ESPECIAL 157 AÑOS DE PEREIRA: la ciudad que se transforma
ESPECIAL 157 AÑOS DE PEREIRA: Las memorias se construye todos los días, no se detienen, porque a cada momento estamos tejiendo nuevas historias bajo las que se caminan, y hacia el pasado hay cosas que ya no están o que permanecen y nos traen remembranza de infancia o juventud. Este especial es dedicado a notas que han escrito colaboradores de La cebra que habla sobre lugares y personajes de Pereira y nos recuerdan lo que somos: una diversidad de voces y sangres.

El centro de las ciudades es el epicentro de las memorias que más recuerdos guarda en la conformación de un territorio. Desde allí se extiende hacia los barrios y localidades que la conforman con el ir y venir de personas.
El centro de Pereira es un ejemplo de las transformaciones que el tiempo y las migraciones han impregnado en sus fachadas y en el pensamiento de las gentes que lo habitan. Las notas que recordamos hoy hablan de los cambios del centro de Pereira, sus edificios, esculturas con historia y reflexiones sobre lugares aledaños como Ciudad Victoria y la avenida Circunvalar; recuerdos de los barrios Los Álamos, Bavaria, El Jardín, Providencia y comunidades como Caimalito a la salida sur de la ciudad.
Charlotte Kirk, la actriz que ha acabado con dos de los hombres más poderosos de Hollywood
La desconocida intérprete británica está en el centro de un trío amoroso que ha hecho dimitir a Kevin Tsujihara y Ron Meyer, responsables de Warner Bros y NBC Universal respectivamente.

Por Carlos Megía publicado en El País
El auge imparable de las plataformas de streaming, el cierre de las salas de exhibición de todo el mundo a causa de la crisis sanitaria provocada por el coronavirus y la incursión en la industria de gigantes tecnológicos como Apple o Amazon han puesto en la encrucijada a los estudios cinematográficos de Hollywood, sumidos en una crisis estructural sin precedentes en las últimas décadas. De todas estas circunstancias se han escrito ríos de tinta en los medios de comunicación, pero existe otro motivo menos mediático que está haciendo tambalear –más incluso que el fracaso en taquilla de una superproducción multimillonaria– los cimientos de los despachos de los grandes popes en las colinas de Los Ángeles.
Charlotte Kirk es una actriz desconocida hasta para los más cinéfilos de clase. Esta intérprete británica de 28 años lleva algo más de un lustro luchando por hacerse un lugar en Hollywood sin demasiado éxito. Hasta la fecha no ha pasado de algún secundario con lustre en filmes de acción con vocación de ruido ambiental durante la sobremesa y pequeños cameos en un par de producciones de mayor lustre. Sin embargo, pese a su discreto currículo, su nombre es el más repetido hoy en los mentideros y publicaciones periodísticas de la meca del cine después de la defenestración de dos de los ejecutivos más poderosos de la industria.

El pasado 18 de agosto la industria recibía atónita la noticia de que Ron Meyer, vicepresidente del conglomerado NBC Universal, abandonaba su puesto de manera súbita después de casi cuatro décadas siendo una de las figuras claves del sector. A sus 75 años, el responsable de éxitos como Gladiator, El caso Bourne o Fast & Furious y que en su rol como agente (fundó en los ochenta la agencia de representación CAA) llevó al estrellato a Meryl Streep o Tom Cruise, comunicó su renuncia inmediata. ¿El motivo? Una relación extramatrimonial, “breve y consensuada”, con Charlotte Kirk. Fue en 2012, cuando ella tenía 20 y el 67. Según Page Six, Meyer pagó durante años a la actriz para que mantuviera el secreto, pero una vez el caso llegó a oídos de Universal el estudio exigió que lo pusiera en conocimiento del FBI y renunciara a su cargo.
La web especializada The Wrap sostiene que los supuestos extorsionadores son los directores Neil Marshall y Joshua Newton, pareja actual y expareja de Kirk respectivamente. Durante el transcurso de un año, ambos habrían pedido a Meyer grandes sumas de dinero o luz verde como productor a algunos de sus proyectos personales con tal de no desvelar su pasado romance con la intérprete. Marshall, reconocido cineasta responsable de películas como la reciente Hellboy o The Descent y episodios de televisión tan celebrados como Aguasnegras en Juego de Tronos, ha negado unas acusaciones que tilda de “maliciosas e hirientes”. “No hay un grano de verdad en esta historia (…) Estamos ante una caza de brujas, simple y llanamente, perpetrada por hombres privilegiados en posiciones de poder”, corroboró en un comunicado. Además de su prometida, Charlotte Kirk también es la protagonista de su próximo filme, The Reckoning, que todavía busca distribuidora para estrenarse en salas.

Kirk se vio envuelta en un caso de similar eco mediático. En este caso, el gran estudio que vio caer a su máximo responsable fue nada más y nada menos que Warner Bros. En marzo de 2019, The Hollywood Reporter desveló que Kevin Tsujihara (55), CEO de la compañía, había sido presionado para buscar papeles a la actriz, con la que mantuvo una relación sexual en 2013, coincidiendo en el tiempo con su relación con Meyer. “Sé que estás muy ocupado, lo sé, pero cuando estábamos en aquel motel practicando sexo me dijiste que me ayudarías y cuando me ignoras como ahora haces que me sienta usada. ¿Me vas a ayudar como dijiste que harías?”, le preguntó Kirk a Tsujihara pocos meses después en un mensaje de texto desvelado por la publicación. El ejecutivo le consiguió decenas de audiciones y dos pequeños roles en proyectos de su estudio –a la postre los más importantes en la filmografía de Kirk–, Ocean’s 8 y Mejor solteras, y se vio obligado a dimitir. Se desconoce todavía si Ron Meyer también ha ejercido estos años presión sobre directores de casting o productores para que ofrecieran trabajo a la joven de 28 años.
Aunque estas revelaciones han visto la luz en pleno #MeToo, movimiento que se ha cobrado las carreras de otros grandes nombres de la industria como Harvey Weinstein o Les Moonves, Kirk ha negado haber sufrido algún abuso o comportamiento inadecuado de cualquier tipo por parte de Meyer o Tsujihara. “No me considero una víctima porque fue mi decisión. Nadie me forzó a hacer nada, hice lo que quise ya fuera bueno o malo”, explicó al Daily Mail.
Sus relaciones con grandes nombres de Hollywood no acaban ahí, ya que medios como Variety la sitúan además como expareja del productor de películas como El renacido James Packer (quien se la habría presentado a Tsujihara) y del CEO de Millennium Films Avi Lerner (Los mercenarios, Loving Pablo), que también habría sido coaccionado por Kirk para conseguirle audiciones. La mujer que ha puesto en jaque a dos de los hombres más poderosos del cine internacional todavía no se ha pronunciado respecto a las acusaciones contra ella en el caso de Ron Meyer y varios tabloides confirman que pide ser remunerada económicamente a cambio de sus anheladas declaraciones. ¿Cuál será el próximo capítulo de la novela que hace temblar la industria cinematográfica?
Disfrutar en tiempos de cuarentena: el Lapping

Esto de la cuarentena nos tiene cariacontecidos y patidifusos, como solía decir un viejo amigo, que no sabemos cómo llenar el tiempo libre o sobrante que nos ha llegado del cielo o del infierno más bien, como una pesadilla o maldición. Menos mal que podemos hallar consuelo en el ámbito de la cocina, no precisamente a consecuencia de llorar como Magdalenas por culpa de las cebollas, sino que inesperadamente se ha convertido en el sitio más amigable y hasta entrañable de la casa. Sentir el aroma del café matutino que destila en la cafetera está lejos de ser deprimente, o percibir los vapores del vino escapando de una olla de presión es, cuando menos, embriagante.
Dadas las circunstancias, hoy toca hablar de una delicia gastronómica que solemos degustar, en estos valles únicos y floridos, generalmente los fines de semana y con tiempo soleado, por supuesto, para rematar la faena con unos refrescantes vasos de chicha. Pero ya que estamos imposibilitados de salir a comer a esos sitios tradicionales qué otro remedio queda que ponerse el mandil en casa. Qué fácil había sido teniendo a mano los ingredientes básicos y bastante abundantes en estos lares, por suerte. Fácil en teoría. Porque hablar del Lapping (del quechua, lap’i, carne de pecho) puede ser una cuestión sencilla o blanda, pero meterse ya en Honduras puede acabar en Guatemala o Guatepeor, dependiendo de la consistencia de la carne que, como todos los cocineros saben, los cortes de pecho suelen ser sumamente duros de guisar o cocinar.

Los cochabambinos, aparte de ser unos formidables atletas del diente, somos unos caperuzos para inventar nombres. A quien se le haya ocurrido el vocablo ‘lapping’ da para extensos debates o densos tratados de culinaria criolla. Si bien en la gastronomía local abundan los términos castellanizados procedentes del quechua como sillpancho, huminta o fideos uchu, lo del lapping es una rareza sin pies ni cabeza, pero que suena chic y muy anglosajón, y que se lo pronuncie bastante similar al inglés es un exotismo lingüístico, en este país ya de por sí exótico a propios y extraños.
Ay, si no fuera por la carne, la preparación de este emblemático plato cochabambino sería cosa de niños. No creo que haya tarea más difícil que disponerse a pelar unas vainas de habas verdes y ponerlas a cocer en agua con una pizca de sal. Lo mismo, quitar las hojas de unas mazorcas de choclo o elote y ponerlas a hervir tal cual, sobre una capa delgada de estas mismas hojas hasta que el grano quede suave y agradable al gusto. El único inconveniente es que el maíz deberá ser de la variedad blanca, en su punto tierno, cuya textura sea blanda al tacto, detalle que se notará en el regusto dulzón del grano cocido. Algunos suelen añadir una pizca de anís al agua hirviente para darle un toque aromático o con fines digestivos, argumentan otros. Los puristas preferimos el choclo cocido en pura agua, para sentir el sabor de la tierra que ha mutado en savia hasta llegar a la panocha donde madura el grano.

Como anticipaba, el verdadero arte del cocinero estriba en lograr la máxima suavidad posible de una de las carnes más duras que pueda haber y, sin embargo, de las más sabrosas también. De ahí el desafío. Cada artesano tiene sus secretos y habilidades para enfrentarse a la complicada labor. La carne de pecho es para ‘sacar pecho’, si se la prepara bien, diría un experimentado sibarita. Así que existen diversos modos de domesticar la carne que comienza normalmente con el corte superficial en forma de pequeños rombos de tal manera que no llegue a despedazar la pieza, todo ello con la finalidad de que los jugos suavizantes, entre ellos el limón, sean absorbidos uniformemente durante el marinado.

Hay quienes combinan el jugo de limón con vinagre, cebolla y sal, a la par que sazonan con ajo, pimienta, mostaza, comino, etc. En la mezcla resultante dejan reposar o dormir la carne entre una y tres horas. Otros prefieren utilizar una combinación de jugo de papaya y salsa soya para obtener mejores resultados en el lapso del ablandamiento. Cuestión de estilos o de preferencias personales. Una vez bien sazonado el producto se procede a freírlo en aceite caliente hasta obtener la cocción deseada. Se lo degusta de inmediato, antes de que se enfríe, acompañado de papas cocidas con cáscara, el choclo y una ensalada llamada “solterito” (cebollas y tomates picados en juliana, mezclados con queso fresco desmenuzado) tan sencillo de elaborar que cualquier mancebo lo haría por pura inercia, antes de someterse al yugo del matrimonio.

Los que aprecian el lapping de forma frita son legión, porque es la manera tradicional y lógicamente más comercial. Pero algunas minorías le hemos hallado el gusto a la forma horneada, eso sí, un proceso mucho más lento por las largas horas que debe asarse la carne a fuego moderado, mientras en el ínterin se le va regando unos buenos chorros de cerveza o unos toques de vino blanco para evitar que la carne tenga una consistencia seca. Hechos los deberes, el resultado no podría ser más jugoso y auspicioso desde todo punto de vista. A disfrutar entonces, al ritmo de unas rubias imperiales, espumosas pero seductoras.
FUERA DE SERIE. Política y estética del meme
Estos mensajes breves y generalmente irónicos son el auténtico telón de fondo de nuestra época. Y antes de reírnos y compartirlos, valdría la pena analizarlos, especialmente por su contenido político, pero también como una forma artística.

Por Jorge Carrión publicado en The New York Times
BARCELONA — “Mallarmé afirmó que en el mundo todo existe para culminar en un libro. Hoy todo existe para culminar en una fotografía”, escribió Susan Sontag en 1977. A juzgar por los contenidos que más circulan por nuestras bandas anchas, se podría afirmar que en 2020 todo existe para culminar en un meme.
Los memes son mensajes visuales sencillos, de consumo instantáneo, por lo general irónicos, concebidos para navegar por las redes sociales a velocidad superheroica. Se trata de archivos de imagen o de vídeo que a menudo incluyen texto. Su naturaleza se ubica entre lo popular y lo populista. Son, al mismo tiempo, la encarnación digital e hiperbreve del chiste o del panfleto. Se han vuelto importantes por su potencia viral, por su poder político. Pero no hay que olvidar que, al mismo tiempo, son efectivas construcciones estéticas.
Las fotografías, los cadáveres exquisitos, los cómics o los grafitis tardaron mucho tiempo en ser considerados arte. En estos momentos, formas de expresión tan distintas como las canciones de trap, los hilos de Twitter o los memes están entrando en ese difícil territorio. Pero el meme plantea una dificultad teórica que no encontramos en otras manifestaciones culturales. ¿Puede ser arte una forma que, por su propia anatomía, no puede aspirar a la excelencia, que solamente pretende ser comunicación y contagio? Supongo que sí, si lo es un urinario desde hace ya un siglo.
Antes de continuar, tengo que confesar que no me gustan los memes. No los comparto, casi ni los recibo. Pero eso no importa, porque se han vuelto fundamentales en la comunicación contemporánea. Y la crítica cultural aspira a trascender los gustos propios y analizar los objetos de interés general.
Los memes constituyen un auténtico telón de fondo de nuestra época. Dice la investigadora y activista An Xiao Mina en Memes to Movements que son el “street art” de internet. Si el rap o el grafiti dieron expresión artística al malestar social de los años ochenta, muchos de los memes que se producen y consumen expresan el virtual del siglo XXI. Aunque haya sido convertido en un arma propagandística sobre todo por la derecha y la extrema derecha, su difusión ha alimentado la indignación y las protestas tanto de los aficionados al deporte como de los fans de series de televisión, tanto de los movimientos progresistas como de los conservadores. A todos nos une, para bien y sobre todo para mal, el poder imantador de los memes.
Ese poder radica en la formalización de una idea. En un diseño. En la selección de ciertas imágenes y su combinación con ciertas palabras. Es importante diseccionar su estética para entender su capacidad de penetración en nuestras mentes, que transforman en agentes de contagio. ¿Por qué esa artesanía tan precaria consigue secuestrar nuestra atención durante tres segundos y que pulsemos el botón de “compartir”? Porque apela a la dimensión más exportable de nosotros mismos.
En su contenido, los memes digitales apuntan a una diana con varios círculos concéntricos: el sexo, la comida, el humor, la pertenencia a una comunidad o la autorrealización. Su objetivo es la difusión masiva. No en vano son la evolución digital de lo que Richard Dawkins definió como meme en su libro clásico de 1976, El gen egoísta: las ideas virales, los conceptos que triunfan en las sociedades humanas y pasan a formar parte de la genética cultural.
Desde que en 1999 Susan Blackmore publicó The Meme Machine hasta que en 2013 llegó a nuestras librerías Memecracia. Los virales que nos gobiernan, de Delia Rodríguez, la literatura académica y de divulgación siguió y actualizó la teoría de Dawkins, llevándola a la lógica y la locura de internet. En la bibliografía más reciente sigue predominando una lectura sociológica, tecnológica y política; pero la aproximación estética se va abriendo camino.
En proyectos monográficos virtuales, como el brasileño Museu de Memes; en exposiciones de espectro más amplio, como la que ha comisariado Mery Cuesta este año para el Centro de Arte Dos de Mayo sobreHumor absurdo; o en festivales como el pionero Memefest, o el del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona con el mismo nombre, constatamos el interés global por pensar y representar esos artefactos mínimos y cotidianos en los ámbitos de la producción y el archivo del arte.
La forma de los memes es desconcertante y —por extraño que parezca— hipnótica. Primaria, amorfa, amateur. Un meme no puede ser, por su propia naturaleza, bello ni perfecto. Su estética incluye todo aquello que proscriben en principio las bellas artes: la fealdad, el reciclaje icónico, la falta de ortografía, el píxel. Aunque algunos pocos pervivan, la inmensa mayoría desaparece poco después de su entrada en el scalextric que conecta todas las pantallas. Tienen que ser tan aerodinámicos como un mosquito y tan vulgares como un mensaje de texto o el selfi de un amigo: para contagiar lo apuestan todo a una artesanía que se camufla entre los mensajes de la vida cotidiana.
Su confección recurre a lo más elemental de la lógica del collage: el corta y pega. Aunque existan creadores profesionales de memes y agencias de desinformación que los fabrican en cadena, cualquiera puede acceder a generadores (Memegenerator, Imgflip) o incluso dejar que los produzca un algoritmo (como el de This Meme Does Not Exist). El meme es la expresión mínima del remix. El epítome del hazlo tú mismo. La autoría de un meme, necesariamente compartido y variado en su trayecto vital, es colectiva. Tras leer uno impactante, a menudo nuestro inconsciente llega a la misma conclusión: qué bueno, lo podría haber hecho yo mismo, voy a reenviarlo.
Si bien millones de personas se pueden llegar a reír, simultáneamente, por el mismo meme, también grandes masas de población pueden decidir cambiar sus percepciones sobre la inmigración, un partido político o la violencia de género tras recibir esas viñetas de opinión, esas píldoras efímeras, esos chistes textovisuales.
La propia Sontag, en su célebre ensayo “Contra la interpretación”, escribe: “La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma”. La función de la crítica —añade— consiste en mostrar el cómo y el qué de la obra, no en interpretarla. Eso deberíamos hacer con los memes.
Los lectores tenemos que permanecer atentos ante ese nuevo ecosistema de la influencia y la atención. La crítica política de internet, donde todo pasa por una ingeniería y un diseño centrados en la experiencia del usuario, debe ser también estética. Los memes nos entran por los ojos. No lo olvidemos.
No podemos permitir que sean un monopolio de la ultraderecha, un vehículo para la transmisión de racismo, homofobia, machismo o teorías de la conspiración. Los medios de comunicación más responsables y serios y los proyectos políticos progresistas deberían poner en circulación sus propios memes. Y todos nosotros tendríamos que reflexionar críticamente durante unos segundos sobre el contenido que hemos recibido en nuestro teléfono antes de compartirlo. O, mejor aún, de preferir no hacerlo.
Jorge Carrión, colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria y del posgrado en Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales de la UPF-BSM. Su nuevo libro se titula Lo viral.
El suicidio del poeta. Cesare Pavese 70 años después
Por Rodolfo Alonso, publicado en Página 12

“Perdono a todos y a todos pido perdón ¿Está bien? No hagan demasiado chismerío.” Estas fueron las últimas palabras de Cesare Pavese, escritas sobre su libro más amado: “Dialoghi con Leucò” (“Diálogos con Leucó, 1953”) antes de suicidarse, el 27 de agosto de 1950, en el hotel Roma, de Turín. Las líneas finales de su tocante diario eran: “Esto da demasiado asco. / Palabras no, un gesto. No escribiré más.” Y sólo pocos días antes: “Basta un poco de coraje.”
Y sin embargo era y es considerado el más brillante de su generación. Había logrado ser director literario de la célebre y respetada editorial Einaudi, en cuya fundación participó. Y poco antes, en julio, había recibido el destacado Premio Strega por tres novelas reunidas como “La bella estate” (“El hermoso verano, 1949”). Parecía difícil que un escritor de 41 años con semejante erudición, exigencia y capacidad de trabajo, llegara a sentirse agotado.
Quizá por eso, lo primero que hizo Ítalo Calvino, quien lo sucedió en su cargo de Einaudi, fue editar varios trascendentes inéditos de Pavese. Aparecieron entonces, por primera vez, “La letteratura americana e altri saggi” (“La literatura norteamericana y otros ensayos”, 1951); “Il mestiere di vivere” (“El oficio de vivir”, 1952), su diario 1935-1950); “Verrà la morte e avrà i tuoi occhi” (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, 1955), sus poemas finales.
Tres libros que estaban muy ligados con su vida. Todas sus reflexiones, desde las ligadas a su vasta tarea como traductor de la gran narrativa norteamericana, ese resplandor enorme de vida que sintió podía oponerse a la sombra funérea del fascismo, hasta sus ensayos posteriores, donde crece la presencia de Vico y la evaluación de los mitos y las magias como fundamento ancestral de la condición humana. Un preciso y conmovedor diario íntimo, pieza clave. Y además ese fajo escueto de poemas últimos, secretos, y tan flagrantes, tan evidentes, dedicados con discreta semejanza de iniciales (“To C. from C.”) a su desgarrado y doloroso amor por la actriz norteamericana Constance Dowling, con la reaparición serena y devastadora de la muerte, “como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”, en un poema quizá más riguroso y verosímil que nunca. Y que terminará dando título al libro.
Pero volvamos por un momento a sus orígenes. Pavese nace el 9 de septiembre de 1908 en el poblado piamontés de Santo Stefano Belbo (Cuneo), entre colinas y viñas, en un contexto campesino donde, aunque hijo de un funcionario judicial en Turín, pasó su infancia y su adolescencia. Allí recibió el influjo mítico-mágico del mundo labriego atávico, que le daría fundamento. Graduado en Letras en Turín fue profesor, y comienza una significativa tarea como traductor que, sin desdeñar a algunos clásicos ingleses como Defoe, Dickens, Conrad y Stevenson, se especializará en la gran literatura norteamericana: desde Melville o Hawthorne a Anderson, Lee Masters, Steinbeck, Cain, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, Stein, entre tantos otros. Nadie lo revelaría como él: “aquella pequeña revolución que, alrededor de los años de la guerra ha cambiado el rostro de nuestra narrativa.”
En 1935 fue confinado por el fascismo bien al sur, en Brancaleone Calabro. De allí regresa en 1936, con 28 años y los poemas de un primer libro aún desconocido: “Lavorare stanca” (“Trabajar cansa”), una bellísima traducción de Melville, las primeras páginas de un diario tan conmovedor como lúcido, y el dolor fresco de un amor desdichado. Fue muy amigo de Leone Ginzburg y Giaime Pintor, caídos en la lucha por la liberación. Aunque de natural retraído, solitario, llevó una activa vida pública en Turín, donde triunfó y se suicidó. Siempre lúcido, supo definirse cabalmente: “Mi parte pública la he hecho (lo que podía). He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”
Su prestigio –bien merecido– de narrador y de teórico, hace olvidar a veces no sólo que su obra literaria (y su propia vida) se abren y se cierran con sendos grandes volúmenes de alta poesía, sino que ella –la poesía– es la verdadera raíz, el basamento hondo que da aliento y sentido a todo el conjunto. Para quien conozca los esclarecedores ensayos que seleccionamos y tradujimos con Hugo Gola con el título de “El oficio de poeta”, para quien se haya emocionado al leer las densas e imborrables páginas de su diario “El oficio de vivir”, será imposible dejar de considerar la vida y la obra de Pavese como las de un poeta. Y un gran poeta. Un poeta capaz de repensar y de juzgarse sí, pero también capaz de cantar.
Publicado originalmente en 1936 por Solaria, durante el confinamiento, y con una reedición ampliada y definitiva por Einaudi en 1943, con un Apéndice de dos largos ensayos críticos del autor, “Trabajar cansa” no es solamente un mundo propio y encerrado en sí mismo (un lugar y una edad: la infancia y la adolescencia campesinas), logrado y a la vez comunicante. Cargado de resonancias e implicaciones con otros universos, no menos reales, y al que sería por lo menos injusto calificar apenas como “neorrealista”, sino también (a la vez) la concreción de una experiencia literaria –y humana y cultural– que surge preñada de ricos significados y de acuciantes y fecundos cuestionamientos. Y que toda la siguiente labor y existencia no harían más que llevar a su culminación. La que tal vez se alcanza no sólo con la cumbre de sus “Diálogos con Leucó” (“esos diálogos que son quizá la cosa menos infeliz que yo haya escrito”), auténticamente legendarios, y donde se incluye con el título de “Las Musas” una exactísima y esencial visión de la poesía. Sino también cuando, cinco años después de su suicidio, se publicaron los poemas inéditos de “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.
Hijo reconocido del mundo campesino que celebra, intelectual buscando triunfos en la ciudad que lo seduce, inexorablemente sediento de un amor que sea más que pasión, de una justicia que nos haga más dignos, la percepción de los significados profundos que hay en la sangre y en los mitos de los hombres (de los que forma parte, a los que está ligado), se dan en él al mismo tiempo que elabora y construye su propia experiencia, literaria y humana.
Ejemplo cabal del artista moderno, su poesía es también espejo y paradigma insobornables de sí mismo. Y de una aventura creadora, exigente y fraternal, que no cesa de irradiar, enriqueciéndolo –enriqueciéndonos– con la absoluta y fecunda claridad de un clásico de nuestro tiempo.
* Poeta, traductor, ensayista.
Los muy andariegos
Durante siglos los ríos Otún y Consota tejieron sus orillas con piedras y guaduas.
O “Cañas gordas”, como las llamaron los cronistas cuando se extraviaron en sus trampas de espinas.
Las piedras y guaduas con las que construyeron sus casas y puentes los primeros pobladores.
Hasta este valle llegaron las muy andariegas y violentas huestes del conquistador Jorge Robledo.
Por aquí llegaron con sus armaduras, sus lanzas, sus clérigos, sus caballos, sus perros y su viruela al promediar el siglo XVI.
Y sus cronistas.
Dicen que fueron estos los que bautizaron el primer asentamiento con el nombre de la vieja Cartago, la ciudad fenicia que le diera gloria a Aníbal.
O al revés. Con estos asuntos de la historia nunca se sabe.
Esos mismos cronistas nos dirán que el clima, los guaduales, los indios, los pantanos y los mosquitos obligaron a Robledo a buscar otras rutas y parajes.

El bosque y sus criaturas no tardaron en reinar de nuevo en el caserío abandonado.
Hasta que empujados por las guerras civiles, el hambre y la falta de tierras otros andariegos llegaron a mediados del siglo XIX.
Caucanos, antioqueños y, en menor medida, boyacenses y cundinamarqueses plantaron sus casas de guadua en medio de esos dos ríos.
El Otún: una palabra que significaría “El dios de las aguas dulces” o “Espíritu y diosa de los ríos”, según lo interprete el traductor. El vocablo habría llegado de África bien guardado en la lengua de uno de los pueblos secuestrados por los traficantes de esclavos.
El otro, Consotá, evoca la vida y andanzas de uno de los caciques quimbayas que dominaron estas tierras ricas en oro y sal.

Para trabajar en esas minas fueron trasportados esclavos negros que no tardaron en rebelarse contra colonos, propietarios y capataces. Así nacieron algunos palenques, fortines de esclavos fugitivos que empezaron a marcar el poblado con el sello de su cultura: músicas, ritos, credos, bebidas, comidas.
A ellos se sumarían los indígenas desplazados de sus montañas por la nueva avanzada de colonizadores que se descolgó desde las montañas de Antioquia.
De ahí en adelante, el mestizaje sería la impronta de una ciudad que, ciento cincuenta y siete años después de refundada, vuelve a descubrirse y a cantarse en todos los ritmos imaginables: boleros, baladas, tangos, rock, carrilera, metal, rap, hip-hop y bambucos: todas las sangres y todas las voces habitan estos barrios que se llaman Cuba, Boston, Kennedy, Galán, Providencia, Corocito o San Jorge: depende de la motivación de quienes los fundaron y del momento histórico que les correspondió vivir.

Lo mismo pasa con la comida, esa forma de afirmarse desde los sabores. Chontaduro del Chocó por allí; pescados del pacífico y el caribe más allá; mamona de los Llanos orientales por este lado; Champús y aborrajados del Valle en esta tienda y arepas de la montaña en todas partes.
Y están, desde luego, los sabores traídos por quienes viajaron un día y al volver a casa abrieron sitios donde venden tacos mexicanos, mariscos peruanos, paella valenciana, churrascos argentinos, pastas italianas y rodizios brasileños: el mapamundi gastronómico reunido en una ciudad de quinientos mil habitantes.
Sucedió en el cruce de caminos entre el siglo XIX y el XX.
Muy lejos, en pueblos de Palestina, Siria y Líbano agobiados por las guerras, algunos jóvenes tuvieron noticia de una pequeña población ubicada justo en el centro del centro de Colombia, a unas cuantas horas de un puerto que conectaba con el mundo y cuyo nombre encerraba en sí mismo una promesa: Buenaventura.
Pereira se llamaba la población.
Así que esos andariegos se hicieron al camino. Atravesaron un continente entero hasta alcanzar el puerto de Marsella.
En barcos atestados cruzaron el Atlántico. Una vez llegados a puerto desembarcaron en Barranquilla y siguieron a contracorriente la ruta del río Magdalena vendiendo telas con metros de noventa centímetros.

Otros decidieron cruzar por Panamá hasta alcanzar Buenaventura.
Ya instalados en Cartago y Pereira se dedicaron a hacer lo que mejor sabían: comprar y vender.
De todo: telas, alimentos, licores, herramientas, ropa, perfumes, ilusiones.
Como buenos andariegos, pronto pasaron del intercambio económico al amoroso y se casaron con mujeres del lugar.
Por eso uno puede encontrar familias con apellidos como Ángel Chujfi o Abdalá Idárraga.
Judíos con sirios. Palestinos con vascos.
Todo un murmullo de sangres y voces.
Bien entrados en la segunda década del siglo XXI la dura economía provocó nuevos desplazamientos. Esta vez fueron miles de venezolanos que cruzaron la frontera y empezaron una peregrinación que los dejó en Pereira después de tres días de viaje en autobús.
El rumor de voces vuelve a empezar. Va uno saber qué saldrá de allí a la vuelta de unas décadas.
























