín, un popular tertuliadero ubicado en el centro de Pereira.


 

Al fondo, colgada de la pared, una fotografía de Agustín Magaldi parecía asentir desde la eternidad.

“Mmmm… mal puede desesperar quien nunca ha estado esperanzado. Lo mío es apenas una variante del descreimiento absoluto”, le respondí.

En ese momento, los otros contertulios tomaron partido: dos del lado del descreído y dos partidarios del esperanzado.

Empate técnico a dos días de las elecciones para gobernadores, alcaldes, concejales, diputados y ediles.

La variopinta y no pocas veces perversa fauna que controla la vida de Colombia desde hace por lo menos trecientos años.

Es decir, mucho antes de que este territorio se llamara Colombia.

 

 

Bien provistos de café amargo, los seis conversadores: dos profesores, un abogado, un vendedor de confecciones, un cura retirado y este servidor, contador de historias, se abandonaron a una de esas deliciosas charlas de café en las que el tiempo entra en suspensión y la realidad es una materia proteica que se acomoda a los antojos de cada quien.

Sólo por joder, les dije que Darío Echandía, un viejo zorro del Partido Liberal de hace más de medio siglo, escribió alguna vez que

un partido político es un proyecto de sociedad en movimiento.

Desde luego, hoy no queda ni rastro de esa idea. Convertidos en lucrativas empresas que no pocas veces rayan con el crimen organizado, los partidos políticos en Colombia operan a modo de fondos de inversión, donde aportantes disfrazados de cualquier cosa depositan sus dineros a la espera de que un triunfo de su favorecido les devuelva con creces el dinero apostado en la ruleta electoral.

Es decir, auténticos carteles políticos.

El modelo es de sobra conocido: contratos, cargos públicos, coimas. Es decir, lo público como un botín en el que modernos piratas y corsarios entran a saco.

 

 

Ante la sola mención de la palabra pirata, sentí que Gardel me hacía un guiño desde su cielo sin nubes: es lo más parecido a la esperanza que he experimentado en el último medio siglo.

Justo entonces Hugo Medina, un profesor de filosofía borrachín y nihilista- y perdón por la redundancia- se sacó de la manga una lista de imágenes que pueden resumir por si solas la sustancia de la que están hechos nuestros aspirantes a tomar el gobierno:

-Bolsas negras de plástico repletas de dinero en efectivo, sacadas por mensajeros furtivos a la madrugada con destino a la compra de votos.

-Empleados públicos amenazados con la pérdida del empleo si no votan por los políticos que los pusieron en el cargo.

– Empleados públicos sometidos al pago de un porcentaje de los salarios recibidos, destinados luego a la financiación de las campañas de sus benefactores.

– Gastos de campaña sufragados con dineros girados por reconocidos capos del narcotráfico.

– Saqueo del erario con el fin de financiar campañas y acrecentar las fortunas personales.

– Propaganda negra urdida por geniecillos del mal conocidos bajo le etiqueta de Consultores o Asesores de campaña, diestros en manejar las redes sociales para replicar prácticas tan antiguas que se remontan a los tiempos del Imperio Romano.

“Todo el mundo denuncia, pero nadie aporta las pruebas, por temor a ser silenciado a balazos”, terció Julio César, uno de los esperanzados.

“Eso, eso, en este país un balazo no se le niega a nadie– espetó, resucitado, el profesor Danilo Herrera-, y añadió: Por eso es el momento de empezar a cambiar”.

 

 

Ésta última palabra me produjo vértigo: los demagogos la han manoseado tanto que sólo nos queda la cáscara vacía. Es de esos vocablos que ya no dicen nada y necesitan, por lo tanto, de un cambio.

Como se acercaba la hora del almuerzo, de repente los contertulios nos volvimos prácticos y el profesor Herrera dio inicio a la sesión de probabilidades electorales. Entre números y ecuaciones decidió que solo había dos candidatos con opciones reales para tomar las riendas de la ciudad.

Así dijo: “tomar las riendas de la ciudad”.

“Ellos son Carlos Maya y Mauricio Salazar”, exclamó, alzando su dedo índice con aire admonitorio.

Ahí está el problema, señores, les dije, cansado ya y con el estómago pensando en un buen churrasco: que no son opciones, que son apenas dos máscaras de lo mismo.

El primero es una artimaña de la actual administración para prolongar su dominio y el segundo… bueno, el segundo por algo renunció a su carrera en el congreso de la República para jugársela por la alcaldía de Pereira.

Como dijo el gringo: “Business are business”

Así que, señores, gracias por el café y que entre el diablo y escoja.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

200 obras en 200 años de vida republicana y literaria

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Liderada desde las universidades de Caldas y Tecnológica de Pereira, un grupo de apoyo logístico hizo posible extender la invitación a participar en la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas a cerca de cuatrocientos lectores y recibir de más de cien de ellos sus inventarios de obras para el respectivo cotejo. En esta empresa de animar la participación por redes y medios periodísticos fueron esenciales dos aliados: Fernando Alonso Ramírez, editor de La Patria de Manizales, y Jaime Andrés Monsalve, jefe musical y comentarista de Radio Nacional de Colombia.


 

La idea de conmemorar el Bicentenario de Colombia a partir del reconocimiento de su diversidad literaria, surgió de un diálogo entre amigos.

En la voz imaginativa de Octavio Escobar Giraldo tuvo origen la propuesta y tuvo además una finalidad: presentar sus efectos en la X Feria del Libro de Manizales en el mes de agosto.

La iniciativa me pareció descabellada si admitimos que los nuestros son tiempos anarquistas, demoledores y refractarios a la canonización que el fallecido Harold Bloom, el chico de Yale, propuso sobre la literatura en Occidente, con base en el brillo eterno de un discurso mayor: el evangelio según Shakespeare.

Pero luego pensé que nada descabellado puede salir de la mente de un escritor que se renueva en cada una de sus novelas y nada más descabellada que la realidad misma del país, tan exótica como violenta. De modo que

elaborar una lista de obras y autores con un sentido plural, en un país donde abundan las listas de los más buscados en el alto y bajo mundo, podía constituirse en una práctica intelectual que derivara en un sano ejercicio de la memoria y en una selección de gustos y preferencias individuales.

Pensar en una lista de doscientas obras parecía una empresa difícil de llevar a cabo, aunque sonaba distinta de aquellas que medios como Semana, Libros & Letras, aldia.co y Arcadia habían promovido a menor escala, bajo la orientación de un consejo editorial.

La nuestra sería liderada desde las universidades de Caldas y Tecnológica de Pereira, y en especial de sus programas de literatura. Así que había que buscar un aliado en ese ámbito, alguien con la experiencia del profesor César Valencia Solanilla, director de la Maestría y el Doctorado en Literatura, con quien pudiéramos idearnos una metodología, una forma de convocatoria que aglutinara a lectores de variada índole. Darle un tinte académico y respaldo institucional a la propuesta garantizaría una transparencia frente a quienes aceptaran el reto de atender a la convocatoria.

Al hacerse público el propósito fue claro:

seleccionar, desde la sensibilidad del lector crítico y atento al devenir de la expresión literaria colombiana, lo más significativo en obras y autores que su sensibilidad le dictara.

La experiencia fue tan rica en matices como múltiple en los perfiles de los más de cien lectores que enviaron sus listas: estudiantes de literatura, profesores, investigadores, historiadores, cronistas, poetas, abogados, escritores, en fin: lectores entusiastas, dispuestos a sacrificar un mundo para disfrutar de un libro.

Un grupo de apoyo logístico hizo posible extender la invitación a participar en la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas a cerca de cuatrocientos lectores y recibir de más de cien de ellos sus inventarios de obras para el respectivo cotejo. En esta esta empresa de animar la participación por redes y medios periodísticos fueron esenciales dos aliados: Fernando Alonso Ramírez, editor de La Patria de Manizales, y Jaime Andrés Monsalve, jefe musical y comentarista de Radio Nacional de Colombia.

Ahora bien, lo que se observa en el listado que se reveló el 13 de agosto en la X Feria del Libro de Manizales es la verificación de obras y autores de lo más representativo de nuestra literatura, tanto por el periodo que abarca entre los siglos XIX y lo que llevamos del XXI, como por la presencia de géneros con límites borrosos. Quizá por eso no sea del todo fácil interpretar su contenido a la luz de lo que implica reconocer la existencia de una breve tradición literaria y dentro de ella, la pervivencia de obras canónicas en la memoria de unos lectores idóneos. Lo que sí podemos arriesgar son unas miradas parciales sobre ese registro.

 

 

¿Por qué La voragine (1924) de José Eustasio Rivera fue la primera obra escogida, seguida de Cien años de soledad (1967) de García Márquez? Esta contienda es, cuando menos, irónica, sobre todo si recordamos que García Márquez en 1950, al exponer su balance de la tradición literaria y al hacer eco de lo que Manuel Mejía Vallejo y miembros de la Academia de la Lengua consideraban lo más relevante de esta tradición, se refiere con desdén a las obras y autores que serían clásicos, entre ellos, dice García Márquez, “(…)  a Rivera, con esa cosa que se llama La vorágine y a Jorge Isaacs con María”.

Pues bien, en este listado María ocupa un honroso cuarto lugar. ¿Prefieren los lectores las selvas del sur, con sus árboles lechosos, góticos, al Macondo caribeño, con su fiebre del olvido y el banano?

Quizá en ambos delirios se halle nuestra proclividad al conflicto y a la barbarie que han inducido el colonialismo y sus empresas trasnacionales.

De otro lado, ¿por qué obras tan complejas en estructura formal y en las que el lenguaje se pone en situación, como Suenan timbres (1926) de Luis Vidales, Cuatro años a bordo de mí mismo (1934) de Eduardo Zalamea Borda, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) de Albalucía Ángel, La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, Changó, el gran putas (1983) de Manuel Zapata Olivella y Sin remedio (1984) de Antonio Caballero, aparecen en el top de las quince primeras?

 

 

Como estudioso y entusiasta de la literatura no tengo más que sospechas. Me declaro, no obstante, sorprendido por su elección.

Puesto que estamos en los terrenos de los lectores, será necesario reconocer cómo éstos han evolucionado con la modernización del país y en ellos, en su criterio, tal vez debamos reconocer las huellas de grandes lectores, intelectuales que nos enseñaron el difícil arte de saber leer: Baldomero Sanín, Hernando Téllez, Eduardo Zalamea, Hernando Valencia Goelkel, Ernesto Volkening, Carlos Rincón y Rafael Gutiérrez Girardot.

Estas primeras obras del listado desvelan el carácter experimental de autores que en su tiempo debieron declararse en rebeldía frente al legado que recibían de sus mayores.

Un legado, una tradición que miró con sorna las expresiones vanguardistas de León de Greiff, Luis Tejada y Luis Vidales, y que prefirió quedarse en la imitación de los gestos del romanticismo decimonónico, en el color local de los cuadros de costumbres, en las simulaciones ampulosas del grecolatinismo y en la prédica de una moral cristiana que no perdonó el suicidio de José Asunción Silva, mientras bendecía los afectos al poder político de los hombres de letras, siempre y cuando se alejaran, obedientes, de toda expresión de insurgencia estética.

Si bien se impone la novela como género, los lectores no desestiman la poesía, el cuento, el ensayo y el teatro.

Destaco una sutil apertura hacia géneros híbridos, propios de tiempos modernos y de una marcada influencia anglosajona: el testimonio, las memorias, la crónica, la biografía, es decir, todo aquello que podría englobarse en el periodismo narrativo o literario, en cuyo caso, habría que destacar algunos pioneros en la historia del país: Emilia Pardo Umaña, Ximénez (José Joaquín Jiménez), Felipe González Toledo, García Márquez, Antonio Montaña, Cepeda Samudio, Plinio Apuleyo, Daniel Samper Pizano y Germán Santamaría.

Los más puristas podrían reclamar que este listado desatiende las obras clásicas

ligadas al romanticismo de Julio Arboleda y José Eusebio Caro, al centenarismo de Marco Fidel Suárez y Guillermo Valencia, al costumbrismo de su mejor exponente, Tomás Carrasquilla y al grecolatismo que practicaron Silvio Villegas y Bernardo Arias Trujillo. Algunas de sus obras, sin embargo, aparecen aquí –La marquesa de Yolombó (12), Risaralda (35), Manuela (42), Cantos populares de mi tierra (53),  Ritos (75), El alférez real (80), Diana cazadora (93), Las convulsiones (116), Pax  (126), El moro (130), Por el atajo (151), Ibis (162)–, solo que la prioridad en gustos y tendencias de los lectores contemporáneos parece estar centrada en otra parte.

 

A propósito de otra parte, lo que más interesante descubro en este listado es el rescate de obras y autores, como si un consenso implícito nos obligara a recordar que la nuestra es una literatura en la que es urgente revalorar, revisitar, volver a los archivos.

Ahí está la obra de Fernando González –Viaje a pie (29)–, de Soledad Acosta de Samper –Una holandesa en América (129)–, de Pedro Gómez Valderrama –La otra raya del tigre (14)–, de José Asunción Silva – De sobremesa (20)–, de Eduardo Caballero Calderón –El cristo de espaldas (22)–, de Manuel Mejía Vallejo – La casa de las dos palmas (24), El día señalado (40), Aire de tango (50)–, de Arnoldo Palacios –Las estrellas son negras (42)–, de Marvel Moreno –En diciembre llegaban las brisas (39)–, de León de Greiff –Variaciones alrededor de nada (43)–, de José Antonio Osorio Lizarazo –La casa de vecindad (55)–.

 

 

La lista excepcional continúa y se bifurca con donaire en el momento en que el Grupo de Barranquilla, inspirado por el magisterio del catalán Ramón Vinyes, y los intelectuales que rodearon la publicación de las revistas Mito (1955-1962) y Eco (1960-1980), decidieron ampliar un diálogo con la cultura, por ese camino que avizorara Borges en 1932: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental”.

Son varias las sospechas que quedan por plantear a modo de balance. Por ejemplo, interpretar,

más allá de ideologías provenientes de los estudios culturales, el lugar que aquí ocupan las obras de mujeres: quince de doscientas. El lugar que se le ofrece a los libros de cuento: diecisiete. La escasa presencia de libros de ensayo: doce. La casi nula de obras de teatro: dos.

Hay aquí, por otra parte, una destacable presencia de los autores de la región del llamado Gran Caldas en la lista ideal. ¿Obedece este asunto a la circunstancia de que muchos de los lectores que atendieron la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas tienen lazos afectivos con esta parte de la geografía del país? Lo cual nos obliga a considerar que si esta convocatoria se aplicara en cada una de las regiones en que se subdivide Colombia, los resultados podrían variar indiscutiblemente.

Lanzo un presagio: ponderar esas listas para aventurar una sola constituiría un trabajo enorme, el germen de una suerte de nueva Expedición Literaria Contemporánea que exigiría mayores recursos humanos.

¿Quiénes podrían sobrevivir a esta aventura expedicionaria? Solo los más fuertes, con seguridad y en esta primera lista que nació como idea en la voz imaginativa de Octavio Escobar, se perfilan ya unos guerreros. Le corresponderá a cada lector aceptar el desafío y escoger a los indestructibles. Recomiendo expulsar, sin miramientos, a Gabriel García Márquez de la isla que engloba el territorio bautizado por León de Greiff como el monótono país del sol sonoro. Digámoslo sin ambages: es apremiante expulsar a ese viejo con unas alas enormes, “náufrago solitario de alguna nave extranjera”, ya que no lo derriban ni los más fuertes temporales vallejianos del Caribe.

 

El texto viene acompañado con el listado completo de las obras, el cual pueden consultar haciendo clic aquí

 

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Matrescence: el tránsito hacia la maternidad

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“Pensé que la maternidad me haría sentir feliz y completa; pensé que mis instintos me dirían qué hacer, y cómo hacerlo”, expresan las mujeres, y al hacerlo, dejan entrever que se encuentran sumamente decepcionadas de sí mismas.


Desde hace más de una década, la psiquiatra Alexandra Sacks se dedica a atender a mujeres en embarazo o en etapa de posparto. En la charla titulada “Una nueva manera de pensar la transición a la maternidad”, la doctora refiere que, a lo largo de estos diez años, ha logrado identificar entre sus pacientes una preocupación en común. Muchas mujeres que acaban de dar a luz –cientos, precisa– experimentan profundos sentimientos de temor y culpa:

miedo a no ser lo suficientemente buenas ejerciendo el nuevo rol de madre; culpabilidad al confesar que la maternidad resultó ser una etapa de la que no disfrutan en absoluto.

Sacks indica que sus pacientes temen estar atravesando una depresión posparto, pero que muchas veces, tras las evaluaciones de diagnóstico, se descarta tal condición.

“Se supone que no debería sentirme así”, reconocen, avergonzadas, las madres. “Pensé que la maternidad me haría sentir feliz y completa; pensé que mis instintos me dirían qué hacer, y cómo hacerlo”, expresan las mujeres, y al hacerlo, dejan entrever que se encuentran sumamente decepcionadas de sí mismas.

En un intento por ayudar a sus pacientes a lidiar con este tipo de sentimientos y a sobrellevar esta clase de emociones, la doctora Sacks decidió indagar en el asunto. Como no encontró literatura médica sobre la psicología de la maternidad –“Los médicos suelen escribir sobre enfermedades, y las sensaciones referidas por estas mujeres no constituyen una enfermedad”, reflexiona la doctora–, dirigió entonces su búsqueda a investigaciones realizadas en el campo de la antropología. Así encontró un artículo publicado en 1973 por Dana Raphael, quien acuñó el término

matrescence –matrescencia– para denominar la etapa de transición a la maternidad, el periodo de transformación que atraviesa una mujer cuando acaba de tener un hijo.

No es casual que la palabra matrescence se asemeje a adolescence, en tanto ambos estados aluden a una fase en la cual los cambios físicos y hormonales suscitan una convulsión emocional en los sujetos.

Sin embargo, advierte Sacks, mientras se espera que la adolescencia constituya una etapa de crisis y que los adolescentes se sientan agobiados y confundidos debido a que están experimentando una nueva forma de estar en el mundo, de las mujeres que acaban de dar a luz se suele esperar que se dediquen al cuidado del recién nacido como si no hubiese ocurrido en ellas un cambio de dimensiones trascendentales tanto a nivel físico como emocional.

 

Alexandra Sacks.

 

Esa actitud, sostiene la doctora, no constituye una expectativa realista de cómo debiera ser el tránsito a la maternidad.

A partir de conversaciones que he establecido con otras madres como yo, puedo deducir que

esa incómoda sensación de no cumplir con los estándares, esa impresión de fallar constantemente en el papel recién estrenado, se debe a diversos factores. Uno de ellos es la presión social que ejerce el discurso publicitario y el de las redes sociales sobre las mujeres que acaban de convertirse en madres.

Ambos espacios difunden unas imágenes de maternidad muy distintas a la experiencia de matrescence que muchas confiesan haber sentido en carne propia: allí pululan retratos de mujeres que lucen radiantes inmediatamente después de haber tenido al bebé, recuperan la figura en poco tiempo, se organizan para retomar la vida laboral sin mayores inconvenientes, y mantienen una permanente sonrisa en el rostro.

Al representar la transición a la maternidad como un estado supuestamente ideal, libre de conflictos, estos discursos esconden la verdadera cara de la matrescencia: una mujer que ama con locura a su recién nacido, pero que se siente irritable y confundida por los cambios sucedidos de manera abrupta en sus horarios de sueño y rutinas del pasado; una mujer que se siente ajena en su propio cuerpo –no reconoce su estómago flácido, sus pechos rebosantes de leche, el pañal que ella misma debe llevar–; una mujer que se siente obligada a recibir visitas inesperadas –quienes muchas veces le quitan al bebé de sus brazos para cargarlo, deslizan comentarios desatinados sobre su apariencia física, y no dudan en expresar su pesar ante una cesárea o imposibilidad de dar de lactar–.

 

Tomada de alcohol.org

 

Y sobre todo, como mencionábamos líneas arriba, una mujer que duda permanentemente de sí misma, y se sorprende de no saber cómo reaccionar frente a situaciones en las que se supone iría a comportarse de manera natural, instintiva.

La batalla en contra del predominio de imágenes imprecisas y falaces sobre el periodo de matrescencia debe librarse en el terreno de lo cotidiano.

La crítica ante la representación incongruente de una fase de profunda vulnerabilidad debe emerger a partir de un cambio en nuestras propias percepciones.

Al rescatar del olvido la noción de matrescence, la doctora Alexandra Sacks no solo nombra un fenómeno cuya existencia por lo general se ignora, sino que además visibiliza los pormenores de aquella etapa de inestabilidad transitoria, de aquel periodo de ajuste que experimenta una mujer tras haber traído al mundo un nuevo ser humano, y por consiguiente, ayuda a las madres a sentirse menos estigmatizadas.

El rostro de la noche

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El narrador de Huguenau o el realismo nos recuerda que las revoluciones son la rebelión del mal contra el mal. Por eso, salvo las apariencias, no existe diferencia alguna entre el comunismo y el capitalismo. Ambos modelos están basados en “la decisión de elevar las máquinas a objetos de culto, haciendo sacerdotes de los ingenieros y de los demagogos”.


I

Arenas  movedizas

En las páginas finales de Huguenau o el realismo, la última de las novelas que conforman la Trilogía de los sonámbulos, del escritor vienés Hermann Broch, Alemania arde en llamas. Los resplandores anaranjados del fuego iluminan los pasos erráticos de quienes intentan escapar o aproximarse a lo que suele llamarse Teatro de los hechos.

 

 

Estamos en noviembre de 1918, durante uno de los coletazos más feroces del fin de la Primera Guerra Mundial.

La guerra, el final de la guerra, es apenas la metáfora de una época que se desploma sobre quienes la vivieron, convencidos de que pisaban terreno firme.

Pero nada es firme en el mundo de los hombres. Y menos esa materia deleznable llamada Historia, esa suerte de ficción urdida por los anhelos y temores de sus testigos y protagonistas.

Fiel a su propósito de llevar hasta el límite los recursos de la literatura como instrumento para abismarse en los misterios de la vida, Broch levantó este edificio narrativo constituido por tres novelas que después fueron bautizadas con el título de  Trilogía de los sonámbulos.

 

La trilogía: Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Huguenau o el realismo

 

A diferencia de obras totalizadoras emprendidas por otros autores, la Trilogía exige la lectura de las tres novelas, pues los destinos de los acontecimientos y sus protagonistas se enlazan en una urdimbre de la que participan a partes iguales la poesía, la narrativa, la teología, la filosofía y la crónica en cuanto son elementos acuñados por la humanidad  para tratar de comprenderse a sí misma y a las fuerzas externas que la desbordan.

De modo que Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Huguenau o el realismo son los soportes de este trípode sobre el que se alza el espíritu de Broch  para contemplar el rostro de la interminable noche humana.

El rostro de lo irracional, de lo más primitivo de nuestra condición, apenas contenido por la estructura de normas  y convenciones que esconden otras formas de lo irracional.

Lo que en términos teológicos conocemos con el nombre de El Mal.

El narrador de Huguenau o el realismo nos recuerda que las revoluciones son la rebelión del mal contra el mal. Por eso, salvo las apariencias, no existe diferencia alguna entre el comunismo y el capitalismo. Ambos modelos están basados en “la decisión de elevar las máquinas a objetos de culto, haciendo sacerdotes de los ingenieros y de los demagogos”.

 

II

Las insignias del valor

Así las cosas, lo que se desintegra tras la Primera Guerra Mundial no es un modelo político o económico, como creen los historiadores: es una concepción del mundo soportada en un sistema de valores que las aristocracias rurales y su expresión militar y eclesiástica creían eternos: el honor, el valor, el orden. De hecho, en la última parte de la trilogía, Broch emprende una serie de digresiones sobre la naturaleza de esos valores.

Por lo pronto, en la primera página del libro, encontramos al joven Joachim von Pasenow a punto de enrolarse en el ejército. Su padre está convencido de que todo ese mundo de orden y obediencia, de desfiles, uniformes, charreteras y cantos marciales es lo único capaz de mantener en su sitio al universo.

 

De la exposición “Rumanía en la Primera Guerra Mundial”

 

Fiel a esos principios, Joachim duda pero obedece, y eso lo precipita en los abismos de la Historia, de los que no lo salvarán ni un matrimonio de conveniencia ni los violentos alegatos de su padre, como el que encontramos en la página 145:

“Aquí hay que restablecer el orden. Señor notario, ¿se han ocupado de usted? ¿Le han preguntado si bebe vino  blanco o tinto? Solo veo tinto. ¿Y por qué no han servido champán? Un testamento hay  que regarlo con champán”.

Sobre ese tipo de convenciones se asienta la vida entera de  la sociedad.

A modo de contraparte, la vida de Joachim tiene en Bertrand una especie de duende maligno que, a despecho de los valores rurales, decidió emprender el camino de la industria, el dinero y la especulación: símbolos de un mundo que, como el de la burguesía, se abate con su pragmatismo sobre unas vidas que temen al cambio como a la peste: detrás de su sortilegio se esconde el rostro de la noche.

De las tinieblas y sus siempre devastadoras sorpresas.

Para conjurar esas sorpresas los futuros suegros de Joachim deciden instalar un gong en su casa rural:

“El criado Peter estaba en la terraza de la casa señorial de Lestow y hacía sonar el gong. La baronesa había introducido la costumbre de anunciar así las horas de las comidas, desde que estuvo en Inglaterra con su marido. Y aunque el criado Peter se servía de este instrumento desde hacía varios años, sentía siempre un poco de vergüenza  al provocar aquel ruido pueril, sobre todo porque el sonido llegaba hasta la calle del pueblo y le había valido el sobrenombre de Tamborilero”.

 

 

Más adelante, en las páginas de Esch o la anarquía, encontraremos al próspero y sibarita Bertrand, descreído de cualquier cosa que no sea placer, disolviéndose él mismo en un torbellino que Esch pretende conjurar alentando cada día el sueño, solo el sueño de escapar a una América de leyenda donde todavía es posible la quimera de la felicidad.

En principio, este Esch se gana la vida como Contable y tiene su particular tabla de valores:

“Para un contable el debe y el haber son dos pilares que sostienen el universo entero. Así, si una sola cifra no está en su sitio, el universo entero empieza a tambalearse”.

Estamos ante algo así como la filosofía de la contabilidad por partida doble que constituye la esencia del espíritu burgués.

El mismo espíritu que se expresará más tarde en la figura del ingeniero teniente Jaretzki, un soldado que perdió su brazo izquierdo en la guerra, y como está obsesionado con la simetría desearía que le amputaran también el derecho.

De hecho, el día en que a Jaretzki le instalaron la prótesis se sintió como “Una máquina recién nacida”.

A su modo, con esas palabras estaba expresando el espíritu de los tiempos. Ese espíritu que ya no viaja al ritmo alado del caballo sino a la velocidad metálica del tren:

“Pero ellos son como personas a las que se hubiese despertado excesivamente pronto del sueño, llamándolas a la libertad para que alcanzaran puntuales al tren. Por eso sus palabras son cada vez más inseguras y soñolientas, hasta terminar en un confuso murmullo. Uno u otro añade aún que prefiere cerrar los ojos a una velocidad tan delirante, pero los compañeros de viaje, refugiándose en el sueño, ya no le escuchan”.

Arrojado, igual que sus contemporáneos, al vértigo de las máquinas, cuya expresión más demencial es la guerra, Jaretski está convencido de que los hombres sólo pueden entenderse cuando están borrachos. Por eso pide que le den una borrachera de cualquier cosa: de morfina, de patriotismo, de comunismo… de algo que emborrache del todo. De algo que despierte en todos un sentimiento de solidaridad.

 

III

El  cero absoluto

Broch nos dice así que la Historia se ha desbocado y con ese acelerarse los valores alcanzan su máximo nivel de degradación, porque  “Al que se haya frente a la muerte se le concede la libertad de permitírselo todo”.

Y eso es lo que hace el cínico protagonista de Haguenou o el realismo, que se permite incluso el asesinato y el engaño, porque en el mundo de los antivalores esas cosas ya no son crímenes sino anécdotas, datos para una biografía.

A esa altura del camino comprendemos que “La soledad del ser humano es tan grande, que nadie, ni siquiera Dios que lo ha creado, sabe nada de él”.

El espíritu de la época ha migrado hacia el dinero y las máquinas, esas manifestaciones que para el narrador constituyen la quintaesencia de  lo infernal, del hombre arrojado a los brazos del sinsentido.

Por eso, en el mundo de lo íntimo “La relación entre Hanna y su esposo está fundada en una felicidad puramente anatómica, pobre recompensa para quien busca el absoluto”.

Y ya no hay absoluto en este mundo.

Salvo el cero. Porque en un mundo absolutamente racional no puede existir ningún sistema de valores trascendente. “Es una época tan racional que de continuo ha de estar huyendo”.

 

 

Ya no hay asidero: ni siquiera la vieja tabla de salvación ofrecida por protestantes, judíos y cristianos.

Para los judíos, por ejemplo, todo son símbolos. La misma diáspora, que a los ojos de los demás supone un drama, para ellos  es símbolo.

Solo que para el hombre máquina de los sistemas engendrados por la Revolución Industrial los símbolos se han extinguido. ¿El resultado? el valor ético del acto y el valor estético de lo realizado pierden su sentido. De esa manera,

un mundo que solo haya equilibrio en la rapidez se vuelve invisible hasta para el filósofo.

Y para el narrador la única actividad verdadera es la actividad contemplativa del filósofo.

En la página 698 de la Trilogía, el narrador nos da cuenta de ese estado de cosas:

Hubo un hombre que huyendo de su propia soledad buscó refugio en la India y en América. Pretendía resolver el problema de la soledad con medios terrenales. Era un esteta y por ello tuvo que matarse”.

Lo que alcanza a intuir resulta pavoroso:

en últimas, la guerra es también una manera de resolver el problema de la soledad.

De restaurar el sentido de la comunidad.

A todo eso contribuye el carácter fragmentario y ficcional del Yo, condición que nos revela lo quimérico de toda improbable identidad individual. Porque intuyen eso,

los hombres se refugian en la masa y se entregan a los caudillos: es el último y desesperado recurso contra la disolución del ser.

Por eso, en Huguenau o el realismo no cesan de advertirnos:

“Piénsese lo que se piense de la actividad filosófica, comparado con ella el mundo exterior seguirá siendo cada vez menos digno de atención y más insignificante”.

 

IV

El llanto del soldado

Al final de la saga, el joven soldado Joachim es ahora el mayor von Pasenov. Antes que en lo material su derrota es espiritual.

Por eso, como todos los vencidos que se rehúsan a propinarse la propia muerte, busca en la palabra del buen Dios alguna clase de consuelo para sus desventuras.

“Después de todo, el mayor von Pasenow era un hombre que anhelaba profundamente recuperar la confianza en la Patria, que anhelaba hallar una confianza visible en las cosas invisibles”.

Ante la irrupción de lo irracional de la razón, que algunos personajes llaman “El asalto de los de abajo”, frente a la intuición de esas formas de lo infinito todos somos sonámbulos.

 

Tomado de telam.com.ar

 

Y sólo el lenguaje, escamoteado por todos los poderes, puede devolvernos el habla. De una manera u otra, los protagonistas de la Trilogía viven a la espera de ese instante, incluido Huguenau, acaso el más alienado de todos.

 “Esperar es como tener un alambre de púas en el espíritu”, reflexiona el narrador de la tercera novela. Lo cual es otra manera de decir que recuperar el habla, el lenguaje es resucitar de entre los muertos.

En esa espera, el mayor von Pasenow se pregunta adonde han ido a parar sus valores cuando, al escuchar la Sonata para Violonchelo en Mi menor, de Brahms, una lágrima se desliza por su mejilla. Pero no nos llamemos a engaño: no llora por las ineludibles devastaciones de la guerra: llora por ese mundo irrecuperable que el músico supo interpretar tan bien: el mundo de claroscuros de los sonámbulos.

 

 

Solo entonces comprende, aunque tarde, que la guerra es en realidad nuestro segundo y, acaso, verdadero rostro: el rostro de la noche pues, como ya se ha dicho antes:

“Las revoluciones son insurrecciones del Mal contra el Mal, insurrección de lo irracional contra lo racional, insurrección de lo irracional- bajo la apariencia de razón liberada de sus cadenas- contra las instituciones racionales que, para mantener su estabilidad, apelan, muy satisfechas de sí mismas, al irracional valor del sentimiento que reside en ellas; las revoluciones son la lucha entre la realidad y la irrealidad, entre la violencia y la violencia”.

Justo en ese punto, Broch nos recuerda que ese algo invisible que nos empuja es, de todos modos, algo que ha salido de nosotros mismos.

Juan Aurelio, ese perro sin amo

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“Afuera / cuando la gente da la espalda / a las canecas de basura / se acercan y disputan / variedad de desechos / desgarrando cada uno por su parte / viejos buitres. / Adentro / en empresas y oficinas / hay quienes disputamos / con cívica ferocidad / las secciones del periódico / que es el único periódico / y creyéndonos privilegiados / nos saciamos de toda la tinta fresca / en que viene a diario envuelta / la augusta versión oficial del asunto”


Para encontrar la belleza no se necesitan paisajes excelsos, basta abrir la puerta o doblar en la siguiente esquina.

Para merecer el asombro nadie debería perseguir lo extravagante, la sorpresa se oculta debajo del colchón, encima de los zapatos gastados que quedaron a un lado de la cama, en la marquesina de cierta ventana desvencijada.

La belleza está ahí, en un porro que fumamos, en ese mendigo con su dignidad engalanada de mugre, en el bus que cruza la calle entre el estrépito. Todavía no sé si Juan Aurelio García es eso, una especie de filósofo de la cotidianidad, un observador sutilísimo y agudo de los matices sin importancia de la vida, o si es un gran distorsionador, un transformador del tiempo soso y denso que su escritura vierte con rumbo hacia el encanto y la musicalidad.

Esas son las impresiones que me provoca su antología Tiempo reunido. En sentido positivo, Aurelio está pervirtiendo a Marcel Proust ya desde el mismo título para implicarse en una poética del instante que, vaya contradicción, se torna profunda y honda, como si efectivamente el escritor hubiera reunido su vida con los días flojos y los grandes días, con los amores y los peligros, con la espontaneidad y el desapego, así, en orden o desorden, así todo junto.

A Juan Aurelio García lo encuentro próximo a ese Fernando Molano que escribió Todas tus cosas en mis bolsillos: fresco, espontáneo, dueño del maravilloso desparpajo de esos maricas y marihuaneros que andan por la vida sin complejos. También está emparentado con aquel enigmático (e inabarcable) Héctor Trejos Reyes; ese ángel oscuro que vivió y murió después de una noche de inmensa confusión y poesía, que acaso sean la misma cosa, en Riosucio, el pueblito de señoras rezanderas encaramado a una cuchilla de la cordillera occidental en Caldas.

 

 

Quizá por eso la escritura de Juan Aurelio sea el testimonio de otro sobreviviente. Veamos:

“Afuera / cuando la gente da la espalda / a las canecas de basura / se acercan y disputan / variedad de desechos / desgarrando cada uno por su parte / viejos buitres. / Adentro / en empresas y oficinas / hay quienes disputamos / con cívica ferocidad / las secciones del periódico / que es el único periódico / y creyéndonos privilegiados / nos saciamos de toda la tinta fresca / en que viene a diario envuelta / la augusta versión oficial del asunto” (pág. 72)

El transcurrir le sirve para contemplar el mundo con el ardor de un adolescente. Aquellas estampas se leerían mejor en prosa, creo yo, porque tienen el ritmo y el tono en una naturalidad que fluye sin diques.

“Por supuesto / mi corazón se sobresalta en el intento / de hacer que también en mí / la ciudad se mire, se busque / o me subyugue” escribe el poeta (Pág. 112).

Y acá es imposible no sentir la presencia de Fernando Pessoa. Porque Juan Aurelio es un Flaneur que, afortunadamente, no se ha contagiado de ese virus dañino que vuelve malditos a los artistas y los pone a tambalearse con una boina y una gabardina y una pipa y una bufanda escocesa y un libro de Cortázar ensuciándose de sudor bajo el sobaco, porque usar gabardina y bufanda en su Armenia natal debe ser poco más que un atentado contra el clima.

Juan Aurelio, que a simple vista parece camionero o vendedor de chance, sigue sano y salvo, sin contagiarse de erudición ni enfermedades decimonónicas.

Él prefiere seguir los recovecos de cualquier metedero, porque en la cara se le ve que es, después de todo, un habitante de antros, aunque “…no en todo momento, ni en todo lugar”. Hay que agradecerle que rehúya y reniegue de la grandilocuencia que suele caracterizar a los que comparten su oficio. La suya no es una escritura simulada, tampoco anda alardeando gran cultura, como acostumbran tantos poetas de provincia. Sus versos proscriben la melosidad, lo que ya es un motivo de sobra para asomarse a esas páginas a contemplar, con naturalidad, con sincera extrañeza, el holocausto familiar que sucede despuntando la mañana:

“El señor y la señora / salen en la mañana / Qué bien vestidos van / qué pulcros / con rumbo al día / altas las frentes / en silencio / sin mirarse. / Camisa blanca / contra carmín muy rojo / tacón alto / contra rostro muy serio. / Ahí van / la jornada los recibe / comercial y múltiple / como un día de feria. / Ojalá que el deseo / les renazca / y una palabra a flor de labios / aunque sea mentira. / Ojalá vuelvan antes / que la cama se enfríe / y mejor si traen / algún pan bajo el brazo / y se sientan extraños /y así empiecen a hurgarse” (pág. 80)

Entonces uno queda preso en la sensación de estar descubriendo algo increíble que nunca había notado en lo más sencillo del día corriente. Esa sensación transpira toda la poesía de Juan Aurelio García, que puede flirtear con la paradoja:

“Talvez no sea cosa suya que adentro / haya gente encerrada en su tedio, su temor / sus pequeños asuntos de entrecasa / Talvez no sea cosa suya que afuera / como loco de amarrar / ande prisionero de su agitación el mundo” (Pág. 27)

O en cualquier caso con la revelación:

“Cuando va a desatarse el aguacero / y alocadas ráfagas de viento / se baten en la calle como demonios sueltos / las jóvenes rosas pierden sus maneras: / se apocan, se opacan, doblan la cerviz / el garboso viejo del bastón acelera la marcha / compone el caminado / es decir, retoma al paso el viejo estilo / de ese muchacho tan orondo / que jamás en la vida pensaría en cojear” (pág. 102)

Hasta que de pronto se acaba el libro y uno, sin comprender todavía si lo de Juan Aurelio García es prosa brillante rajada en líneas discontinuas o poesía en estado puro, o si él sigue siendo ese muchacho inquieto que habitaba casas ruinosas como abuelas y tenía abuelas arrugadas como casas de bahareque, o si sólo es un señor con cara de vendedor de chance aguardando que un verso pase corriendo para pegar carrera detrás a ver qué sucede:

“Somos / ese perro sin amo / sin amor / y lo peor de todo / sin valor / para irnos / con lo primero que pase” (pág. 126)

Y ahí, de repente, parece que están todas las respuestas, aunque no sea cierto.

Juan Aurelio García Giraldo, Tiempo reunido, Biblioteca de Autores Quindianos, Armenia, 2015.