martes, junio 17, 2025
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El fin de un mundo

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Después de la caída del Muro de Berlín, el teórico norteamericano Francis Fukuyama sentenció El  fin de la Historia y postuló al capitalismo no sólo como el mejor sino como el único de los mundos posibles.

Se refería, claro, al capitalismo en su más pura versión norteamericana y la de sus aliados. Es decir, la basada en los principios liberales que en el plano económico lo dejan todo en manos de unas hipotéticas “ Leyes del mercado”.

Porque existían- y aún sobreviven- otras versiones: las de las social democracias que conciben la acumulación de capital no como un fin en si mismo sino como un medio para elevar el nivel de vida de la sociedad en su conjunto.

Lo que sus detractores bautizaron con el sobrenombre de Estado Bienestar.

Los promotores de la socialdemocracia insisten en que se puede y se debe conciliar la indudable capacidad del capitalismo para producir bienes materiales con el espíritu socialista de la distribución de la riqueza.

En realidad, Fukuyama no planteaba nada nuevo. Más bien resumía en un libro las claves del espíritu de una época, traducido en los planos político y económico en dos gobiernos que supusieron un punto de quiebre en el orden surgido después de dos guerras mundiales.

Hablamos de las administraciones de Margaret Thatcher en Inglaterra y de Ronald Reagan en  los Estados Unidos de América. La primera transcurrió entre 1979 y 1990 y la segunda tuvo lugar de 1981 a 1989.

Es decir, que sus ejecuciones se adelantaron de forma paralela y casi siempre concertada. Por esos días se hablaba de un teléfono abierto entre Londres y Washington que acabó por determinar el destino del planeta entero.

Porque muy pronto, encandilados por las estadísticas y una muy bien orquestada campaña de propaganda, el resto de países grandes, medianos y pequeños se consagraron a copiar a pie juntillas un modelo que bien podemos definir como el catecismo neoliberal: el decálogo para construir un mundo feliz basado en el consumo y el derroche.

El primero en desaparecer de la escena fue el concepto de justicia, tan valorado desde los orígenes del cristianismo. La siguiente víctima fue el prójimo. En el mercado no hay personas. Solo productores y consumidores.

El código ético basado en el reconocimiento del valor de las personas fue arrojado al tiesto de la basura.

En términos de política real, los gobiernos de Tatcher, Reagan y sus áulicos en todas partes se consagraron con ahínco a tres tareas fundamentales: la privatización de las empresas estatales, de la educación y de los sistemas de seguridad social.

Dicho de otra manera: al desmonte del Estado mismo como gestionador de los intereses de la sociedad. Quedaba así abierta la puerta para un fenómeno anunciado por muchos pensadores varias décadas atrás: el control del planeta entero por parte de las grandes corporaciones y por el capital financiero- distinto del productivo- que acabaron por hacer de los gobiernos nacionales meros amanuenses suyos.

Domesticados por el lenguaje de la corrección política, intelectuales, políticos y académicos empezaron a hablar de globalización. En realidad se trataba del viejo imperialismo puro y duro, disfrazado con la sofisticación de las tecnologías.

El capitalismo se volvió así, viral. El centro comercial devino templo. Principio y fin del espíritu de una época. Por eso los centros comerciales son los mismos- idénticas mercancías, idénticos consumidores encandilados- en todas las ciudades del mundo, de  San Francisco a  Shangai  y de San Petersburgo a Buenos Aires.

No es casual que por estos días de pandemia y cuarentenas todos luzcan igual de vacíos: si los paraísos artificiales son planetarios los infiernos reales lo son en grado sumo.

De paso, la dupla Reagan- Thatcher revalidó una vieja discusión protagonizada por dos de los más brillantes economistas del siglo veinte, ubicados en dos frentes que al final se revelaron irreconciliables: John Maynard Keynes, británico y Friedrich Hayek, austriaco. El primero defendió hasta el final la necesidad del Estado como agente dinamizador del desarrollo económico y social. Prestos a poner etiquetas, algunos lo definieron como un conservador.

Del otro lado, Hayek se hizo vocero de las facetas más radicales del liberalismo: aquellas que consideran cualquier intervención exterior como una amenaza para el potencial del individuo. En esa cosmovisión, impulsado por sus intereses, el individuo produce riquezas que irradian hacia el resto de la sociedad.

Por  eso no se necesita de la justicia: las fuerzas del mercado acaban siempre por equilibrar las cargas. Pura cinética ciega.

Pero…¿ Realmente ha sido así?

A  esta altura del camino, cuando a raíz de la pandemia del Coronavirus, muchos hablan de apocalipsis mientras la cuesta se hace cada vez más empinada, vale la pena detenerse al menos en un par de de cosas.

La primera: en su acepción más honda, apocalipsis no quiere decir destrucción o aniquilación.

En realidad, la palabra alude a la renovación necesaria para que los ciclos de la vida vuelvan a empezar. La vieja rueda de la vida y la muerte en su girar incesante.

Si traducimos esa evidencia cósmica a términos terrenales  y, por lo tanto, políticos podemos vislumbrar  las cosas de otra manera, aunque por el momento la zozobra nos rodee.

Resulta que, a despecho del profesor Fukuyama, la Historia no terminó. Es más: para muchos ni siquiera ha comenzado, porque hasta ahora han vivido una  historia prestada:  las migajas que la metrópoli les permite recoger.

Para ellos, acostumbrados a plagas y pestes sin cuento -la violencia, la corrupción y la miseria entre ellas- el fin del Neoliberalismo- o de la Historia, si seguimos al profesor- plantea en realidad la alternativa de forjarse otros caminos a la  medida de su cultura, de sus recursos materiales, de su recuperado sentido de la solidaridad.

Así las cosas, El Apocalipsis no es su final: es su comienzo.

En el otro punto, resulta claro que la pandemia nos dejó desnudos, como al rey de la fábula.

Millones de pobres y marginales que durante décadas- acaso siglos- hicieron del rebusque en la calle su medio de supervivencia tuvieron que ser confinados.

Eso obligó a contarlos y entonces la realidad desagradable nos saltó a la cara: la fabulosa riqueza acumulada por una oprobiosa minoría  a lo largo de la era Reagan – Thatcher fue amasada, como siempre, con la miseria y la sangre de millones.

Ahora no tenemos donde esconderlos.

Y  lo último, pero no menos importante. En medio de la emergencia, los gobiernos han soslayado un drama de fondo: que en buena medida la mortandad es el resultado, no tanto de la virulencia de la peste como de la debilidad de un modelo de salud pública reducido a su mínima expresión por las privatizaciones.

Desde esa perspectiva, es imposible ocultar el canceroso crecimiento de la salud como un negocio de enormes proporciones en manos de particulares. En esa lógica, quienes se lucran no tienen pacientes sino clientes.

De otra forma no se explica que el país más poderoso entre los más ricos tenga uno de los sistemas de salud más precarios del mundo. El coronavirus ya empezó a pasarle cuenta. Al sistema y al conjunto de la sociedad toda.

Así que lo mejor es aprender a vivir de otras maneras. Aligerar el equipaje es una de ellas. Comprender que asistimos al fin de una era es otra.

Esa certeza nos obliga a inventar cosas aquí y ahora. Y en eso somos expertos todos, sin excepción. Por eso estamos  todavía en el camino.


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Jesús Pedraza, entre los misterios del café y la sabiduría de las serpientes

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Jesús Pedraza es un campesino, o al menos a mi me lo pareció la primera vez que visité su finca, en las lomas que de Pijao conducen hacia Buenavista, en el departamento del Quindío.

Hombre de tez oscura y ojos profundos, indescifrables en su hondo mutismo pero suaves, más ligeros cuando comienza a narrar el proyecto que adelanta actualmente en su propiedad, cerca de 20 hectáreas en las cuales ha querido poner en práctica sus teorías sobre la agricultura sostenible y, de paso, sembrar diferentes variedades de café que ha venido procesando de acuerdo a sus conocimientos y a ciertas innovaciones que él mismo ha introducido, como agregar romero al café en cereza, para dotarlo de cualidades especiales mientras la pepa se fermenta al calor del mucílago que burbujea en reacción con el aire y los atributos de la cáscara.

Todos estos elementos los ha ido reuniendo Jesús, creía yo, en su experiencia como agricultor. Aunque también ha sido así,  hay mucho más.

Sólo a partir de la tercera o cuarta visita que le hice, luego de conversar animadamente con la mujer que se encarga de la cocina y el arreglo de la casa, venida de las sabanas de Córdoba; después de conocer a su esposa e intercambiar cosas que solo podemos tratar entre mujeres, digo a partir de la tercera o la cuarta vez que nos encontramos, de embriagarme con los aromas siempre nuevos de las diferentes preparaciones y mezclas de café que hace Jesús; de comer un prodigioso sancocho de gallina criolla hecho en leña; de tomar como postre las mieles que él mismo procesa en su finca; ahí fue cuando vine a saber que Jesús no era un hombre de campo como tal, sino un citadino estudioso del café y del cultivo de la tierra.

Con razón, me dije, porque las explicaciones que le oía, cada vez me dejaban más asombrada. Desenvuelto, dueño de un saber documentado y profundo, iba dirigiendo con esa voz de hombre de polvo y barro, curtido en muchas trochas, pero con didáctica de maestro, una presentación que, frente a diferentes turistas internacionales que llevé a su finca para mostrarles una auténtica parcela cafetera, resultaba ser toda una cátedra.

Además, está su “laberinto de los sentidos”, aquel recorrido por la diversidad de los cultivos posibles de estas zonas, donde se intercalan granadillas, uchuvas, mangos y aguacates, con diferentes variedades de café, yuca, y otras plantas.

Por eso fue que tal vez, ensimismada como estaba en sus explicaciones, solo con el tiempo me vine a dar cuenta de que Jesús, además de labriego de vocación, era el encargado de los cafés especiales en el SENA y que llevaba más de veinte años especializándose en el saber que después decidió poner en práctica en su propio terruño.

Fue su mujer la que me contó. Porque Jesús es modesto y no habla de sí mismo, se limita a exponer las propiedades del suelo; la combinación de altitud y temperatura; los diferentes procesos de secado a los que se puede someter el fruto; las bondades de la diversidad que aportan insectos y nutrientes evitando así tener que usar fungicidas; las características de las distintas variedades de café que tiene plantadas en su terreno.

Su esposa me aclaró que por más de veinte años Jesús se ha encargado de formarse en campos relacionados con el café, y que la Escuela Nacional de Calidad del Café, inaugurada en el 2016 por el Presidente Juan Manuel Santos en el SENA Quindío, había sido un proyecto suyo. 

Tuve que buscarlo detenidamente en internet, porque cuando tecleaba el nombre de la escuela me aparecían los lagartos de siempre, directivos, burócratas, ministros, políticos. En el fondo de un artículo de la Crónica del Quindío publicado en el año 2013, aparecía una cita a Jesús María Pedraza, para la época coordinador académico del centro agroindustrial del SENA en el departamento.

“La escuela nacional se proyectará como centro de formación especializada en calidad del grano, bajo estándares internacionales, donde se desarrollarán actividades de formación tecnológica, se prestarán servicios tecnológicos empresariales a los caficultores y se llevarán a cabo acciones de investigación bajo alianzas con entidades especializadas”.

 

Esas fueron las palabras de Jesús, alma y nervio del proyecto, y después relegado a un costado de la foto, empujado al rincón del olvido por la horda de burócratas y políticos que siempre aparecen al momento de las inauguraciones.

Pero venía contando que a Jesús se le notaba ese algo especial. Qué campesino tan particular, me decía yo en las primeras entrevistas, cómo explica de bien todo, hay que traer a más turistas aquí, pensaba para mí.

¡Pero claro!, cultivador, investigador, pedagogo, coordinador de procesos, formulador y gestor de proyectos, si todo eso era Jesús; y fue su compañera la que tuvo que venir a abrirme los ojos, porque yo todavía no bajaba del asombro ante su solvencia explicativa atribuida tontamente por mí a un milagro, o a las propiedades de la tierra bajo sus pies, o a la calidad del aire que respiraba este campesino único llamado Jesús Pedraza.

Fue en la última cita que tuve ocasión de conversar extensamente con su esposa, nuestra última reunión efectivamente realizada, ya que para la siguiente visita programada la pandemia que volteó el mundo patas arriba y todavía nos tiene así, en modo coronavirus, vino a dar al traste con mis propósitos de verlo una vez más.

Un poco atontada todavía por la velocidad de las circunstancias, por la violencia del cambio que se nos ha impuesto, en este encierro que para mí ya completa 21 días, recuerdo el último mensaje de Jesús enviado por whatsapp en relación a nuestro compromiso: “estoy un poco indispuesto”, me dijo. Y yo entendí que podría ser que sus hijos o su pareja le hubieran advertido de los riesgos que corría, hombre ya mayor, si me recibía con mi visitante que, aunque llegado de Los Ángeles, igual era un turista y francés, para colmo de males. Y eso en tiempo de coronaparanoía hizo que todas nuestras visitas fueran canceladas, no solo la de la finca cafetera en Pijao, sino la del chocolate Santo Aroma en Belálcazar Caldas, y otras tantas parecidas.

Qué se le va a hacer, pensé en ese momento. Son malos tiempos para hacer turismo, me dije. Habrá que esperar a que esto pase, medité. Pero ya no estoy tan segura de ninguna de mis frases surgidas como una reacción inicial e ingenua frente a la tragedia que se nos vino encima.

No obstante, me quedan los recuerdos, me digo para tranquilizarme. Las fotos, los videos, y la evocación feliz de una serpiente que se deslizó, delicada, por el talón de uno de mis turistas franceses favoritos, un médico calmado, persona especialmente espiritual que sólo dio un pequeño salto, mientras todos contemplábamos un poco entre risas y pavor a la culebra que, perturbada en su lugar de habitación, entre la espesura de diversidad y armonía de los cultivos ecológicos de la finca, se alejaba como queriéndonos decir ¡qué molestia ustedes!

Y a Jesús que nos advertía de dejarla ir, de no molestarla en su tranquilidad de siglos, para que la concordia que tanto le ha costado crear no se interrumpiera por un grito, por una voz  salida de tono, por alguna reacción violenta fuera de lugar, y más bien, pudiéramos continuar apreciando el flujo eterno del tiempo que va y viene, como el viento, en su bella finca de Pijao, Quindío, Colombia.

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Caricatura de opinión: ¿Será que todos respetan la cuarentena?

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Don Barbarias un personaje de Don Fingo

El paga diario

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De ver pasar |

No es una transacción bancaria ni mucho menos un producto innovador del portafolio de servicios que presta el sistema financiero legal. Se trata más bien de una variante del ‘gota a gota’, del ‘prestadiario’: esas formas de la usura exprés, tan colombianas, tan marrulleras, surgidas en las afueras de los bancos y a ras de calles cuarteadas y atestadas de basura, mientras los clanes del crimen organizado controlan el microtráfico e imponen el silencio como higiene social.

Esta variante de lo anómalo suele aglutinarse en los centros de ciudades con sectores clandestinos, supurantes de miseria. El paga diario. Así se nombra esa modalidad con la que cientos de individuos y familias se hacen a un lugar de paso para afrontar la soledad temblorosa de la noche. Viene bien apartarse de la tribu trashumante por unas pocas horas. De vez en cuando viene bien o mal dormir. Viene mal. Viene bien.

En medio de la informalidad y los gritos del rebusque, de esa antigua economía descalza que hoy desnudan las urbes en el tiempo lento de la cuarentena, una casa de bahareque de dos pisos, con nueve cuartos diminutos; un taller de repuestos, un edificio en ruinas, un garaje, pueden convertirse en albergue temporal, en un hotel sin recepción ni mucama, en un hospedaje maloliente, en un refugio de la guerra, del no futuro.

Una regla transaccional, intimidatoria como los bancos, impera en el umbral de las puertas de entrada derruidas:  “El que no paga, desocupa”. La regla funciona bien, porque afuera siempre hay clientela: la familia numerosa de los embera katío; la pareja de jóvenes venezolanos famélicos, con un bebé en brazos; tres socios recicladores exhaustos y una trabajadora sexual varada, por estos días, en una esquina donde merodea el desaliento.

Ocurre que este doloroso cuadro de costumbres lo prefiguró J. A. Osorio Lizarazo en La casa de vecindad de 1930. Ocurre, además, que ya vimos algunas de sus imágenes en La estrategia del caracol de 1993. Solo que la de ahora es una versión gótica, sin ese final épico, irónico y festivo, condensado en un grafiti: “AHÍ TIENEN SU HIJUEPUTA CASA PINTADA”.

 “Seis mil pesos diarios pago yo”, dijo ante las cámaras un hombre aporreado por el sol, abatido por la contingencia de no tener dinero para pagar otro día en el albergue. Víctima del “aislamiento social”, a causa de la pandemia que ha conseguido detener los buses sin frenos de la historia, este hombre no tiene a quién venderle sus cachivaches. Porque los que pagan a diario el derecho a pasar la noche en aquellos cuchitriles, son vendedores. Ambulantes. Solitarios. Agradecidos. Dignos. El Dane, esa falacia estadística, los registra como trabajadores independientes. Son cientos de miles, son hordas que se aglomeran en las escalinatas del poeta Zalamea. Son ellos:

los vendedores de  tortillas;

Los vendedores de especias;

Los vendedores de hojas de betel;

Los vendedores de buñuelos en que se arraciman las abejas;

Los vendedores de pájaros;

Los vendedores de emplastos;

Los vendedores de bálsamos y laxantes;

Los vendedores de ceniza;

Los vendedores de sal;

Los vendedores de agua…

¡Oh delirante confusión de las cosas más nimias y necesarias!

Pero basta de poesía. Volvamos a la realidad, a la calle que se mete por mi ventana. Volvamos a los semáforos, a las canecas de basura, a la oscuridad de los puentes, a los caños, a los lotes baldíos, a las azoteas de edificios incompletos, a La Churria. Volvamos al silencio impuesto por el temor al contagio. ¿Por qué tanto silencio en el afuera de mi casa? ¿Por qué este silencio se atasca en la garganta e interrumpe el sueño en las madrugadas? No hay pregón en la ciudad. Nadie ofrece aguacates, mazamorra, mangos. Nadie nos acerca al misterio de un lulo maduro. ¿No es acaso un misterio religioso la cáscara peluda de un lulo maduro? Nadie ofrece mangostinos y chontaduros. No hay milagros.

A falta de una economía solidaria y de un decreto universal que ordene distribuir la riqueza que se esconde en las bóvedas impenetrables de Suiza, añoro ese bullicio, necesito esa algarabía descalza que le pone música al regalo de la vida. Cada quien pagará a diario ese silencio.

***

Coda: “los buses sin frenos de la historia” es un verso de la poeta Claudia Mónica Londoño.


ÚLTIMA PUBLICACIÓN DEL AUTOR

Música para el domingo

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Por estos días somos un remolino de emociones desde donde nos encontremos en cuarentena: en soledad o en el confinamiento grupal. Vale más alejarse de las noticias y escuchar más música y leer otros contenidos.

El violinista Yehudi Menuhin decía que la buena música alarga la vida. De ser esto cierto, ahora lo que necesitamos es llenarnos de vida y optimismo y nada mejor que con música, el lenguaje de las emociones.

Felipe Paz, saxofonista de La Banda Sinfónica de Pereira nos comparte su lista de reproducción: Las cuatro estaciones porteñas, compuestas por el músico argentino Astor Piazzola. Son cuatro piezas independientes que expresan, cada una, las estaciones climáticas de Buenos Aires: inverno, primavera, verano, otoño. Algo similar a lo que hizo Antonio Vivaldi en su concierto para violín: Las cuatro estaciones.

Piazzola fue un gran compositor y bandoneonista, quien actualmente es considerado uno de los músicos más importantes del siglo XX. Disfruten las piezas y si tienen otras recomendaciones para cuarentena no duden en contarnos para compartirlas en este espacio.

 

Lista:

Otoño porteño

Verano porteño

Invierno porteño

Primavera porteña

 


 

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Colombia: una pandemia silenciada

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dialoguemos.ec

Por, Héctor H. Quintero Gómez |

Es interesante observar la mentalidad de los tomadores de decisiones en Colombia, que a menudo equivale a la mentalidad del ciudadano promedio. Dicho de otra forma, la de un aclamado nosotros que no deja de ser sorprendente cuando un poco de reflexión asalta la cabeza. Desde hace tres meses estaba claro que el COVID 19 llegaría al país. El flujo aéreo en el mundo es tan alto que sería muy difícil que un pequeño territorio que se esfuerza por ser visible en el ámbito internacional, no estuviera conectado con las corrientes de viajeros que llegan desde cualquier lugar de la tierra.

 

 

Inevitablemente el virus viajaría desde China a otros países, hasta llegar al nuestro. Sin embargo fuimos simples espectadores de algo que estaba pasando en otro lugar, sin que ello hubiera determinado la definición rápida de planes de emergencia para contar con un sistema de salud que tuviera la capacidad de responder de manera pertinente, coherente y suficiente a lo que estaba por llegar.

El ejemplo claro es la máquina del Instituto Nacional de Salud y el lento proceso de certificación de laboratorios regionales que hicieran eficiente el proceso de detección de la infección viral en la mayor cantidad de población. A la fecha se registran cerca de 1200 casos seropositivos; sin embargo el tamizaje realizado es insuficiente. El procedimiento mismo es complicado, confuso y genera serios traumas a quienes necesitan tener acceso a la prueba.

Un amigo fue avisado de la posibilidad de hacer parte de una cadena de contagio. Su sobrina había estado en una fiesta previo al inicio de toda la ráfaga informativa y las medidas escalonadas tomadas por el gobierno colombiano. Un día después de la fiesta ella visitó a mi amigo, quien estaba respondiendo a las indicaciones de aislamiento propuestas. Sin embargo era tan grande la cercanía y el supuesto cuidado mutuo que no había sospecha alguna de hacer parte de una cadena de contagio. Cuatro días después ella presentó un cuadro severo de resfriado, con tos fuerte, fiebre mayor de 40 grados centígrados, dolor de cabeza, escalofrío, malestar en los ojos y mucho desánimo. En ningún momento lo asoció con el COVID. Dos semanas después una de sus amigas la llamó para indicarle que ella era seropositiva y había presentado síntomas en casa.

 

 

En ese lapso de tiempo en la casa de mi amigo un hijo presentó síntomas de un resfriado fuerte; igual su esposa, los otros hijos y él estuvieron asintomáticos. Al ser avisado por su sobrina de lo sucedido, él llamó a las líneas habilitadas para solicitar la prueba. Para su sorpresa a la primera línea que llamó, le respondió una persona que dijo no tener teléfono oficial para recibir las llamadas. Lo estaba haciendo desde su teléfono personal. Adicionalmente la información brindada fue pobre y sin una sola orientación útil. La segunda llamada realizada implicó entregar una información donde desestimaron el hecho de ser parte de una cadena de contagio, planteándole que seguramente su esposa podría estar contagiada, y que para corroborar el caso debía llamar a la EPS. En la EPS la respuesta fue fulminante: debía pasar los síntomas en casa, si había alguna complicación debía asistir a un centro de atención. Con respecto al tamizaje, nada se resolvió; la EPS no tenía equipo para hacer tomas en domicilio. Lo absurdo es que la familia no debía salir del domicilio.

Total, cinco posibles casos adicionales de Coronavirus quedaron como parte del subregistro. Aún no hay una estrategia de tamizaje que abarque las cadenas de contagio, se está respondiendo de manera improvisada, por eso la única solución válida es el aislamiento para mitigar la cantidad de casos que pueden copar el sistema de salud. Nos queda esperar las dos siguientes semanas para ver que la magnitud de la pandemia en Colombia va a ser visible en las unidades de cuidados intensivos y las unidades de cuidados intermedios. Por ahora la desinformación, subregistro e inoperancia del sistema de información del sistema de salud nos ubica en una curva que es ficticia: en realidad desconocemos el panorama preciso de la situación.

 

dialoguemos.ec

 

Bueno, en general en Colombia no sabemos cómo vamos. Por eso mismo se inventan cifras, situaciones, hechos, realidades y enemigos.

*Médico y docente universitario

 


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Homenaje a Luis Eduardo Aute y a todos esos músicos que se fueron

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En un hospital madrileño murió Luis Eduardo Aute, uno de los grandes cantautores hispanoamericanos. Un ser humano multifacético que incursionó no solo como cantautor: fue director de cine, actor, escultor, escritor, pintor y poeta.

Queremos compartir algunas canciones de él y una reseña muy sentida que le hace El País de España al conocer su partida de este mundo, un homenaje a quien acompañó a muchos de nuestros lectores con su trabajo musical durante cuatro décadas.

” Era algo más que un músico para la España democrática, la misma que creció con sus canciones y se educó con su sensibilidad transgresora y su visión exigente de la realidad. Era la voz más emotiva de la España de la Transición, un fabulador fundamental que, en sí mismo, era una fábula: porque el pintor que nunca se imaginó como músico acabó siendo uno de los cantautores más reconocidos y reconocibles de la música popular española, todo un símbolo de las confesiones sentimentales.” semblanza completa haciendo clic aquí.

 

De alguna manera
tendré que olvidarte,
por mucho que quiera
no es fácil, ya sabes…

No sé que sera pero no eres la misma;
Observo en tus ojos miradas que esquivan la mía
Cansado de tanto buscar tus pupilas,
Pidiendo respuestas a cada por qué
Pero adivino en ti algo que empieza a huir…

 

Al compás del último disco robado.
Nada queda en ese trozo papel
Todo es alquimia;
Veo que es la prueba más veraz
De que todo es mentira…

 

Si te dijera, amor mío,
Que temo a la madrugada,
No sé qué estrellas son estas
Que hieren como amenazas,
Ni sé qué sangra la luna
Al filo de su guadaña.

 

Míralos como reptiles,
Al acecho de la presa,
Negociando en cada mesa
Maquillajes de ocasión;
Siguen todos los raíles
Que conduzcan a la cumbre
Locos, porque nos deslumbre
Su parásita ambición.

 

Tendida
Con los muslos como alas abiertas
Dispuestas al vuelo
Me incitas me invitas a viajar
Por lácteas vías
Y negros agujeros

 

Mira que eres canalla,
Éso no se hace a quien te quiere bien.
Colegas tanto tiempo
Y ahora te fugas con esa mujer.

 

A riesgo de que digan que estoy loco
Por no buscar el oro en lo que toco,
No pienso rebelarme contra mi enajenación.
Cansado de vivir sin salvavidas,
Sé bien que no es la mano del Rey Midas
La que vendrá a salvar mi naufragado corazón.

 

Podríamos… ¿y por qué no?
Se me ocurre que quizás…
Si intentáramos no ser ni tú ni yo
Mirando siempre atrás…
Por qué no interpretar
Cada uno otro papel
A ver si en otra piel
Volvemos a soñar…

Aprovechamos este homenaje, para recordar y desear paz en la tumba de los recientes músicos que han dejado este mundo en los últimos meses a causa de la pandemia actual.

 

Joe Diffie, cantante estadounidense de música Country

Marcelo Peralta, saxofonista argentino

 

Manu Dibango, saxofonista camerunés

 

Cy Tucker, músico inglés que actuó con Los Beatles

Black N Mild, DJ estadounidense

Adam Sclesinger, cantante estadounidense

Nominado a un Óscar por mejor canción original con la película That Thing You Do (1996), película escrita y dirigida por Tom Hanks.

Kenny Rogers, leyenda de la música Country estadounidense

Wallace Roney, trompetista estadounidense pupilo de Miles Davis

Ellis Marsalis, pianista y formador de los Young Lions, estadounidense

Bill Withers, cantante y compositor estadounidense

Bucky Pizzarelli, guitarrista de jazz estadounidense

Mike Longo, pianista y compositor estadounidense

 

 

“Preferiría no hacerlo”

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Eduardo Abel Giménez, Colonia, 1991

Comprimido entre Brasil, Argentina, el Río de la Plata y el Océano Atlántico, Uruguay es el país donde nacieron dos grandes escritores que nos interesan de manera especial para este asunto: Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti.

Más bien ignorado por la crítica y los lectores el primero. Reconocido y consagrado el segundo, ambos son autores de una obra narrativa que, aunque disímil, a poco que uno se adentra en sus páginas encuentra un elemento común: las dos están habitadas por unos personajes fantasmagóricos que no alcanzan a asirse del todo a las anclas de la realidad.

Felisberto Hernández

La  novela La casa inundada y el libro de cuentos Nadie encendía las lámparas, de Felisberto, narran historias que nunca se desanudan, porque los personajes jamás acaban de existir del todo. Es como si alentaran la idea- ya que no la esperanza- de que al otro lado del mundo los aguarda la mano que acabará de completarlos.

Algo parecido pasa con esos hombres y mujeres que van y vienen por un pueblo fantasma llamado Santa María, creado por Onetti a modo de albergue provisional para sus criaturas.

Juan Carlos Onetti

De algún modo, participan de la condición difusa de ese Bartleby creado por Herman Melville, un hombre en apariencia oscuro, pero en realidad poseído por la lucidez absoluta, al punto de que prefiere replegarse en una negativa a participar en los negocios del mundo. Cuanto más importantes parecen, más vacíos de sentido se revelan antes sus ojos.

Por eso, ante las seducciones del mundo y las imposiciones del poder, siempre se las arregla para responder: “Preferiría no hacerlo”.

De esa materia esta hecho el libro La novela luminosa, del también uruguayo Mario Levrero, nacido en Montevideo en  1940 y muerto en la misma ciudad en 2004.

Mario Levrero

Para empezar, nunca sabremos si se trata de un diario personal que simula ser una novela o de una ficción construida con la estructura de un diario.

El Levrero  personaje y el Levrero escritor plantean de entrada el primer acertijo ¿Quién narra?

De cualquier manera, las dos terceras partes de la obra son el recuento diario de las dificultades para vivir y para escribir un libro.

La última es La novela luminosa propiamente dicha.

Para dejar las cosas claras- si tal cosa es posible en este libro pleno de equívocos intencionados- el autor nos advierte en el Prefacio Histórico a La novela Luminosa:

“Yo tenía razón: la tarea es y será imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros  y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos  míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo  que había debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso, sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles  a la literatura, o por  lo menos a mi literatura.”

Ya lo había dicho el poeta, refiriéndose al rapto amoroso: “Al penetrar en la sagrada esencia del misterio, lo único que hacemos es matarlo”.

¿Por qué escribe, entonces? Se preguntará el lector.

Por la misma razón invocada por los hombres a lo largo de los siglos: porque la vida está hecha de una materia tan vaga que solo el relato puede darle alguna forma.

Edición Alfaguara

Igual que Bartleby, el autor del diario y de la novela, preferiría no hacerlo y dedicarse a otras cosas: al vicio de la computadora que lo tiene enganchado con sus señuelos sin cuento. A la lectura de novelas policiacas baratas. A las pastillas tranquilizantes. Al análisis de sus sueños en una surte de parodia del sicoanálisis. A la búsqueda de un aparato de aire acondicionado que le permita sobrevivir al verano. A la observación de la conducta de las hormigas y las palomas. Al fantaseo sexual con mujeres deseadas que lo compadecen y, de paso, lo castigan con la más pavorosa de las formas de indiferencia femenina: la amistad.

Tiene, además, razones mundanas: ha sido beneficiado con una beca de la John Simon Guggenheim Foundation y tiene que cumplir con la entrega.

Por eso, la primera parte de la obra lleva el título de El diario de la beca. En sus páginas pretende consignar lo que la gente suele llamar Todo. Es decir, los múltiples rostros de la nada. Entre esos rostros están los amigos y las mujeres. Las amadas, las olvidadas y las que nunca llegarán.

Las que solo se insinúan a través de las experiencias luminosas. Es decir de los pliegues del sueño. Allí donde habita lo que no somos.

Tomada del blog Páginas colaterales

Existen muchos nombres para esas experiencias: milagros, visiones, revelaciones, Dios.

En su tarea el autor del diario parece a ratos un entomólogo o uno de esos investigadores que coleccionan hojas de plantas en un herbario. En  todas las circunstancias, el principal objeto de estudio es él mismo.

La urdimbre infinita de sus máscaras.

De esa manera, prepara el terreno que le permite llegar, fatigado  y torpe, a la escritura luminosa: el intento fallido de narrar sus encuentros con el milagro: el fulgor de unos ojos verdes, las avecillas que revolotean al otro lado de la muerte. La ternura de una prostituta. El sexo más allá del sexo intuido por los sabios de oriente. Un libro que se lee una y otra vez sin alcanzar nunca su final.

Es decir, el borde de lo inefable.

Ante lo inabarcable, quedan los tópicos. Algunos críticos han querido encontrar un parentesco con Kafka.

La fórmula es fácil y, por lo tanto, seductora.

Pero sería simplificar demasiado. Después de todo, Levrero propone un laberinto. No fórmulas para salir del laberinto.

Eduardo Abel Giménez, Colonia, 1991

Por eso su gran metáfora, como en toda la gran literatura contemporánea, es la ciudad. Su procesión de fantasmas que  van y  vienen sin saber si están vivos o muertos.

Así lo deja saber en un párrafo que funciona a modo de ajuste de cuentas:

“Pero también en aquel tiempo odiaba, a menudo, la ciudad; y era, aunque no supiera explicarlo, otra clase de odio. Tal vez el odio o el rencor del que ama y no es amado; la ciudad no tenía  un lugar para mí, era hermosa y ajena. No era esta ciudad que, hasta hace poco, nos iba acorralando como una fiera desesperada, cubierta de heridas y desgarrones, azuzada y destrozada por fuerzas maléficas; ni esta ciudad de hoy, que miramos con la ternura  con que se mira a una mujer enferma, a una mujer herida, a una mujer, quién sabe, con los dolores del parto.”

Hermosa y ajena como la ciudad: así es esta ¿Novela? ¿Diario? De Mario Levrero, que viene a sumarse a la desazón rediviva cada vez que nos asomamos a los relatos de sus compatriotas Felisberto y Onetti.

Caricatura de opinión: Unidos lo venceremos

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Por, Don Fingo |